Adiós, adiós gin - tonic
José Manuel Vilabella
Ayer les dije adiós a los destilados; mi hígado se quejó, lanzó un gruñido, miró un momento a mis pulmones y les bisbiseó contrito, simulando la voz rota de exfumador compulsivo: “Decírselo vosotros, que como sois gemelos os hará más caso” y el páncreas, que siempre está de mal talante, remachó la faena con un comentario desabrido: “Hemos ido a parar al cuerpo de un insensato. Qué cruz”. Los riñones, a los que el firmante llama Caín y Abel, lo dijeron a dúo con respeto reverencial: “Don José, tendría vuecencia que dejar el alcohol”. Me sentó mal su desvergüenza, refunfuñé, pregunté que a qué venía esa rebelión, esas exigencias extemporáneas. Mis órganos, excepto el estómago que funciona como un reloj, son unos desagradecidos. Hablan mal de mí a mis espaldas y aunque me hacen la pelotilla sé que piensan que soy un mal amo, que no hago deporte como el vecino del quinto y que me niego a llevar una vida de asceta, de santo varón. Alguno de mis mondongos amenazó con largarse de mi cuerpo serrano dando un portazo, con irse de trasplante, por ahí, a vivir por su cuenta en el cuerpo reconstruido de un joven bombero. Aspiran a ser inmortales. Qué bandarras.
En fin… he dejado de beber destilados y ahora solo me queda la cerveza y una copita al día de vino tinto. Me he convertido en un señor aburridísimo que ya no canta el Asturias patria querida con alegría y que no regresa a las tantas al domicilio conyugal haciendo eses. Cuando se lo comenté a la ginebra la pobre se echó a llorar. Perdió la dignidad, no estuvo a la altura. “Pero, ¿cómo?, me dices adiós y me echas de tu vida”. Gimoteó, se mesó los cabellos y siguió con sus reproches, con la eterna cantinela de la mujer celosa. “Lo sé, todo son disculpas, tú te largas con tus antiguos amigotes, con el dichoso whisky o con el anís, el coñac y el armañac; con esa pandilla de vejestorios, con esos desharrapados de mierda”. Las ginebras francesas son malhabladas y posesivas. El enebro se les sube a la cabeza y pierden las formas. Yo he sido un don Juan toda la vida. He vivido mucho y sé por experiencia que desprenderse de las amantes cuando la pasión se acaba es una liturgia dolorosa, un quehacer cruel e irremediable. Le dije adiós sin volver la cabeza pero todavía recuerdo sus reproches: “me dejas por la cerveza, por esa rubia de bote que además de fresca es una ligera de cascos, un putón verbenero”.
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