Deliciosa carne
El buey, orgullo de raza
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Pese al habitual engaño de su denominación en la hostelería y a pesar de su escasez, el mítico vacuno resurge gracias a ejemplares llegados de otras latitudes y a próximos proyectos de crianza en nuestra geografía. Los cortes y su nomenclatura, el aprovechamiento y la especificación de la raza pueden contribuir a su hegemonía entre los amantes de la carne. Pepe Barrena
Para regresar al futuro comencemos por el final de una historia. No es una fábula sino un verdadero acontecimiento protagonizado por el que podría ser el penúltimo de esos bueyes que pastan por los prados de nuestra geografía y que antaño les valió gozar de una casi completa inmunidad por su contribución a la riqueza y el sustento económico de las familias rurales. Los hechos son como siguen:
El mensaje no llegó a este cronista por SMS sino de viva voz. Juan Mari Gaztañaga, cocinero y propietario del restaurante que porta su apellido en el municipio vizcaíno de Sondika avisa con antelación del suceso. Rubio, un buey de 12 años del cercano caserío Lañe de Loiu, enclavado justo debajo de lo que se conoce como el monte de las nieblas (Lañomendi), había sido sacrificado, entre otros motivos, porque andaba cojo y empezaba a “adelgazar”. El animalito no era precisamente un serrote, uno de esos bueyes flacuchos que se matan antes de tiempo y cuyas carnes desabridas pululan por las mesas, sino un ejemplar de 1.300 kilos de peso que en canal se quedó en la tonelada. Era también uno de los últimos ejemplares que van quedando de raza tan portentosa y si a ello añadimos que desde hacía tiempo el anfitrión de la cuchipanda había echado el ojo al bicho, como gran experto que es en proveerse de género autóctono, los motivos de la escapada estaban de sobra justificados. Así que transcurridas tres semanas después del matarile aterricé en este señorial restaurante de cocina tradicional vasca de altos vuelos ubicado junto al antiguo aeropuerto.
Ya conocía los descomunales chuletones de vacuno del Gaztañaga pero la visión de las pantagruélicas cintas del “rubiales” fue algo indescriptible. Para abrir boca y justificar la calidad excepcional de los cortes me contaron la placentera vida que se pegó el astado. Después de su época primeriza, donde compitió en el ancestral deporte del arrastre, se dedicó exclusivamente a engordar quietito y contemplando los bucólicos paisajes de la zona con una dieta cabal de hierba de la buena y habas de la huerta. Como herencia de tan opípara y tranquila existencia legó un 5´5% de infiltración de grasa (los parámetros del label oscilan entre el 2´5 y el 3%) y unas chuletas de hasta siete kilos con parte del solomillo. Las mejores, sin embargo, son las del lomo alto, de la zona que abarca de la aguja al cuello, que son las que tuve oportunidad de zampar al estilo de la casa. Aquí, en la forma de oficiarlo, reside otra de las peculiaridades. El patrón siempre se ha decantado por la plancha y nunca por la parrilla. Mantiene la teoría de que la carne encima de la chapa de carbón (20 minutos a fuego constante es su media para estos calibres con el salado previo) no aporta sabores extraños y conserva su naturalidad frente a los irremediables toques ahumados de las brasas. En fin, aunque más abajo teorizaremos sobre la gastronomía del buey, allá cada cual. Lo único cierto es que la chuleta de marras se mereció con creces ese adjetivo cada día más difícil de aplicar a un bocado: inolvidable; como tantas historias gastronómicas crepusculares.
Buey por ¿todas? partes
Lo que se ha olvidado en muchísimos restaurantes es guardar un respeto a tan laborioso animal. Desde el rabo hasta la papada los hosteleros aseguran que todo es buey; unos, la mayoría, predican que es gallego; otros que es el noble de Tudanca cántabro o de las legendarias familias pirenaicas, frisonas, moruchas o vedellas; y supongo que hay quien atestigua que lo que pone en el plato es parte de aquellos bueyes de pelo rojizo que frecuentaban la playa de la Malvarrosa valenciana tirando de las barcas para dejarlas varadas en la arena en una postal digna de un lienzo se Sorolla. La cruda realidad es otra: pasan como bueyes las “machorras”, vacas sin hijos engordadas y cebadas, e incluso terneros convenientemente ilustrados con el seductor término de la vejez ¡Vaya morro el de estos insensatos! Con su permanente engaño a la clientela están deshonrando al animal que se sacrificaba el día anterior a los juegos de Olimpia, para servir de dieta a los atletas. Sabiendo que es tan escaso y raro de encontrar como un ciclista sin dopaje, un famoso sin manager o una top model maciza, ¿por qué mentir? Más les valdría seguir la estela de sus colegas americanos (del Norte y del Sur) que han elevado a los altares del prestigio lo que llaman steer, el novillo castrado de dos años también conocido como “dientes de leche” o, por qué no, crear expectativas al comensal augurando que el futuro del añorado buey no es tan trágico como se supone.
