Retrato de familia
Muga, caminar sobre seguro
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La prudencia y un esfuerzo constante por dar a conocer sus marcas han sumado fuerzas para que Bodegas Muga afronte este periodo de crisis con cierta calma. El buen entendimiento de los miembros del equipo familiar ha jugado a favor de esta buena marcha del negocio. Juan Manuel Ruiz Casado
¿Dónde estarán los depósitos de acero inoxidable? Es la pregunta que se hacen quienes visitan Bodegas Muga por primera vez. Después de un rato caminando a través de las hermosas naves de elaboración y crianza, los reflejos metálicos que tanto se han identificado con la modernidad vinícola no aparecen. En cambio la presencia, las formas y los colores de la madera son dominantes. Toneles, barricas y bocoyes llenan las estancias forradas de piedra y dejan en el visitante que las observa una acabada impresión de solidez y continuidad. “Si nosotros nos dedicáramos a producir vinos jóvenes” –explica Isaac Muga, el patriarca de la familia– “es posible que nuestra bodega no tuviera más que acero inoxidable. Pero para los tintos de crianza es diferente. Seguimos apostando por elaborarlos en contacto con la madera. Yo siempre digo que esta forma de hacerlos garantiza que nuestros vinos tengan hecho el bachiller cuando empiezan el proceso de envejecimiento en barrica. Es una de nuestras marcas de identidad”.
Estamos en el Barrio de la Estación de Haro, el lugar del mundo que concentra mayor número de bodegas centenarias: CVNE, Bilbaínas, López de Heredia, Gómez Cruzado, La Rioja Alta… En esta última nacieron la madre y la tía de Isaac, a quien cariñosamente, y a pesar de sus setenta y dos años, todo el mundo llama Isacín. “Mi abuelo comenzó a trabajar en La Rioja Alta como primer elaborador en 1890, pero el que nos inculcó la obligación y la afición por el vino a mí y a mi hermano Manuel fue mi padre, y muchos años antes de que construyéramos la bodega en Haro. Recuerdo que, cuando salía del colegio, tenía que ir a repartir vino de casa en casa. Las garrafas pesaban lo suyo, la verdad, y yo me paraba a descansar y las apoyaba sobre las ventanas. Menos mi madre, que hacía la comida, el resto de la familia ayudaba en el negocio. Mi hermana Isabelita, ahí donde la ves, ha lavado muchas barricas”.
De un modesto negocio familiar abierto en 1932 en una calle del centro de Haro, a la fastuosa bodega del Barrio de la Estación construida a partir de la década de los sesenta. Del abuelo almacenista que compraba vinos hechos y se los vendía a los de Bilbao (“el domingo era el mejor día para las ventas”, asegura Isacín), a los nietos que elaboran sus propias marcas e invierten su tiempo dándolas a conocer a los tenderos de Suiza, de Manhattan, de Canadá, de China. Es la historia de Rioja, donde hasta hace pocos años el sector vinícola ha padecido el divorcio entre enología y viticultura, entre elaboradores y agricultores. También el divorcio entre estos y quienes se encargan de venderlos. “El primer enólogo titulado de la bodega” –confiesa Jorge Muga, hijo de Isacín (42 años) – “he sido yo, que nunca pensé en cursar estudios de enología. Primero estudié agricultura, que era una disciplina útil. Aquí había un señor trabajando con nosotros que no se cansaba de decir: ‘los vinos salen solos, sin enólogos de esos; seguro que viene uno a hacerlos y los estropea’. Hoy, claro, no lo entendemos así. La mentalidad ha cambiado mucho y yo me alegro de haber terminado enología”.
La modernidad que hoy representan los Muga se asienta sobre la capacidad de esta familia para reunir y entrelazar tareas secularmente disociadas. Los hijos de Isacín y de Manuel, fallecido hace seis años (su hermano asegura echarlo de menos todos los días, y lo dice con lágrimas en los ojos), cultivan sus viñas y hacen sus vinos (Jorge e Isaac, los hijos de Isacín) y también los venden preocupándose mucho de mejorar su imagen y de hacer marca (son las responsabilidades de los hijos de Manuel: Manu, Eduardo y Juan). No hay depósitos de acero en la bodega. Ni yernos, nueras o cuñados trabajando en ella. Por imposición del protocolo, solo los Muga tienen autorización a encargarse del negocio. “Si las cosas funcionan bien así, ¿para qué vamos a cambiarlas?” –se pregunta Isacín, con la sabiduría que a veces da la vejez. “Nosotros discutimos mucho por cualquier cosa. Mi hermano y yo siempre estábamos de pelea, pero luego nos íbamos a tomar vinos juntos. Fue mi padre quien nos transmitió que la bodega tenía que ser solo tarea de los Muga. Y a la familia, de vez en cuando, la invitamos a comer”.
