Euforia sostenida
Diego Guerrero, la verdad sin disfraces del chef del año
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En plena cresta. En ebullición permanente. Diego Guerrero orquesta una sinfonía magistral e imprevisible dentro de los muros vistos de DSTAgE, ya ineludible para todo gourmand. La segunda estrella Michelin corrobora su sueño febril. Javier Vicente Caballero. Imágenes: Álvaro Fernández Prieto
Sostenía Paco Umbral que lo peliagudo es ser sublime con continuidad. Antes o después a los genios se les arrima en confortable sofá de escai el vacío, la pereza o el desencanto, que deslizan parsimoniosamente hacia la rutina y el ocre, el más mediocre de los colores según Gómez de la Serna. Éxito, éxtasis, excelencia... ¿Cuánto resisten hasta evaporarse? ¿Cómo se sostiene un sueño para que sea embriagador y, a la vez, rentable en la cuenta del banco? Por su propia condición, la euforia creativa apareja brevedad e inconsistencia, mirándose en un río narcisista y complaciente que la corriente –¿verdad, Hipócrates?– no tarda en arrastrar. No obstante, solo de cuando en cuando, aparecen rebeldes. Tozudos como mulas. Ciegos cual fundamentos. Y abren un agujero para que veamos al otro lado de la tapia, para que no nos bajemos del tiovivo.
Contraviniendo todo ciclo, Diego Guerrero (Vitoria, Álava, 1975) está fijando una ensoñación permanente sobre la grupa de un presente continuo. Con naturalidad y sin imposturas. Estructurando la improvisación bajo el rigor. Así le fluye. Él cocina, instrumenta. Los demás, torpes reporteros y entregados clientes, añadimos pizcas de nuestra percepción ante el prodigio. Hay presentación donde, sin embargo, todo es nudo. Quién sabe cuándo y cuál será el desenlace. Qué importa.
En gerundio
Parapetado en un magistral dominio de los tiempos y las sensaciones, como si derritiera sirope e inflamara espumas sobre los relojes de Dalí, Guerrero no se cuestiona pretéritos que fueron (im)perfectos. Tampoco repara en su esplendoroso hoy ni en los horizontes llenos de magníficas incertidumbres que se le vienen encima. Vive, cabalga, goza en gerundio. Creando. Cocinando. Compartiendo. Creciendo. Si definimos la emoción pura como el desmayo de la razón en la marmita de la magia, lo que logra el chef vasco es despeñarse en un sortilegio sin fin y arrastrar consigo a sus 32 trabajadores y 35 clientes por servicio que esperan hasta cuatro meses para poder sentarse en su patio de butacas. Y lo consigue con la naturalidad del que va a la oficina. Ni pionero ni visionario ni zarandajas... Le trae al fresco la segunda reciente estrella Michelin. ¿Hipocresía? Reparar en premios supondría gripar la maquinaria del arrebato, la sugestión y el esfuerzo. Porque Guerrero no se relame en el espejo de su talento ni guarda energías. Desde que abrió. Adelante, ahora, a tope. Metas que son senderos. A devorar otra jornada gloriosa. Con los Rolling Stones arrullando mientras marchan sus irrepetibles Raviolis de alubias de Tolosa en infusión de berza. O se emulsiona una bossa nova en fogones mientras se filtra desde el Spotify proteína de pulpo. Audacia es que Jenny and The Mexicats canten en pleno frenesí de servicio que a Ella no le gusta trabajar o que el Thriller de Michael Jackson se transfigure en un tremendo pichón con sichuán waffle y escolta de panchitos chinos. ¿Quién se atreve?
