Hay lugares con un feeling especial, que te excitan o te calman, que te llenan de energía o te sumergen en estados de paz.
A mí, el papel y la literatura me llevan al recogimiento, al momento íntimo. Lo noto cada vez que piso una biblioteca, lo cual les parecerá obvio por el obligado silencio, pero también lo siento en cualquier librería, paseando entre los volúmenes magníficamente ordenados, recorriendo con los dedos los lomos bien encuadernados, sus pieles, sus relieves, sus huecograbados. Podría incluso afirmar que un libro o una revista me trasladan a un espacio alejado del mundo, esté donde esté. Es la lectura la que me aísla en un viaje largo de avión, la que me permite desconectar en una playa española en agosto –algo que parece casi imposible de antemano– o la que me transporta a planetas lejanos y tiempos remotos en un asiento del metro madrileño en hora punta.
Muy cerca de mi vivienda inauguraron hace ya 10 años la bien denominada Casa del Lector (Matadero, Madrid). Varios espacios interconectados donde las Letras juegan el papel principal, donde manuscritos, libros, documentos, soportes electrónicos, periódicos o folios conviven en armonía. Me gusta recorrerlo observando: jóvenes sentados en cualquier escalón con una novela en la mano, niños con su tableta estudiando un examen, parejas que comparten la afición por la literatura intercalando arrumacos y acariciándose los dedos bajo la mesa, ancianos de vista cansada que esfuerzan energías para disfrutar de una historia bien contada. El tiempo se para. Al fondo, un grupo de adolescentes recitan poesía. Abajo, un festival de fotolibro que sirve de encuentro para decenas de tribus urbanas, edades diversas y gustos dispares. Letras y más letras conformando un universo maravilloso que no tiene límites. A veces, el ser humano me encanta.
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