La culinaria navideña
José Manuel Vilabella
La culinaria navideña, tal vez porque es dulzona y está elaborada con un exceso de ternura, muere y caduca cada año. Lo que comemos con fruición y entusiasmo en el mes de diciembre se hace odioso en el mes de abril. Qué desastre. Vista a distancia la navidad es pesadita y excesiva, le sobra ternura estereotipada, diseño, tradición, rutina; tiene un discurso agotado y habría que volverla a proyectar, cambiarle el final, hacerla menos previsible. La navidad está pidiendo a gritos un aggiornamiento, una renovación, un maquillaje. Al niño que nace el 24 de diciembre lo matamos en abril; es un niño Jesús condenado a muerte, que sabemos que no durará. En esos tres meses que van del nacimiento a la crucifixión resumimos una vida de 33 años del hijo del carpintero bondadoso. Una vida misteriosa, con grandes lagunas. No sabemos nada de la adolescencia, de su primer amor, de sus pecados de juventud, de cuando le juró amor eterno a una señorita que se llamaba Margarita a la que olvidó y dejó plantada por una mujer hecha y derecha cuando la Magdalena, que tenía unas caderas ondulantes y un pecho ubérrimo, se cruzó en su camino. La novia despechada le miró con mala leche y le reprochó su proceder: ¿No decías que me querrías toda la vida?, le soltó la pobre mujer cuando lo vio de picos pardos.
Lo que comemos en navidad lo recordamos con desesperación por esos kilos de más. Hay que estar muy trastornado para atiborrarse de frutas escarchadas, ponerse ciego de higos y ser un entusiasta devorador de mortadela italiana con aires de grandeza. Quita, quita, le decimos a nuestra memoria cuando rememoramos los excesos navideños. Se huye de la navidad, del lugar del crimen, por razones que solo el corazón comprende. Las navidades se confunden en nuestra memoria porque todas parecen iguales. Las compras de última hora llegan a la mesa con urgencias ferroviarias para que nadie se percate de las variaciones del tiempo. La mesa es la misma pero los comensales han cambiado y siempre para peor. Estamos todos más viejos y más cojos. A Pablito le ha salido bigote, Andreíta ha perdido la virginidad y a Beltrán, el distinguido pedicuro algo afeminado, le alcanzó un ERE en el corazón y le dejó en plena calle con el estupor en su cara llena de granos. En navidad todos nos morimos un poco. Todos somos un niño Jesús algo patético, un niño Jesús comatoso, calvo y con flacideces de viejo.
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