Tesoros de la tierra
Setas en la cocina, a caballo entre la magia y el respeto

Juran los micólogos que para extraer su excelsa aptitud culinaria se exige mínima intervención del chef. Y resulta crucial conocer su trazabilidad para evitar sustos y poder disfrutar con estas hadas del bosque que surgen por azar. Javier Vicente Caballero. Imágenes: Álvaro Fernández Prieto
No la toques más que así es la seta, se diría hurtando imagen y verso a Neruda. Porque a estas misteriosas huéspedes del bosque y el monte, tan escondidas y aleatorias como una rifa, lo que mayoritariamente hay que hacerlas es “dejarlas en paz: así me justificaba un cliente que viniera tanto a mi casa a comerlas. Gozan de buen momento. Las setas son anárquicas. También mágicas”. Lo arguye la cocinera soriana María Luisa Banzo, brazo armado de la militancia micológica más fundamental y ortodoxa, genuina valedora de la vocación setera en la alacena. Desde el restaurante que lleva su nombre –esa Cocina de María Luisa de raíz y tradición en plena milla de oro de la gastronomía madrileña, calle Jorge Juan– se ha erigido en una de las más firmes defensoras, custodias y fervientes activistas de la cocina de setas. Y que no piense el lector que por abrazar la primavera y su floración se dé por zanjada la temporada y se clausuren los fogones para los manjares fúngicos. Hay vida y platos más allá del otoño. Claro que la época propicia devino con la caída de la hoja, los ocres y los paseos melancólicos. Pero, ¿quién dijo tristeza con estos hongos que son joyas culinarias diseminadas por las ninfas, alhajas ensartadas aquí y allá por algún duende epicúreo que nos invita a buscarlas pertrechados con navaja, cesta, cepillo, botas y chubasquero?
Mortales, salvadoras...
Como por ensalmo y sin reglas botánicas que valgan, Boletus edulis, lactarius deliciosis, amanita caesarea o tuber nigrum –entre otras 400 setas comestibles en la Península Ibérica– siguen brotando donde se les antoja en pinares, hayedos y sabinares. Así ha sido siempre. Y a través de las centurias, y en cribado accidental, los hongos se han llevado muchas curiosas vidas por delante, salvando muchas más gracias a antibióticos y purificando el alma humana por medio de su acción en vinos, quesos y otras sagradas fermentaciones. Por algo el gran Carlos Linneo en su Systema Naturae quiso apartar a las setas del mundo vegetal y animal para encasillarlas en un poético “Reino del Caos”. Salen cuando quieren y donde les da la real gana. Las hay con forma de maza, falo, espátula, huso, coral y hasta coliflor. Algunas carecen de peana y otras usan sombrero. Unas hieden; muy pocas perfuman. La arqueología de esto del comer nos fundamenta que en la Edad de Piedra ya se daban cuenta de ciertos boletus y de Fistulinas hepáticas (hoy llamados hongo bistec o lengua de buey) durante la civilización lacustre del Neolítico. Andando el tiempo, a los arios les parecía que la Amanita muscaria les daba billete para burlar el destino mortal que aguarda. Y qué decir de la conexión sideral de los aztecas con el más allá y las puertas más recónditas de la percepción tras ingerir ciertos hongos alucinógenos como el teonanacatl. Muchos compadres pensaban que mordían al mismito Dios...
En ambientes más terrenales, hay que recolectar cualquier seta cuando alcance su tamaño medio, y siempre sin remover el suelo. Huellas del sulfuroso Belcebú para los más esotéricos, exigen protocolo y suma cautela para no abrir las puertas del hospital. O directamente del averno. Por eso algunas se llaman setas engañosas (o pérfidas), hongos de satán o brujas, en una retahíla infinita que invoca un akelarre. “Sigue habiendo un gran desconocimiento. Y si tienes miedo no comas setas. Vas a tener un corte de digestión y se lo vas a achacar a ellas, cuando seguro que es pura sugestión, somatización”, recuerda Banzo, quien arrancó su trayectoria hostelera en una casona familiar con el restaurante El Maño (Navaleno, Soria, allí nació) y luego se escoró hacia la política. Aquellos derroteros ya pasaron... Ahora opta por el magisterio y la autoridad que le dan los años con el mandil puesto, con todas las enseñanzas y recetas de su madre como partitura profesional. Y con las setas como colorista polifonía en una cocina de memoria y sustrato. “Debería haber una lonja de hongos y trufas. Y hacer didáctica, que falta hace. Hay que airear todas sus propiedades”, lamenta.