Ojo. Todo es equilibrio, tersura y rotundidad en esta brillante cocina de autor. Nada de ruido. Enfrascado en máxima intensidad sin grandilocuencias escénicas ni pastiches, el chef galvaniza una sinfonía global neoindustrial de sabores purísimos, de aquí y de acullá (Tailandia, México, Australia o un proveedor sin exotismo), en la que él y su equipo conforman el auténtico kilómetro cero y donde el único objetivo es caer en la cuenta –tras un crispy pork burn rebautizado como Pepe, o un tuétano de ciervo bajo navajas escabechadas– que todos en esta función estamos gozosamente vivos. Desde que uno despacha un boquerón presumido en el bar o unos camarones en roca de sal en la piedra de la cocina, la alegría palpita y chapotea en la concentración en el trabajo y en la capacidad de transmitirla a una audiencia que viene a pasárselo rematadamente bien. Ahí brota el embrujo con el que el cocinero ha impregnado todos y cada uno de los ladrillos vistos de DSTAgE. La trama sigue devanándose desde que abrió “esta casa, un lugar al que le gente viene a olvidarse que está en un restaurante”, como le gusta definir a su templo rojizo, el 1 de julio de 2014. Cuando se franquea las puertas de esta particular Shangri-La, se pone en danza la mística de lo intangible, pero también de lo cotidiano, de lo supernormal. Onirismo razonado que no cesa. Que viaja en bucle y es sostenido, pero, sin embargo, siempre esconde sorpresa intacta y refrescada. Sueños para no dormirse en los laureles. Guerrero atemporal. Y nuevo. Sintetizado. “La búsqueda de la esencia labra nuestro propio camino, decir mucho con poco. Y sí, estamos en nuestro mejor momento ahora, pero espero no decir esto dentro de un año, porque significará que hemos ido para atrás. Hemos dado un salto muy grande en cuanto a concepto, a madurez, a pensamiento, a cocina. Nos hemos preguntado qué hemos hecho, por qué lo hemos hecho y qué repercusión ha tenido lo que sale de nuestro pequeño mundo. Hemos llegado a un punto, no al final de nada”, arguye.
Local parlante
Ese punto tuvo una inflexión –o una torsión– hace ya casi cinco años cuando Guerrero se puso a mirar locales para contener su obra. Tenía el deseo de una cocina abierta, franca, que acogiera y arropara lo que él denomina “los intangibles”, donde la clientela percibiera el confort de un hogar pero con el desenfado de un garaje grunge. Vio y remiró. Nada le convencía. Hasta que se topó con un espacio en la calle Regueros, barrio de Chueca-Justicia, ventrículo de Madrid. Y el local le habló como en una película de Frank Capra. Desde entonces, tras pegarse con bancos, apilar ahorros y bautizar la sala con un acrónimo en inglés –que viene a decir días para (days to) oler (smell), probar (taste), asombrarse (amaze), crecer (grow) y disfrutar (enjoy)– paladea un éxito que, sin embargo, es la continuación de otros tragos, algunos amargos, todos imprescindibles. Las estadías en Berasategui, Manolo de la Osa y Goizeko Kabi, el ascenso a jefe de cocina en El Refor de Amurrio (y su huerta) con solo 23 años, la consecución de dos estrellas Michelin (en 2007 la primera, dos en 2011) en el distinguido Club Allard... El Club fue sacrificio, recompensa, lucha, reconocimiento, decepción, amigos. “Muchos trabajan ahora conmigo”. “Mi pasado es necesario para comprender el presente y entender el futuro. Lo veo con satisfacción, cariño y esfuerzo. El protocolo, lo estándar para mi generación era hacer prácticas en los mejores sitios (Juan Mari, Pedro, Ferran). Hubiera querido estar en ellos, pero dije que no. A partir de ahí, no es que me convirtiera en autodidacta, sino que me obligó a crear y desarrollar un lenguaje propio. Y para eso, no hay atajos”.
