Los gustos y los caminos
Caramelo

Nadie pareció llorar en Traslasierra la muerte de Crescencio Lumbrales Carrión el día que su cuerpo apareció colgado de una soga en el roble gordo de la umbría de la Garganta del Lobo. César Serrano
Sí parecieron sonar a muerte las esquilas de sus 23 cabras y sí parecía consumirse en un gemido ahogado y largo, bajo los pies del ya cadáver, su perro Culebro mientras los ayudantes del juez y de la forense bajaban el cuerpo de Crescencio de la poderosa rama del roble del que colgaba balanceándose hasta ese momento como un enorme y macabro péndulo en medio de la fría ventisca que hacía silbar el helechal ya ocre de la gélida umbría. Allí, como un fardo, quedó tendido con el rostro y el surco de la horcadura amoratados.
A Crescencio Lumbrales Carrión no se le conocían amigos. Nadie en Traslasierra decía tener parentesco alguno con el cabrero de la umbría y nadie decía conocerle palabra alguna. Cuentan que a veces las madres de Traslasierra amenazaban a sus infantes con la llegada del cabrero: “Niño, que viene el cabrero de la umbría”, y entonces los niños acudían a buscar refugio al abrazo de la madre. Crescencio vestía ese día del ahorcamiento ropajes consumidos por el tiempo, y que siempre dieron a los niños un miedo tenebroso. Sí, su vestimenta ese día era un pantalón y chaqueta de pana de color negro, una muda, una camisa de lienzo blanco, un jersey de un color indefinido tejido con lana de oveja y un sombrero de fieltro pringoso por el sudor.
Tras el levantamiento del cadáver y éste ser cargado sobre una mula, la comitiva de la Justicia se encaminó al chiquero en el que Crescencio convivía junto a sus 23 cabras y su perro Culebro. Olía a montuno y a humo en aquel chivero donde el agua se colaba entre las pardas pizarras. En un rincón aún humeaban un par de leños de roble sobre los que pendían unas llares que sujetaban un caldero con un ya reseco ajo cano. Sobre la pared, un papel de estraza en el que podían apreciarse unos trazos de escritura: “Señor Juez, nadie me colgó del roble, fue mi congoja tras haber dado muerte a mi Caramelo, una chivarra mocha por la que sentía cosas muy fuertes entre mis tripas. La maté, señor juez, como maté también al macho que la montó. Sí, señor juez, era mía la Caramelo, era mía. Ha sido la congoja, solo la congoja la que me llevó hasta el roble”. Un ayudante del juez introdujo en una cartera negra el papel de estraza con aquella siniestra escritura mientras que a alguien de la comitiva se le pudo escuchar decir “canalla, hijo de culebra bastarda”.
Ajo Cano
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