El buey, aunque parezca una contradicción a estas alturas, puede recuperar su hegemonía confirmando que es una raza de ida y vuelta. A ello están contribuyendo poderosamente dos hechos o situaciones incuestionables. Una deriva de nuestra irremediable pasión por los pecados de la carne y la otra, más mundana o cosmopolita, se atiene a la cada día más pujante tendencia a las extravagancias. Valgan como ejemplo la profusión de restaurantes especializados y tiendas delicatessen que ya matizan en las cartas o en los paneles de oferta la riqueza cárnica del globo. Las consecuencias son obvias: el público aprende, distingue y si es necesario no hace ascos a la consistencia delicadísima de la carne de antílope, a la intensa sabrosidad de la del bisonte, a la terneza de la del alce o a la textura firme y jugosa de la chicha del potro. Como certeramente apunta Federico Oldenburg en un artículo publicado en la revista Sibaritas y dedicado a estos bocados exóticos, una cata consecuente y sin miramientos puede poner en su sitio el egocentrismo culinario. Justifica su teoría con un hallazgo visto en la página web de Musée Gourmet, una de las empresas españolas volcadas en la importación de carnes de todo el planeta. En la misma hay una imagen de una señorita de rasgos inquietantes -¿oriental, lapona?- con una frase que, incluso en el caso de que fuera absolutamente literaria, nos obliga a pensar en la naturaleza de los sabores desconocidos y en las diferentes perspectivas que se pueden tener del exotismo. Dice así: “He viajado mucho a lo largo del mundo. He comido manjares que ni siquiera soñaba. Una vez, en un lejano país, comí cordero… y sin embargo allí no conocían el reno”. Conclusión: lo que para nosotros es infrecuente o estrafalario, para un esquimal puede resultar vulgar o cotidiano, y viceversa.
A comer
Sobre la profusión de locales las cosas están claras. Otro ilustre del periodismo gastronómico, Fernando Point, opinaba recientemente con su habitual clarividencia que la apertura en Madrid del Baby Beef Rubaiyat, primera sucursal europea del emporio argentino-brasileño creado por el gallego Belarmino Fernández, había colocado al fin el nivel de las steak houses de inspiración americana en nuestro país al nivel de los magníficos asadores vascos. Como se esperaba, la corriente fluye a ritmo trepidante y son unos cuantos los establecimientos respetables que adornan el panorama con su dedicatoria, control e información de la procedencia de las reses y que intentan sumarse a paraísos de la carne roja sin más modernidades ni puntualizaciones que la calidad de la materia prima, como los vizcaínos Etxebarri, Zaldúa, Ripa y Oteiza, los riojanos Alameda y Egües, los guipuzcoanos Bedua, Casa Julián y Casa Nicolás, los navarros Ansorena y Epeleta, los asturianos La Venta del Jamón y El Llar de la Campana, más las delegaciones capitalinas de algunos de los antedichos; o a templos extranjeros repletos de historias, como los neoyorkinos Peter Luger y Smith and Wolensky o los londinenses Guinea Grill y Simpson´s at the Strand. Este último nos puede servir de introductor de embajadores para hincar el diente a las controversias y rituales gastronómicos de nuestro protagonista, pues en sus históricos salones se han trenzado innumerables anécdotas dignas de ser conocidas por los aspirantes a gourmets, pese a que ahora no pasa precisamente por sus mejores tiempos.
