Viaje a la Provenza

La Provenza enlutada. Territorio devoto de la trufa negra

Martes, 31 de Marzo de 2020

Tras la fama y el colorido de los campos de lavanda, late una fe culinaria hacia la tuber melanosporum en pueblos de la Provenza francesa. Nos acercamos a este culto pagano y hermético, enraizado en la alta gastronomía. Javier Vicente Caballero. Imágenes: Arcadio Shelk

 

Muchos niños de la Provenza recelan de la asignatura de geología en el colegio. Les cuentan que si agujereamos la Tierra a unos 5000 kilómetros encontramos su ígneo núcleo interior, hecho de níquel y hierro. Que entre unos 1 000 y unos 3000 kilómetros se halla el manto, otro estrato bien coloreado y que luego cae en examen. Después los profesores hablan, superponiendo franjas, de la astenosfera, la litosfera y finalmente de la corteza, prácticamente el suelo que pisamos. Pero los pupilos echan en falta, pintada a tiza sobre el encerado, una fina capa más, cual velo aromático, a flor de superficie, un oculto revestimiento de color profundamente negro y profundamente fragante. Con la curiosidad por apetito, los alumnos intuyen que las trufas adoquinan clandestinamente los campos de robles y encinas de la Provenza como enlutadas emperatrices que hubieran enviudado. Y saben que si salen al campo con los canes más listos de la clase les da en la nariz que detectarán tan delicado manjar, que forma parte de la estratificación de una de las regiones más bellas de Francia. El morado de la lavanda y el azabache violáceo de la trufa negra pincelan, jugando a una alternancia cromática justa, los colores de cada temporada.

 

 

Cómo reconocer las mejores trufas

 

Y entonces, el invierno y la tuber melanosporum se emulsionan prodigiosamente en municipios como Carpentras, Richerenches, Grignan, Vaison-La-Romaine o incluso Avignon, vértices del mapa provenzal en la comuna de Vaucluse para este hongo de la familia de las tuberáceas. Cual carbono puro, cristalizadas y comestibles, las trufas alcanzan su esplendor en enero, cuando al seccionarlas aparece un veteado negrísimo como si fueran diminutos cerebros que muestran laberínticas circunvoluciones. “Si es gris o anaranjado la trufa aún no está bien madura y el sabor no será el mismo. El negro interior ha de ser brillante, bien marcado”, explica Nicolas, miembro de una saga con estirpe que a través del sello Plantin (desde 1930) trata, envasa y comercializa las mejores de la zona, que luego acaban en mesas egregias de la Ciudad Luz como las que legó Joël Robuchon.

 

Trufas malditas, hoy bendecidas

 

Hoy objeto de lujuria, otrora fueron denostadas por satánicas. En la Edad Media en toda Europa las trufas se asociaban a Belcebú por aquello de su origen tocante con el inframundo y su sospechosa negrura. Y por si no se había pecado con su mera recolección averniana, ingerirlas conducía a tal estado de excitación que uno se entregaba a los prohibidos placeres nefandos. Por fortuna para todos los actores, en la actualidad el catolicismo y la trufa negra confluyen en atinado maridaje. La devoción es total, recíproca. El tercer domingo de enero tiene lugar una misa en Richerenches (Messe des Truffes) donde el sacerdote pasea con el proverbial cepillo que se llena con las trufas donadas por los feligreses. El oficio se da completamente en provenzal. En el minúsculo templo que rinde culto a San Antonio el Grande, patrón trufero, se cita la Confrérie du Diamant Noir et de la Gastronomie. Con sus largas capas, su típico sombrero de fieltro y su presea de peltre con cinta amarilla al cuello, más de 300 miembros componen la hermandad. La dirige un Gran Maestre que defiende (a capa y paleta) el universo trufero común, puesto que desde 1982 la cofradía reúne los dos terruños especiales de la melanosporum: la Provenza en el sureste de Francia y el Perigord en el suroeste. En el momento álgido la Cofradía rasga el frío invernal con sus voces. Entonan el Himno de la Trufa, cuyas estrofas vienen a decir lo que sigue:

 

Es en nuestra tierra que se arremolina

a lo largo de los siglos, devastado

que en el fondo de nuestros terruños

se parece al diamante negro (…)

 

Gracias a nuestros chefs

para el arte de la transformación

el contenido de nuestras cestas

en delicias fragantes

 

En torno a la villa de Richerenches (que pese a su magra demografía cuenta con su Museo de la Trufa también motivo de peregrinaje), el área de Tricastin, enclave des Papes y Grignan copan el 70% de la toda la producción francesa con unas 3 600 hectáreas de cultivo. La trufa negra –misteriosa, mágica y más aleatoria que un flechazo amoroso– ha encontrado fenomenal acomodo en estas “tierras negras”, donde se han consagrado religiosa y paganamente a sus esotéricos efluvios. Cuando asoma el frío, los rabassiers (o buscadores de trufas, en provenzal rabasso se traduce como trufa) salen con sus perros a sus plantaciones micorrizadas, o lo que es lo mismo, arboledas donde se ha propagado una infección de micelios (conjunto de filamentos del hongo) para que las trufas parasiten los nutrientes y luego se descuelguen por sí solas. Cuando crecen debajo de un árbol, pareciera que el suelo se hubiera quemado, un círculo de tierra cual crema catalana que aquí llaman brûlé. “Llevamos haciendo micorrización desde hace solo unos 30 años. Después de mucho mucho tiempo el árbol enferma debido a la trufa. Yo dispongo y semientierro tepes de yute para el frío extremo y para que absorban la humedad que necesitan, como si fuera una manta que les alimenta”, explica Christian Merin.

