Cosas de mi cuñado
En esta página no se practica la pelotilla a la culinaria de vanguardia. El autor partidario de la cocina popular y aficionado al menú, es entusiasta del restaurante y poco dado a repartir lisonjas entre los aristócratas de la cocina. José Manuel Vilabella
Hay que medir las palabras para que no se desmanden los adjetivos. Evitemos, please, decir mágico, genial, único y, puestos a ser descuidados y anarquizantes, no salvemos las dichosas redundancias; a las redundancias que les den; tan solo evitémoslas porque son malas compañías. Díganme, por favor, por qué el hecho esplendoroso de comer se está rodeando de tanto intermediario pelma, de tanto asesor cursi, de tanto esnob amanerado, de tanto dandi de pacotilla. Lo dejó dicho doña Concepción: “Odiemos al delito y compadezcamos al delincuente”. Los delitos son la mala cocina, el hambre del prójimo, la desdicha honda de los pobres vergonzantes que salen por la noche con la corbata puesta a ver qué pillan en la basura y los pobres de siempre, pero, ahora, más pobres que nunca; pobres sin remisión, para toda la vida. ¿Y los delincuentes? ¿Quiénes son/somos los delincuentes? El arriba firmante levanta el dedo y confiesa su delito, se declara culpable de ser un hedonista en los tiempos del cólera, un bon vivant que despilfarra su pensión en juergas, un octogenario poco previsor, un viejecito que no piensa en el futuro. “Míralo, míralo; qué vergüenza de anciano. A su edad mi padre estaba en el asilo de las hermanitas de los pobres; como debe ser”, murmura la vecina del quinto. Lo hago todo para abandonar este mundo y la mala vida me reconforta; soy como mi viejo Megàne, ya en el desguace, que cada vez que lo lavaba mejoraba de motor porque era muy agradecido. Mi vida, que es un desorden y un caos, le sienta divinamente a mi analítica. Cada día estoy más saludable, más optimista, más feliz. Se lo decía el otro día a Manolo Caramés: “La mejor década es la última, la de la despedida, la del adiós”. Estoy tan exultante que he decido no morirme este año –hay Olimpiadas– y lo dejo para el año que viene. ¿Quieren que les haga una confidencia? No insistan, lo haré; con ustedes no tengo secretos. Los gabachos me han mandado un mensaje a través de un cuñado; los de la Michelin quieren meterme en nómina y me han llamado para que me ocupe del área norte. Quieren darle a su publicación algo más de alegría y ligereza, un toque de juventud renovadora. Notan que se están quedando acartonados y perdiendo influencias. En principio me ocuparé de los Bib Gourmand y poco a poco iré trufando la coquinaria de vanguardia con la cocina popular. Lo que es bueno para las monarquías lo es también para las guías decimonónicas. Sangre nueva, plebeya, evita reyes incultos, narigudos, de mentón prominente y aire atontolinado y lo mismo ocurre, salvando las distancias, con las cocinas agotadas. Me dice mi pariente que la guía roja me va a ofrecer un “puestazo”. No saben qué hacer con los estrellados vetustos, esos vascos de discurso melancólico que firman libros que no escriben y cocinas que no hacen; los reyezuelos del fraude que desean que se eternicen sus laureles del otrora. Aquí solo se jubilan los jóvenes, se larga Dani García a diseñar hamburguesas y guisos esplendorosos. Las guías y las monarquías huelen a muerto. Ya veremos en qué queda esto. Hasta ahora son cosas de mi cuñado, mensajes sin confirmar, de mi hermano político.
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