Un aperitivo en el añejo Simpson´s, si buscamos interferencias con el asunto de esta crónica, debiera comenzar por disertar sobre la poco reputada cocina inglesa, que como se sabe es una amalgama de casi todo (Londres, no lo olvidemos, tiene más habitantes que Suiza…) pero que ha dado al mundo algunos platos excepcionales. Entre ellos tres de cuchara. Son las inmortales sopa de tortuga, la especiada mulligatawny -que en su origen fue sopa india que los ingleses adaptaron a su concepción de la gastronomía- y la ox-tail soup de auténtico rabo de buey. También una auténtica obra de arte, si el género es de la máxima garantía y se oficia con tino, es el roastbeef con pudding de Yorkshire, que era la comida típica de los oficiales del ejército y que se solía servir en los elitistas clubs privados. El roastbeef, como eminencia nacional, cedió su nombre a todo un gremio: los guardas de la Torre de Londres se llaman beefeaters (comedores de carne). Alguno, imagino, será también buen bebedor... ¡De ginebra! La mejor carne para su elaboración proviene de Escocia y pertenece a la raza Aberdeen Angus, famosa por el exclusivo y delicado sabor que proporcionan los jaspeados de grasa. Aunque por desgracia, el buen roastbeef de Angus se malogra en la mayoría de los casos (cocción exagerada, corte en porciones pequeñas, animales jóvenes…), aún en el Simpson´s es posible recrearse con una parafernalia que solventa las actuales penurias. En sus majestuosos comedores, labrados en maderas nobles y donde la aristocracia celebraba tradicionalmente sus almuerzos, el beef trolley forma parte esencial del decorado y se convierte en artefacto primordial para la excelencia de las piezas. Es un carrito con enormes solomillos asados que se mantienen calientes gracias al calor del fondo y a las monumentales campanas de cobre que los cubren. El ritual es espectacular: maduros camareros ataviados con pulcros y enormes delantales blancos, cuchillo de Sheffield en ristre, preguntan al cliente el punto deseado. Los expertos espadachines no se andan con zarandajas y rebanan las cortezas tostadas. El filo de los cuchillos se pasea por los imponentes y jugosos lomos loncheando steaks apoteósicos. ¿Son de buey? ¿Es la del Aberdeen Angus una raza top? Ya tenemos encaminado el siguiente debate.
Sobre la primera cuestión ya se ha adelantado brevemente cómo está el asunto. Lo de las razas sí que requiere apuntes más extensos, pues los equívocos son importantes. Luego, en lo de las preferencias, a dejar como siempre que los mitos y manías campen a sus anchas en el paladar de cada individuo.
Bueyes y bueyes
¿Qué clase de buey representa el himalaya de la especie? A tenor del precio y la leyenda no habría objeción en considerar al wagyu negro como el cénit. ¿Y el Kobe?, se preguntará alguien. Es casi lo mismo pero es distinto. Vamos a intentar aclararlo. Wagyu significa literalmente ganado (gyu) japonés (wa), e identifica a la generalidad de las razas existentes en Japón. Dentro de las razas wagyu cabe distinguir dos tipos de animales, el negro y el rojo, entre los cuales subyacen varias líneas con unas características especiales. Las líneas de wagyu negro son las más abundantes y también las que mayor grado de calidad de carne producen. Las procedentes de las prefecturas o zonas de Hyogo, Sendai, Tajima o Kobe son las consideradas las mejores. Muy pocos son los ejemplares que están destinados a engrosar esta lista privilegiada que alcanza el grado de fabulosa con la carne de Matsutsaka –en la circunscripción de Nagoya-, obtenida de wagyus negros con pedigrí y de la que un kilo de chuleta oscila por los 2.500 dólares. De estos peculiares vacunos es de los que surge el mito de su cría “con el amor y delicadeza que sólo un oriental puede poner en su trabajo” (en palabras de Néstor Luján), encerrados en el establo y masajeados por los campesinos convenientemente mientras se atiborran parte del año de una alimentación regada con cerveza caliente. Su carne roja, infinitamente infiltrada y con sabor ligeramente dulzón, se funde en la boca como la mantequilla.
Si ha quedado aclarado que el Kobe no es una raza (la raza es el wagyu), sino simplemente un área geográfica, podemos soltar otras cuantas alabanzas sobre tan mitificada carne. De lo que no hay duda es que se diferencia claramente del resto por su superioridad en los tres aspectos fundamentales de valoración: jugosidad, terneza y sabor. Otra de sus cualidades corresponde al apartado saludable, pues sus grasas contienen esos ácidos que los médicos aconsejan a los rechonchos para prevenir enfermedades como el colesterol o la arteriosclerosis. Para corroborar su delicadeza y digestibilidad comparen, si tienen la ocasión, los efectos posteriores de una zampada de wagyu bien marmoleado con la ingesta de un chuletón normal de los que por aquí se estilan con su buena dosis grasienta. Es como el yoga contra la siesta de pijama y orinal.
