El apetito y el hambre
Una serie de artículos sin porvenir, mientras Sobremesa reanuda su publicación el próximamente, estaría incompleta y sería de un cinismo hiriente si no se mencionase el hambre entre los problemas que acucian al español de hoy. José Manuel Vilabella
España es un paraíso para la gente de dinero y una madre cruel para el que no lo tiene. La clase media en España se subdivide a su vez en múltiples segmentos mucho más complicados y menos simplistas que dividirlas en clase media alta, clase media media y clase media baja. Los sociólogos nos tienen acostumbrados a esa división general para explicar a groso modo lo que ocurre con la población en su conjunto. Debajo del último segmento de la clase media baja están los pobres, los pobres de pedir, los que nunca han levantado cabeza, los marginados y dejados de las manos de dios, del señor alcalde y del ministro del ramo. Están los pobres con sus múltiples divisiones. Los pobres de tradición, hijos de pobres y descendientes de pobres y los pobres vergonzantes que conocen la pobreza a una edad adulta, pobres con su bachiller terminado que saben bailar el vals, educados, que conocieron tiempos mejores, ancianas con pensiones ridículas cuyos maridos, al morirse, se llevaron la llave de la despensa. Los nuevos pobres en estos momentos están pasando hambre. El hambre que se había erradicado de nuestra patria ha vuelto con toda su ferocidad. Ha vuelto rabiosa como un perro rabioso. La última hambruna conocida por las personas de mi generación fue la de 1944. La postguerra fue cruel y la dictadura la hizo todavía más insufrible pero la palabra hambre que seguía en el lenguaje coloquial se aplicaba erróneamente. Cuando Carlitos García llegaba del colegio y le decía a su madre: “¡Mamá, dame la merienda que estoy muerto de hambre!”, empleaba la palabra equivocada. Carlitos García quería decir que tenía apetito porque el hambre, ay, es otra cosa. En la crisis de 2008 se detectaron bolsas de pobreza con niños mal alimentados. Ahí surgió la necesidad primero y después el hambre. Las cocinas económicas en esos años empezaron a tener entre sus clientes habituales a gentes con corbata que llevaban un libro debajo del brazo. Las clases medias bajas dieron un vuelco y se escurrieron hasta donde habitaban los pobres. Los embargos, la pérdida de empleo, la desdicha cada vez más generalizada convirtieron en pobres económicos a esos individuos que por su formación, conocimientos y recursos culturales habían nutrido la clase media más sólida y sobre la que se asientan las bases éticas, artísticas y estéticas de un país. La llegada galopante del coronavirus cuando todavía no habíamos acabado de levantar cabeza trastocó de un día para otro y colocó al mundo en una situación no conocida desde hace más de un siglo. Una experiencia que, por lejana y dolorosa, teníamos olvidada. La pandemia está pasando como un huracán inclemente, como una ventolera inmisericorde. No sabemos cuáles serán sus consecuencias, ni quién pagará las facturas. Pero sí sabemos que la consecuencia final y dolorosa será el hambre para muchos, la prosperidad para una minoría selecta y el resto seremos sobrevivientes aterrados, náufragos de nosotros mismos que temeremos por nosotros mismos o por nuestras familias. El hedonismo es una forma de comportarse ante la vida; buscar el placer y la exquisitez en el libro, la comida, el sexo, la conversación, el arte o el vino es algo lícito y no hace mal a nadie. Una dosis de frivolidad ante la solemnidad asnal que envuelve la mayoría de las veces el mundo serio es un contrapunto divertido que espero recuperemos lo más pronto posible. Mientras tanto el hedonismo tendrá que reinventarse para no ofender a los que sufren. Pero, por favor, no matemos el placer; no eliminemos de un plumazo a los esnobs, a los dandis, a los exquisitos, a los gourmets; que el bendito hedonismo solo se quede adormilado, en espera de tiempos mejores.
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