Sus majestades crustáceas
¿Langosta o bogavante? Duelo de titanes
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¿Cuál de los dos grandes crustáceos es el mejor? Mientras la reina está un tanto desprestigiada el príncipe vive sus momentos de gloria acechando el trono de forma abusiva. Vayamos por partes, pues las diferencias son sustanciales desde la cabeza hasta la cola. Pepe Barrena
El gran duelo entre los dos colosales crustáceos no se dirimirá por K.O. sino por puntos. Es imposible que uno de ellos tumbe al contrincante en la lona gastronómica pues ambos aún poseen la fuerza suficiente para aguantar los momentos de decaída o la falta de punch. Es cierto que la antaño reina de las mesas más encopetadas está injustamente en horas bajas –no por desprestigio “social” sino simplemente por la dificultad de proveerse de un manjar excepcional a su correspondiente precio- y que el príncipe vive en la gloria acechando el trono –a pesar de entrenarse con demasiada frecuencia en aguas inapropiadas o en viveros engañosos-; pero ¿cuál de los dos adversarios es el mejor? Vayamos por partes, o por asaltos si lo prefieren, pues las diferencias son sustanciales de la cola a la cabeza y, por tanto, las comparaciones inevitables.
Antes de nada, permítanme que les cuente de dónde surgió la idea de este enfrentamiento. Ocurrió todo en la misma jornada. Estaba uno deambulando por esos paisajes baleares que incitaron a Gertrude Stein a decir a Robert Graves aquello de: “Si puedes soportar el paraíso, vete a Mallorca”. Mis anfitriones de Palma habían preparado un almuerzo sin entrantes ni salientes, sólo con una caldereta de langosta furtiva, abundante de tropezones, oficiada con el temple exacto que aporta la experiencia. Fue algo tan memorable como reconciliador.
El vulgar guisote para turistas convertido de repente en vibrante y elegante condumio digno de la jet que otrora moraba por estos parajes. Y es que la jet y la langosta tienen mucho en común, no en el aspecto que se supone sino en las tribulaciones de ambas. Antaño signo de admiración, de refinamiento, de envidia, ahora pasan por etapas de incomprensión gracias a los advenedizos. Aquella alta sociedad de la isla y la excelencia de la sibarítica marmita que acabábamos de zamparnos perfilaron una tertulia de sobremesa que se alimentó de sabrosísimas anécdotas marisqueras, como la del torero mejicano Carlos Arruza. Se la recuerdo: estando este en un restaurante americano de postín con un ligue ocasional, y con incontenibles ganas de tomarse unas ostras como aperitivo, solicitó por error y por falta de dominio del inglés una docena de lobster (término que en ese idioma atiende tanto al bogavante como a la langosta) en vez de oyster, que es como en el idioma de Shakespeare se llama a las ostras. Con la templanza que emana de tantas horas jugándose el tipo en los ruedos, Arruza ni se inmutó ante la extraña y larga espera del servicio. Cuando aparecieron doce camareros porteando una bandeja cada uno con la langosta de turno, el maestro, con ese saber estar que le hizo famoso y para quedar como un señor ante la boquiabierta dama, subsanó el fallo con una salida genial después de otear la situación y las doce bandejas: “¡Quiero esa; las demás las pueden retirar!”.
No acabó ahí la cosa porque ya de retirada a mis aposentos hoteleros la langosta seguía persiguiéndome. Esta vez en la pantalla del televisor. Era el inmortal y seductor agente 007 con licencia para matar quien solicitaba en Muere otro día, concretamente en Hong Kong, un plato del crustáceo con huevos de codorniz y guarnición de algas, regado –menudo es James Bond- con unos sorbos de Bollinger. Comprenderán ahora que, después de día tan alangostado, ya había caldo de cultivo para meditar sobre el porqué de la decadencia de la soberana frente al imparable ascenso del otro aristócrata. El duelo de titanes esperaba. De inmediato había que escrutar sus peculiaridades, sus geografías, las características de cada especie y de sus familiares, su temporalidad idónea, su sexo y las preferencias de los gourmets, sus utilidades culinarias, su fastuoso recetario e, incluso, la pálida luna, que, como dejó escrito el añorado Lorenzo Millo en El banquete del mar, influye en langostas y bogavantes de modo notable: en creciente engordan; con luna llena están en su momento óptimo; en menguante languidecen y con la luna nueva están flacos y esmirriados. Palabras del maestro.
