Curare

A Marta Julián Antúnez nunca en Picote de Traslasierra se le escuchó palabra alguna, tampoco nadie la vio reír. Marta Julián Antúnez tenía carita de ángel pese a que en su mirada parecía tener cicatrices. César Serrano
Llegó a Picote hacía ya más de 10 años, de la mano de Dionisio Cepeda Alonso. Venía de un país que a la gente le resultaba casi imposible situar en los mapas. Tampoco en la boda se le escuchó pronunciar el “sí, quiero”, tan solo un ligero movimiento de cabeza confirmaba que se entregaba a aquel hombre que la había arrancado de sus paisajes, del padre, de la madre, de la hermana chica, también del misterio que guardaba su madre en la tripa. Fue camino hacia el aeropuerto de la capital cuando Marta Julián Antúnez se quedó sin palabras. El viaje desde las profundidades selváticas fue largo: los primeros tres días en canoa río abajo, después, desde una pequeña y caótica ciudad fluvial, en un auto viejo y ruidoso, otros tres días.
En un hotelucho que miraba al río fue cuando sintió las manos de aquel hombre sobre su piel. Sentía ganas de llorar pero ya no tenía lágrimas. Fue en ese desvarío de dolor y ausencias, cuando Dionisio Cepeda Alonso la empujó sobre el camastro mugriento y la poseyó. Le robó las palabras. Fue ahí donde el espanto llenó de cicatrices su mirada aún de niña. Después vendría un largo viaje a través del aire. Atrás quedaba el sonido de los guacamayos en los lamederos de arcilla; también atrás, el grito penetrante de los monos aulladores y la lluvia. Tras horas de viaje una voz anuncia que el vuelo acaba de entrar en el espacio aéreo español y que en una hora se prevé tomar tierra. Ya con el avión sobrevolando la urbe pegó su carita de ángel a la ventanilla y se sorprendió de aquel océano de luces y destellos. Después, un auto, más cansancio, Picote, Picote de Traslasierra, una casa de piedra y cal, una cama y una nueva usurpación de su dignidad, un sacerdote preguntándole por sus pecados, un vestido blanco, unas rosas, también blancas, música en las calles y danzas…
Tras una noche de dolor infinito llegó la amanecida que sin saber por qué le trajo una sonrisa. Acudió a la cocina y preparó un chocolate denso y amargo elaborado con un cacao traído desde su añorada Guayas. Ya en la alcoba, de un vestido de hermosos colores arrancó uno de sus abalorios de tagua, le quitó un diminuto tapón e introdujo a través del pequeño orificio un alfiler de latón. Lo extrajo impregnado de un líquido oscuro y denso. Se acercó al lecho donde yacía aún el monstruo y le invitó a beber y a mojar una tiernísima bolluela en el chocolate mientras le clavaba el alfiler emponzoñado de curare en el cuello.
Bolluelas
Ingredientes
Elaboración
|
|
SOBREMESA no comparte necesariamente las opiniones vertidas o firmadas por sus colaboradores.