El buey wagyu también tiene sus matizaciones, sobre todo cuando todo indica que puede ser en breve una de las estrellas de los establecimientos especializados. Por lo general, el que está llegando a Europa y a nuestro país procede de Argentina, Chile, Uruguay, Nueva Zelanda o Australia, donde se cría. De Japón es imposible, pues la exportación está prohibida al considerarse el animal un tesoro nacional. Por ello habría que insistir en lo de las denominaciones. Los contados restaurantes que de momento lo ofrecen especifican alegremente lo de Kobe, posiblemente sin maldad y sí escudándose en lo que arrastra la supuesta marca. Más adecuado y sensato sería poner wagyu con el añadido Kobe style, que todos entienden. Así lo establece el empresario cinegético y ganadero Patxi Garmendia, un enamorado de esta suculencia cárnica que está perfilando como es debido la entrada y crianza del wagyu negro desde su finca de Vizmalo, en la provincia de Burgos. Su sabiduría y experiencia en estas lides, adquiridas parcialmente en otras propiedades que posee en Sudamérica, le pueden convertir en el más fiel y seguro proveedor del manjar. Además ha tenido la deferencia de suministrarnos lo que hacía falta, el apasionante lenguaje de los cortes.
Nuestro diccionario “cortante” se ceñía hasta el momento al entrecot, solomillo, chuleta y chuletón. Los más abiertos a la mundología no tenían que llevar el traductor para saber qué es un filet mignon, un sirloin steak o un T-boone. Bien, como ocurrió con el cerdo ibérico, los “secretos" que esconde el buey se desvelan con términos como el cogote, la paleta, el pecho, la picanna, el colmo, la palanca, la posta rosada, el lomo liso, la costeleta, la tira de asado o la cola real, sorprendentes y primorosos embutidos. Del buey, amigos, se aprovechan hasta los cuernos. Que tomen nota maridos y esposas.
A los franceses, que han puesto su nota académica hasta en las carnicerías, el wagyu y eso de Kobe les suena a chino. Ellos prefieren la grandeur de La Chalosse, tierra al sur de las Landas entre el Adour y el torrente de Pau. El robusto buey que por allí pasta, de raza lemosina y muy entroncado con las labores de arado del cercano País Vasco, conserva la honorable tradición de engordarlo con productos naturales de la granja: heno, maíz, remolacha, trébol… Dicen los lugareños que su excelencia deriva de otros “alimentos” como los pastos, el aire, el clima y el agua que bebe el ganado, que viene de las montañas y que tiene el hierro idóneo para soportar la musculatura. “Más que las espinacas”, sostiene un buen amigo que acrecienta mi interés al sacar a colación un par de aspectos fundamentales de cualquier sacrificio animal: el que no sufran ningún estrés durante su transporte al matadero, de lo contrario segregan unas hormonas que alteran su sabor, y hacerles ayunar durante veinticuatro horas. La carne del chalosse es un oficio: desde que nace hasta que se trocea, el animal merece todas las atenciones. Por más que el hombre sea un predador, también necesita amar para vivir.
Podríamos seguir con más razas de relumbrón con las que sueña el carnívoro ilustrado, como el buey pastuense de los valles del Esla zamoranos, la fusionada Brangus –cruce del Aberdeen Angus y el asiático Brahma-, o los cinematográficos big horn de largas cornamentas que alumbraban las panorámicas de las películas del Oeste. Pero hay que poner unos apuntes gastronómicos inmediatos.
Y esto… ¿Cómo se come?
Todas las carnes del buey no valen para las mismas cazuelas o parrillas. Recordemos que los yankis cocinan las piezas más nobles sin sal gorda o que restriegan el plato caliente en el que se sirven con mantequilla. Peor es lo de los hombres que depositan las viandas en infernales barros, vajilla que cuece y desnaturaliza, o los que guisan un rabo tan ilustre con verduritas y vino deshilachando y apagando sus carnes inmensamente gelatinosas. Con el estofado hemos topado.