Trazabilidad como ley
Tras la llegada del setero de confianza (que husmea Quintanar de la Sierra, en Burgos, comarca de Pinares, en Soria, Arribes del Duero, Puebla de Sanabria...), Banzo lava cada seta de un modo distinto. La colmenilla solo la hace fresca, nada de liofilizada. Los boletus y trufas puede congelarlos para tener provisiones a lo largo del año. “La trazabilidad es lo más importante. Comprar bien, saber a quién... ¿Traerlas de Japón? Como que no. Los chefs, si proceden de sitios donde hay, suelen tener conocimiento, pero también oigo barbaridades. No es un producto para tratar a lo loco. Me he encontrado fruterías que venden macrolepiota procera con un diámetro menor a 14 cm, y se pueden confundir por culpa de ese tamaño menor con una amanita faloides, que no es comestible. Gente del norte de Europa que hace purés, emsulsiones, espesantes en frío, infusiones... ¡Eso es malísimo! Somos cocineros, no químicos ni físicos. Usamos instrumental de alquimista cuando debemos recurrir a cazos, sartenes y sentido común. Por ejemplo, la colmenilla suele salir en un lugar del monte que se ha quemado, así que puede arrastrar algún componente tóxico. Yo la cuezo hasta tres veces”, indica. Las prepara con foie o mousse de foie. Placer mayúsculo. En cocina las setas de María Luisa son pura tersura, como si te echaras a la boca una porcentaje de bosque, de umbría, de neblina que no viene de esferificaciones, sino de mañanas gélidas, níveas y sigilosas. La intervención de la chef es mínima. Sutil. Crucial. Llegó a orquestar un menú de 14 pases. Todo setas. Hoy no faltan en su actual carta los nícalos (sin ese) de su querido Navaleno; la seta de cardo, tan sabrosa; un boletus pinícola que sería urbanización para cientos de gnomos y que trae un eco del mejor solomillo; como caricias yacen las senderillas, y la gula de monte con yema habla de franca cocina, sensata; en la sopa de trufa de invierno se sumerge todo el sabor telúrico del campo, de manantial profundo. Sidonie-Gabrielle Colette, novelista y hasta cabaretera francesa autora de Gigi, sirvió como inspiración para este plato. Husmeando entre viejas recetas María Luisa averiguó que la escandalosa artista no podía vivir sin su elixir vigorizante de trufa, que elaboraba cocida, con 70 gramos de sal, pimienta blanca y un suspiro de coñac. Para maridar, champán del caro... Voilá. Un sortilegio.
Trufas y alta cocina
Ajena a temporadas, la trufa (negra invernal o blanca del Piamonte) es la única inquilina fiel de los restaurantes con luminarias de la Guía Michelin. Cada octubre se celebra el Congreso Internacional de Micología en Soria, una cita especializada en esta materia y que convierte a la ciudad castellano-leonesa en la capital mundial de las setas. En el acontecimiento grandes nombres de acá y de allá trastean con tan telúrica materia prima. El entusiasmo parece durar lo que duran las jornadas, a tenor de lo que objeta María Luisa. “Resulta una pena que los grandes chefs de este país no le den en la alta cocina el tratamiento y el lugar que se merece. Creo que es uno de los productos más glamurosos del mercado. El problema es que las silvestres están denostada por las setas de cultivo, de las cuales reniego por principios. En mi opinión, los champiñones agrapius macroesporicus son la mejor guarnición del mundo, insuperables”, razona la soriana, quien ganó la Seta de Oro en 2015. Este galardón lo otorga la Asociación Soriana de Hostelería y Turismo, ASOHTUR, para honrar y reconocer la trayectoria de aquellos que se hayan significado, desde su atalaya profesional, en los ámbitos de la gastronomía, la micología y la proyección de su turismo.
Proteínica, baja en calorías, la seta mueve una cosecha de unos 20 millones de euros anuales. Todavía hay furtivos que tiran los precios. La tarifa de las ricas variedades silvestres “depende de lo que quiera el astro”, según Banzo, de lo que salga en temporada, ley de oferta y demanda. Por eso la eclosión de esas setas de criadero, sin sabor ni alma. Por los nícalos se pagan unos 20 euros kilo; por el boletus, alrededor de los 30; la seta de cardo se mueve en la orla de los 22 y la senderilla, de los 12; la amanita cesarea se puede ir hasta los 35. “Son precios de mercado puro y duro, con clientela fiel. Tengo muchos clientes rusos, les apasionan las setas. Forman parte de su manera de ser quizá en recuerdo de lo que han comido en época de escasez”, recuerda Banzo. Pese a lo temerario de predecir cómo será la temporada (o si sobrevendrán cataclismos o hambrunas), aprovechen este 2020. Y trátenlas con respeto para que aflore la magia. Lo jura el dicho. Año bisiesto, cosecha en el cesto.
Mitos y consejos
Primera recomendación para recolectores o consumidores noveles: con las setas es mejor no hacerse el valiente ni aventurar bocado sin certeza absoluta. Antes que nada, refrendar botánicamente en qué especie catalogar cada hallazgo. Y olvidarse de liturgias que son pura patraña. Históricamente, para distinguir las comestibles de las ponzoñosas, se freían las setas en sartén acompañadas de moneda de plata. Si el pecunio ennegrecía, el hongo era tóxico o directamente venenoso. Falso cual duro sevillano. Los expertos aconsejan más reglas generales: rechazar las especies de los géneros Russula y Lactarius que den sabor agrio o picante, los boletus de carne amarga, y no comer cruda ninguna especie de este género que tenga rojizos los poros y el pie; con las Amanitas, sumo cuidado: desechar las de volva blanca que no tengan amarillas sus láminas, anillo y pie. Palabrita de Roberto Lotina en sus Mil Setas Ibéricas, una auténtica biblia micológica.