 

“Unas buenas heladas le vienen muy bien porque esa microcongelación desarrolla más aromas”, explica el chef Nicolas Palhies desde la cocina de su restaurante L'Escapade, en Richerenches. Palhies ofrece al visitante una soberbia brouillade, melosa y equilibrada. Huevos, trufa y mantequilla en certera, sabia y simple emulsión para una receta capital por estos pagos. Para los que lo intenten, nunca cocinarlas a más de 60 grados so pena de malograr aroma y dinero. “Dejamos siempre trufa en las cajas de huevos para que se vaya filtrando el aroma. La de marzo ya sabe distinta porque está al final de su ciclo. Para la gente de aquí las españolas tienen un gusto como más terroso. Atención, la trufa no casa bien con la cocina pura provenzal, que es muy mediterránea, así que hay que adaptarla e interpretarla”, señala el cocinero. Exhibiendo dermis verrugosa y pequeñas callosidades romboides al tacto, el tamaño más usual de las trufas provenzales suele asemejar a los de una pelota de golf, rarísima vez crece hasta alcanzar la envergadura de una de tenis. “La silvestre es más pequeña y con perfume más duradero. Si es excesivamente grande no es salvaje, eso es falso”, recuerda Christian.

 

 

Los perros truferos, el secreto para encontrar los mejores ejemplares de trufa

 

Hoy Eric Jaumard, dueño de la plantación La Truffe du Ventoux, ha salido con Rimbaud para que husmee este suelo hechizado y azabache. La finca ya fue de su bisabuelo, tiene 10 hectáreas y empezó a aprovecharse para truficultura en 1979. “Las trufas no salieron hasta el año 1992. La mejor temporada agarramos unos 80-100 kilos”, evoca Jaumard. Si no se dispone de can con pituitaria fina, la mosca de la trufa –diminuta y marronácea– deposita sus huevos sobre la tierra que cubre joyas ya maduras. Una vez al aire, hay que cepillarlas con sumo cuidado; despojarlas con el cuchillo de zonas malogradas; dejarlas con una estética casi perfecta para su viaje gastronómico. En el mercado de Carpentras hoy alcanzan un valor de 900 euros el kilo. En París, la cifra se elevará a 4 000 euros. Los rabassiers llegan con sus cestas y bolsas. A las nueve en punto, el silbato de André Desserre, gran maestre de la Cofreire des Rabassiers du Comtat, rompe el silencio en el patio del Hospital de Serge que hace las veces de zoco persa. “Es el Mercado de Trufas más importante de Francia, y empezó en el año 1165. El Papa lo decidió así”. Los mercaderes, todos con certificado y legalidad, cuchichean. Culebrean entre compradores recelosos. Miran y remiran. Cierran precios al oído. Todo se vende por lotes. Mínimo, un kilogramo. Nadie duda de la precisión científica de la vieja balanza romana. En apenas media hora, los diamantes están colocados. Se los llevan en el capazo marchantes de grandes salas gastro, gourmands vocacionales, truferos irredentos adictos a los efluvios, embriagados de por vida a ese aroma inaprensible, entre el hidrocarburo y una sinfonía de Mozart.

 

 


 

Narices perrunas privilegiadas para encontrar trufas

 

El olfato detectivesco de perros de raza trifón, labradores, lagottos romagnos o de caza suele funcionar bien como radar. Necesitan entrenamiento, porque lo de salir con avezados cerdos y jabalíes resultaba pintoresco y mediático, a la par que ruinoso: los cochinos se merendaban las codiciadas alhajas en un santiamén. “Desde que son cachorros, a los dos meses, a los perros les pongo leche con trufa para que se familiaricen con el sabor; a los cuatro les escondo carne con trufa; a los seis le escondo trufa debajo de las hojas y si la encuentra le doy un premio; luego sale con un perro mayor que él, ya entrenado para que le imite. Luego el perro puede trabajar como trufero prácticamente toda su vida”, asegura Eric Jaumard.

 

 


 

Agenda de una ruta trufera

 

 

L'Escapade

 

Un restaurante de lo más trufero de la mano de Nicolas Palhies.

 

Museo de la trufa

 

Galería dedicada a la historia de la melanosporum en Provenza. Se sitúa en Place Hugues de Bourbouton, Richerenches.

 

 

La truffe du ventoux

 

Hotel, restaurante y plantación trufera de la familia Jaumard.

 

 

Más información sobre Provenza y la trufa

 

 

 

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