Bogavante, el rey
Lo cabal, ante tantas premisas y materias de análisis, es comenzar por echar un vistazo general a las particularidades o singularidades de los dos pesos pesados. En el caso del bogavante no hay que ir a recorrer mundo para abarcar su tipología. Con hablar del americano y del europeo casi todo está dicho. Su aspecto externo es muy parecido aunque el matiz de su color es importante para distinguirlos. Prefiriendo ambos como hábitat las aguas frías con fondos rocosos, la tonalidad respectiva depende precisamente de estos fondos donde retozan. Así, el homarus americanus –generalmente con pinzas más grandes y las articulaciones de la cola más anchas- varía del azul verdoso al marrón rojizo y la coraza está salpicada de un tono negro y verdusco. El bogavante europeo (homarus gammarus) porta ese color azul sombreado o cobalto que tan bien sienta a los mares que bañan desde Noruega hasta la costa cantábrica española. También son llamativos por sus lados y partes inferiores amarillentas con manchas rojas. Por norma, los de uno y otro lado del Atlántico poseen la pinza derecha más desarrollada, ya que sirve para agarrar a sus presas y enemigos y para partir la comida. Con la izquierda, menos gruesa, desmenuzan la captura y se la llevan a la boca. Pero si dan con un “zurdo” no se alarmen; se encuentran ante un ejemplar de los que siendo muy joven perdieron el brazo diestro y tocó desarrollar el que quedaba. En todo caso, a los animales mayores les suele volver a crecer, después de la muda, la pinza con la forma originaria.
El bogavante es un bicho cuidadoso que durante el día se esconde en cuevas y debajo de las piedras; sólo sale por la noche a llenar la barriga. En verano, como todo quisqui, se aproxima a las costas y en el invierno se decanta por el submarinismo a más de 50 metros de profundidad. Dado que estos acorazados crecen muy despacio, alcanzan la madurez sexual alrededor de los seis años y cuando más carne tienen es poco antes de la muda de su caparazón y dos o tres meses después. Y, como con el sexo hemos topado, ahí va la primera pregunta del millón: ¿Macho o hembra? Resumiendo brevemente son más apreciadas las pinzas de los machotes, tal vez porque contienen más chicha que las de las hembras, y el abdomen de las féminas, de más finura y carnosidad. Pero el verdadero problema es otro, la distinción. Al contrario de la langosta, donde una simple ojeada a los pétalos del reverso de la cola basta para definir el sexo –bastante más anchos los de la hembra-, en el bogavante hay que mirar con mucha atención si se quiere constatar este particular. Preguntando cientos de veces por el asunto a los expertos la conclusión es como sigue: deben fijarse en una larga y estrecha pata, como un palillo articulado, que se encuentra al principio de la cola, junto a la cabeza. Si este miembro termina en punta estamos ante un macho; si finaliza con unos pelillos es hembra. Para detallistas.
Y ahora pasamos a lo del patriotismo, al dichoso nacionalismo gastronómico, algo inevitable cuando se pone sobre la mesa cualquier manjar cotizado. Para los americanos Nueva Inglaterra es la patria del bogavante y, para ser más exactos, Maine (The land of lobster), ese enorme espacio natural con muchos cientos de kilómetros de litoral espectacular, de calas, bahías y puertos donde nunca faltan las imágenes de los pescadores del crustáceo con sus cestas a cuestas. Se dice que Maine provee y el resto del mundo consume. No es extraño, pues hay datos fehacientes de que aproximadamente el 50% de los bogavantes que se comen en los restaurantes europeos provienen de estos parajes. ¿Es mejor el bogavante de Normandía, el del Fisterre bretón o gallego, el escandinavo, el que se captura entre Cudillero y el Eo -donde los biólogos aseguran se hallan los mejores pastos marinos del Cantábrico-, o el fabuloso de Connemara, en Irlanda, que lleva incrustada en el caparazón la German Writing, esa blanca y dura vegetación que semeja con sus floridas letras la antigua escritura gótica alemana? Como es habitual, cada lugareño tiene predilección por lo suyo. No entro en tonterías y me ciño a asuntos más importantes, como el tamaño legal de la pesca, que tantos se pasan por el forro, o la aberración de capturar las hembras portadoras de huevos que se echan a perder para la necesaria cría; o el respeto a la estacionalidad del producto. Por no hablar de algo tan fundamental como la ineptitud o aptitud del cocinero a la hora de prepararlo.