¿Qué crisis?
Un puñado de razones explica que hoy Muga sea una excepción en la difícil coyuntura económica del sector vitivinícola. Entre los motivos de la buena marcha de la empresa, que los miembros de la familia reconocen sin alardes pero sin falsas posiciones de modestia, destaca el celo que se ha venido aplicando en la elaboración de los vinos, a lo que hay que sumar una determinación firme a la hora de rechazar ideas y propuestas que implicaran un posible desdoro en la imagen de la casa. Los Muga han caminado sobre seguro. Las demencias del sector durante la época de las vacas gordas no han hecho carrera con ellos. Ni se han vuelto locos confundiendo la actividad vinícola con la arquitectura en tiempos de los faraones, ni se han creído que la globalización los facultaba para hacer vino en cualquier parte del mundo. “Hemos tenido muchas ofertas” –explica Manu, el mayor de los primos (tiene 46 años) y, solo en apariencia, el más serio de los cinco– “pero ninguna nos ha ganado. Podíamos haber invertido en la Ribera, en Toro, o atrevernos a cruzar el charco y comprar viñedos en Chile o en Argentina. Hemos preferido afianzar lo nuestro, darle coherencia y desarrollo a lo que construyeron mi padre y mi tío, y sobre todo crear una red de distribución sólida y cuanto más grande mejor en el mercado internacional. Hacernos fuertes allí donde flaqueábamos”.
Mientras otros contrataban a decoradores de interior y discutían con ellos el color del suelo que querían para su nueva bodega, los Muga han ido comprando viñedo con criterios de proximidad, sin salirse del valle en el que la familia lleva trajinando seguramente desde el siglo XVII. Hoy son dueños de unas doscientas cincuenta hectáreas, que solo alcanzan a cubrir la mitad de sus necesidades de producción. Muchas de estas uvas de viñedos propios, todavía demasiado jóvenes, se venden a granel. Al mismo tiempo, siguen comprando a viticultores de confianza, y pagando algunos años muy por encima de la media por kilo en la región. Sin uvas de calidad, no puede haber vinos que se precien, ni es posible generar ninguna imagen cualitativa con pretensiones de credibilidad.
Conviene resaltar que en la base del catálogo de la bodega, en el primer escalón, encontramos un vino –Muga crianza– cuyo precio está entre los trece y los catorce euros en las tiendas especializadas. Este tinto destaca de manera particular por su regularidad. Los años difíciles, a él van destinadas las mejores uvas recolectadas porque sus hermanos mayores (Selección Especial, Torre Muga, Prado Enea, Aro) no se elaboran, como sucedió en 2007 y 2008. Este lujo, que expresa bien la perspectiva a largo plazo con la que se mira el vino en esta parte del cogollo de la Estación de Haro, pueden permitírselo muy pocas bodegas del mundo.
Ha habido años en los que las ventas a granel se han acercado al millón de litros de vino, porque la calidad de este no permitía hacer una elaboración de acuerdo con los niveles exigentes de la casa. Cualquier obstáculo susceptible de provocar un resbalón –cualquier propuesta tentadora que supusiera un riesgo– ha sido despreciado por la familia. “Mucha gente” –se sincera Juan Muga– “se extraña de que no hayamos creado una segunda marca por debajo del crianza, considerando que tenemos margen para hacerlo y que con ello podría incrementarse nuestro volumen de ventas. Pero nosotros no queremos vender más. Lo que queremos es vender mejor, que es muy distinto”.