Aquel crío que dibujaba historietas, fantaseaba con sus Click de Famobil –“solo, en mi mundo”– y no olvida su raíz humeante y cálida de amas y amonas, hoy ha logrado un hito aspiracional sin pretenderlo: que DSTAgE sea una escala ineludible en la ruta de los grandes templos culinarios. Quien por sus mesas pasa, añade una muesca en su haber como pocos santuarios de la cocina han conseguido en este país. Ocurre desde el primer día de apertura. Y sin estrellas Michelin mediante. Diego se atusa esa cabellera (del guitarrista de rock que también es) para sacudirse todo vaticinio presuntuoso. “No imaginábamos que iba a pasar todo esto. Es una consecuencia. Sí, claro, notamos la repercusión que viene de fuera, pero no podemos controlar la percepción de un tío de Nueva York o de Valencia cuando pasa por esa puerta y luego se marcha. Lo que nos toca es gestionar el éxito y esas expectativas. Nuestro concepto es diferente, basado en la cercanía y en un cúmulo de individualidades; en la verdad, en no esconder ni disfrazar nada. Ni aderezarlo demasiado ni hacerlo muy barroco, sino desnudarlo para llegar la esencia”. La verdad de su Merluza al natural con angula, de su Corazón de buey y frambuesa (este tomate no apto para encías delicadas, ¡exquisito y polar!) o incluso de su humilde pan de quinoa, masa madre y fermentación fría, avalan su argumentación.
Desde que aparece con su Vespa por el restaurante a eso de las 10 de la mañana y despacha la siempre farragosa burocracia, Diego va soltando infinito hilo de Aracne que ha puesto en marcha una rueca de modernísima gastronomía. “A nivel de cocina, empiezas a aprender en un sitio concreto, con historia y con contextos culturales, con connotaciones, memorias y referentes gustativos. Son unos parámetros donde tú te mides. Vas viajando, vas viendo mundo, te vas haciendo mayor... Y se te crean tus dudas. ¿Qué está rico y qué no lo está? ¿Qué textura es agradable? Depende. Se te rompen los esquemas. Es un proceso, un aprendizaje donde has de contar la historia a tu manera. La persona alcanza la felicidad cuando está dispuesta a ser quien es”. Y lo dice él, que le han llamado el rey del trampantojo y le han llovido mil etiquetas por huevos poché con cacao, coco, mango y bronce comestible que se zampaban de postre...
De importación
Viajero impenitente (también de travesías en el desierto y soledades), trotamundos del sabor y la calidez humana, acaba de llegar de Centroamérica. Ya trae en la maleta aportaciones puestas en común con unos amigos de Taiwán que viven en Costa Rica: un plato oriental basado en el chawanmushi, sopa cuajada con huevo y dashi. También anda con dos libros sobre fermentación (y con su Irreductible, de Montagud Editores, aún fresco). El laboratorio de su cerebro no descansa. Asegura que se comería a cucharadas la mutación del agua natural gelatinosa (y proteínica) que resultara de un plato de pulpo. Podría devenir en una cuajada, un yogurt, sin lácteos ni gelificantes. Todo llegará... “Tratamos de que en DSTAgE la gente se mueva de la silla sin moverse de la silla. Estuve en 15 países el año pasado y tengo que contarte eso en los platos. Juego a contarte una historia de verdad”.
Pero Guerrero miente. Desde el principio. Dijo que iba a hacer un menú corto de 10 platos y uno largo de 14, y al final, a petición del soberano público, el corto se cifra en 12, y el largo 17, con uno intermedio de 14 que incluso a veces trae propina. En ocho meses ha elaborado más de 80 nuevos platos. Pese a comportarse con sincera humildad y mesura, reconoce que sin ego ni vanidad ni hay representación ni aparece el talento. “¿Que si soy coqueto? ¡Claro que sí!, más nos vale, porque viene gente a vernos todos los días y yo necesito del halago en la medida de que el cliente flipe, porque si no lo hace, algo estamos ejecutando mal. Eso es responsabilidad. El éxito no te deja disfrutar de él; solo te demanda más éxito”. La zoología jura que el tiburón nunca para de nadar para que siga fluyendo el oxígeno por sus branquias. Federico Fellini lo dijo bien clarito. “No hay final. No hay principio. Es solo la infinita pasión de la vida”.
DSTAgE en chino
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