Seré un irresponsable o un eremita pero desde estas líneas quiero reivindicar la elaboración cariñosa, a fuego lento, de la carne de buey. Admiro los carpaccios, los clásicos asados a la brasa embriagados de perfumes reconocibles, o a la plancha teppanyaki de los nipones, en láminas de un cierto porte aliñadas o arropadas con toques de autor. No me sobresalto ante el confuso Chateaubriand o tournedos siempre que esté con la justa cantidad de nervios y hecho como su nombre indica (tourne, vuelta, y dos, espalda…). Lo que deseo expresar es lo mismo que mi admirado John Lanchester, autor del libro En deuda con el placer –del que su editor dijo que era un coupage entre El loro de Flaubert de Julian Barnes, Pálido fuego de Nabokov, El perfume de Süskind y La cocina provincial francesa de Elizabeth David-, artefacto literario delirante y divertido en el que los recetarios son tan irresistibles como diabólicos. El antiguo crítico gastronómico del Observer y reseñista de necrológicas (no tentemos a Belcebú con lo del buey) establece una sesuda distinción filosófica entre los diversos tipos de estofado. Los hay que requieren alguna preparación inicial –freír o saltear- y los que directamente se cuecen. Por su arenga desfilan preparaciones como el backenoff alsaciano, la emoliente blanquette de veau espesada con nata en el último instante y, por supuesto, la renombrada daube a la provenzal. En Francia, de hecho, el nombre genérico para este tipo de estofado preparado en frío es daube, que proviene de daubière, una olla con el cuello estrecho y un corpachón rechoncho e hinchado que recuerda al estómago de Buda. Los de la otra clase, en la que los ingredientes se someten a un tratamiento inicial a altas temperaturas al objeto de favorecer que espesen y se traben intercambiándose aromas, incluyen los justamente celebrados boeuf á la guardianne de los vaqueros de la Camarga, el reconfortante "broufado" de los barqueros del Ródano, el aristocrático buey Stroganoff, la carbonnade flamenca, el stufado di manzo del norte de Italia, el gulyas húngaro o el estofat de bou catalán.
Todos conocidos básicamente como ragús. Como decía una autoridad en la materia: “Mientras que el alma de una Daule reside en una unidad que lo impregna todo –la transformación de cantidades individuales en una sola personalidad-, un salteado debería entrañar una interacción entre entidades, celosa cada una de ellas de sus sabores y texturas distintivas”.
Distinciones filosóficas aparte lo que está meridianamente claro es que el gentío siente predilección por el corte de los cortes, la chuleta o chuletón; y, ande o no ande, a ser posible que sea grande. En esto del tamaño subyace otro asunto espinoso, que nada tiene que ver con el DNI o el origen de la carne, ni con su calidad, ni que el lomo sea el alto o el bajo o que las hechuras estén fetén. Se da por hecho que el impacto visual de la presencia y el peso ya justifica el latigazo en la minuta. Craso error, porque sacando la calculadora, el gramaje en onzas limpias –sin hueso ni grasa, como se tercia en la mayoría de los países menos en el nuestro- es posiblemente más barato que el correspondiente a kilos con osamenta y vestimenta.
En fin, aceptadas las teorías que hablan del complejo arte de preparar una buena chuleta, se pueden seguir unas reglas elementales para que la pieza resulte notable. La primera es que no existen los chollos. Lo bueno se paga y a qué precio. La segunda parece ecológica, pues se refiere al medio ambiente y consiste en dejar chambrear la carne durante unas horas fuera del frío para que se asiente y las vetas grasientas suden. La tercera regla es la más salada. El punto sápido es tan vital como el método de emparrillado. Mi receta es ésta: cortar parte de la grasa para que las gotas no caigan sobre el fuego y produzcan llama; cubrir la pieza con sal marina y poner en la parrilla con calor intenso unos dos o tres minutos por cara para que haga costra. Transcurridos, alejar del fuego y dejar terminar penetrando el calor. Limpiar de sal, trocear y servir. Luego, a seguir con los interrogantes o a contar más historias. ¿Son los bueyes una causa perdida, una reliquia? ¿Los ejemplares foráneos que llaman a la puerta calmarán nuestro apetito? Ante la duda recordemos aquellos tiempos en que los propietarios de tan imponentes animales los cuidaban como miembros más de la familia o los paseaban por el campo –o por los bulevares en carrozas triunfales- con el orgullo de quien poseía un tesoro que mostrar.