El vino son kilómetros
Es posible que la principal inversión de Muga durante las dos últimas décadas, adquisición de viñedos aparte, haya consistido en la suma de habitaciones de hotel y billetes de avión. Ahora no hay bodega con intención de perdurar –de llegar al mes que viene, podría decirse– que no destine una partida de su presupuesto anual a invertir en la conquista de mercados internacionales. Pero hace años, cuando en España se vendía bien y las perspectivas de crecimiento eran incuestionables (un presidente del gobierno llegó a asegurar que teníamos uno de los sistemas financieros más sólidos del mundo), las cosas fueron distintas. ¿Quién dejaba de ganar dinero contante y sonante vendiendo vinos en Madrid, Barcelona o Bilbao, para intentar abrir hueco en USA, en Inglaterra, en China? ¿Por qué preocuparse por pasado mañana cuando los cielos de hoy no pueden ser más felices y luminosos? Muga lo hizo. Muchos restaurantes españoles pedían el tinto crianza y se quedaban sin abastecer, o debían conformarse con una cantidad por debajo de sus peticiones, porque buena parte del vino se mandaba fuera, obligándolo de esta manera a moverse por otros territorios, a hablar otras lenguas y a adaptarse a otras costumbres y pautas de consumo. Pero la semilla de esta querencia internacional no nació de pronto.
El origen del tinto Torre Muga, por ejemplo, se produjo gracias a esta mirada hacia el exterior que durante los años ochenta no fue precisamente lo más habitual en La Rioja. Jorge Muga, el enólogo de la casa, nos recuerda que a su tío Manuel solían llamarlo el “afrancesado”, debido a su gran conocimiento de los vinos de este país. Allí iban Isacín y él siempre que podían, con los ojos bien abiertos y muchas ganas de aprender. “Con algunas cosas que se hacían en las bodegas de Burdeos” –dice Isacín– “quedábamos muy sorprendidos. Recuerdo que nos admiraban las condiciones en las que esos vinos hacían la maloláctica y sentíamos envidia. Fíjate, ahora son mis hijos y mis sobrinos los que disponen de los mejores medios para los procesos de elaboración. Algunos de nuestros vinos hacen la maloláctica en barricas nuevas. Pero antes era más difícil. La caja de los dineros estaba vacía”.
Fue de regreso de uno de estos viajes cuando surgió la idea de hacer un vino de corte internacional para lo que se llevaba entonces, con más fruta y más cuerpo, y siguiendo vagamente modelos bordeleses que funcionaban bien en el mercado internacional. El experimento echó a andar recién inaugurada la década de los noventa y se llamó Torre Muga. Con él, y con permiso de Riscal (Barón de Chirel) y de algún otro espontáneo como Cosme Palacio y Hermanos, comenzó la modernidad en Rioja. La chispa prendió rápido y los enólogos mejor preparados encontraron un espléndido filón de expresividad en el nuevo estilo. Claro que elaborar vinos, por muy bien hechos que estén, no significa que vayan a venderse. El hijo mayor de Manuel, Manu, después de trabajar en una empresa de seguros en Francia, se incorporó a la bodega para ayudar a su padre en las difíciles tareas de la exportación. Corría el año 94 y Muga vendía entre un cinco y un 10% fuera de España. Hoy vende el 50% de su producción en un total de cincuenta y dos países, sin los cuales sería imposible entender la solvencia económica de la bodega, en un momento en el que hasta las marcas de mayor prestigio están empezando a sufrir. En Estados Unidos, donde, como la propia familia reconoce, el trabajo del importador Jorge Ordóñez ha sido excepcional a la hora de distribuir los vinos, Muga es sinónimo de garantía, de fiabilidad.
“Es posible que la crisis nos esté enseñando a movernos porque, hasta hace nada, aquí hemos sido simples repartidores de vino”, explica Juan Muga. “Para empezar, lo que muchos están aprendiendo es que vender en el extranjero no es fácil. Mi familia lleva haciéndolo treinta años y esto se nota. Hay que ir por Manhattan arrastrando un maletín lleno de vinos y verse en un día veinte clientes. Darles a probar el vino, explicarles todo muy bien y así uno detrás de otro. Puerta a puerta. La comercialización exige sacrificio y, con suerte, al cabo del tiempo te da sus frutos. ¿Qué está ocurriendo ahora? Que los tenderos están valorando la constancia de quienes los han visitado una y otra vez, comprando marcas que les ofrecen garantías. Para vender vinos no hay más remedio que vivir en el mundo”.