Al plato
La cocina elemental del bogavante tropieza casi siempre con dos errores de bulto. Si es la plancha la protagonista, como ocurre en esos innumerables establecimientos marineros con vivero propio que tachonan todos los litorales- la herejía consiste en abrirlos a lo largo y dejar que sus carnes toquen el calor infernal. Obviamente, usted no come una delicatessen sino una tostada salada. Con lo fácil y racional que es posar la pieza, mejor sin abrir, en la plancha o parrilla solo por la cáscara. La cocción será perfecta y los jugos del crustáceo permanecerán en todo su apogeo. El otro sacrilegio ha sido un plato que me ha martirizado durante décadas. Como diría el desaparecido humorista Chumy Chúmez, pero cambiando el bocado, no saben ustedes la cantidad de ensaladas de bogavante que uno se ha tenido que comer para llevar un poco de pan a casa. Son los imponderables de ejercer, a veces, la crítica gastronómica. La ensalada -hermana pobre de la cocina hasta no hace mucho, plato veraniego refrescante o aburrido complemento de las viandas- encontró el chollo del siglo con el “pontífice de los mares”. Tres o cuatro rodajitas de la cola, mucho “bouquet” de lechugas y hortalizas, un aliño desabrido... y a engordar la minuta. ¡Qué aburrimiento y qué pena!; con las fantasías que uno ha encontrado a lo largo y ancho del planeta. Cómo no hacer un hueco de honor en la memoria al fantástico bogavante asado al fuego de la chimenea de Michel Guérard, en su paraíso landés de Eugénie-les-Bains; o a la genial y pionera lasaña con trufas, de este marisco de Michel Trama; o al ragoût con patatas de Alain Chapel, inspirado en la tradición bretona; o al exótico con especias de Olivier Rollinger en su Maison De Bricourt de Cancale. No puedo olvidar tampoco los sedosos y delicadísimos raviolis de bogavante con emulsión de tomate y aceite de oliva de Eyvind Hellstrom, en el Bagatelle de Oslo, o, ahora por tierras vascas, el sensacional potaje de chipirones con bogavante y caldo de garbanzos de Hilario Arbelaitz, en el modélico Zuberoa de Oyarzun, plato que este cronista ha elegido recientemente como uno de los mejores de la última década por sus sabores infinitos y por anteceder a las infusiones y esencias hoy tan en boga. Y como colofón a este breve recordatorio, dejar constancia del equilibrio, de la armonía. Esta faceta ineludible en el arte la trazó Santi Santamaría con su bogavante a la naranja, mezcla de cocina asiática y catalana antigua –por esta parte inspirado en Ruperto de Nola- con la intervención del jengibre y de un caldo reducido de ave. Plato de reminiscencias chinas –el azúcar caramelizado- que también evoca las gambas a la naranja de Jacques Thorel, según afirma el chef de El Racó de Can Fabes en su voluminoso y didáctico El gusto de la diversidad. En fin, y como pauta general y ajena a estas obras maestras, prefiero que los bogavantes de tamaño medio se utilicen para asar o cocer enteros; los grandes, sin embargo, son más aptos para el suquet, la fricassée, o un arroz semi-caldoso, siempre cortados en trozos generosos y con el valor añadido de sus carcasas y jugos que proporcionan caldos y esencias insustituibles. Si tienen alguna duda se la resolverá cualquiera de los integrantes de la familia Loya, propietarios de El Balneario de Salinas, en Asturias, indiscutible santuario peninsular del bogavante, y muestrario de los más hermosos ejemplares que uno pueda imaginar.
Langosta, majestad marina
Llevamos tiempo sin atender a la reina. Cuidémosla como se merece. A pesar de no poseer pinzas la langosta no corre más peligros que el bogavante, salvo los de su ostracismo entre las preferencias de los cocineros. La reina, como es muy chillona, espanta a sus enemigos con el estridente ruido que emite con sus antenas. El instrumento que utiliza para la búsqueda e ingestión de alimentos es una especie de “abridor de conchas”, que semeja una cuchilla. Aunque para el desove, que tiene lugar cada dos años, prefiere transportar su coral anaranjado a tranquilas bahías con el fin de que la incubación se desarrolle sin sobresaltos, la langosta se encuentra prácticamente en todos los mares del mundo. Como pasaporte indicativo presenta los diversos colores de su caparazón, colores que varían según las especies y el lugar de pesca y que, a su vez, permiten componer una tabla jerárquica de calidades en función de su origen. Con este crustáceo hay menos controversias nacionalistas que con el bogavante. La langosta “roja” o “real” del Mediterráneo se lleva todas las medallas frente a las invasoras “verdes” de Mauritania, la “morena” de las Antillas, la rojiza oscurecida de Ceilán, la rosada de las Canarias, la “morada” del Golfo de Guinea o la reputadísima del Canal de la Mancha, por poner algunos ejemplos de las que cada día cruzan los océanos... ¡en avión!
Sobre la calidad de los machos o hembras tampoco hay muchas discusiones. Son “ellas” las favoritas. Y para ir rápido al grano, o para que la langosta vaya ganando algún asalto de este combate escrito, diré tajantemente que los sesos y cremas de su cabeza no tienen parangón con los del otro gran rival. La colita es otro cantar. Me gusta preferentemente cocida y en su cocina hay que hablar de tradición más que de vanguardia porque, curiosamente, es difícil encontrar recetas contemporáneas de nivel. Ello puede dar una pista para entender su declive. Valga como muestra, un poco alejada en el tiempo, el libro que en los ochenta del siglo pasado redactó el crítico Henri Gault con sus 50 mejores restaurantes de Francia y sus platos predilectos. ¡Ni uno solo de langosta! No queda más remedio, por desgracia, que inclinarse ante los clásicos.
La reina entre fogones
Y el clasicismo de la culinaria de la langosta pasa ineludiblemente por una receta íntimamente asociada a Bretaña, región también conocida como Armórica, tierra de mar con mayúsculas en el dialecto local. La langosta “a la armoricana” devino en “a la americana” por un viaje de su creador –el cocinero bretón Pierre Fraisse- como emigrante a América. Ahora, su salsa –chalotas, fumé, brandy, mantequilla...- ha alcanzado el estado de eternidad sirviendo de guarnición a múltiples pescados. Una de sus últimas versiones la pueden encontrar en Mi libro de cocina, del gran actor y gourmet Gérard Depardieu, que también se atreve con la fórmula “a la nage”, otra de las históricas elaboraciones con este crustáceo. La fusión entre “mar y montaña” ha aportado al recetario de la langosta excelentes resultados, fundamentalmente en la cocina catalana, pero si hubiera que elegir un plato representativo del estofado señorial e intemporal, éste podría ser el suculento “civet” de Jaume Subirós en el legendario Hotel Ampurdán de Figueras. El caldo de gallina, el vino rancio del Ampurdán, los taquitos de jamón serrano y el pochado y flambeado clásicos aportaban un plus de distinción regional al guiso. Y para que comprueben la trayectoria cosmopolita de la langosta les aconsejamos oficiarla con espaguetis, como hace el célebre y televisivo Gordon Ramsay, el chef de chefs del Reino Unido y propietario de un holding envidiable que abarca desde su prestigioso restaurante de Chelsea hasta sus incursiones en los sibaríticos hoteles Claridge´s, Savoy, The Berkeley y The Conaught. Semejante currículo no es óbice para que Ramsay se muestre un apasionado del yantar “easy & simple”, como así aclara esta receta fácil y sencilla que da más de lo que promete.
Llegó la hora del veredicto. Lo justo, gastronómicamente, sería coger una langosta y un bogavante de tamaños parecidos y prepararlos de idéntica forma, sin ningún tipo de añadidos; por ejemplo cocidos o a la plancha con la corrección debida. Que cada coloso se muestre de la forma más natural y que cada catador juzgue cuál es el mejor. Se admiten apuestas.