Un reino en las nubes

Bután, descubriendo la Tierra del Dragón del Trueno

Miércoles, 14 de Mayo de 2014

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Refugiado en el rincón oriental del Himalaya, hecho de valles profundos y montañas nevadas, este pequeño país defiende celosamente su intimidad y su filosofía de vida, basada en la moral budista, mientras se abre al desarrollo. Francisco Po Egea

Encaramado sobre un acantilado de novecientos metros de altura, protegido a sus espaldas por la montaña que sube vertical hacia el cielo, Taktshang Gompa, “el nido del tigre”, es el templo más famoso de los cerca de cuatrocientos que salpican la complicada orografía de Bután. Gurú Rinpoche, introductor del budismo en el país, llegó hasta este lugar, dice la leyenda, montado a lomos de su amante transformada para la ocasión en una tigresa voladora. Nosotros hemos necesitado unas buenas tres horas de subida para hallarnos frente al templo y disfrutar de su muy peculiar imagen. La recompensa merece bien el esfuerzo. A nuestros pies, el precioso valle de Paro es un nirvana de la naturaleza, hecho de arrozales de un verde brillante entre bosques de sauces y de monasterios de luminosas fachadas blancas y tejados amarillos o dorados. Es el colofón de un viaje por este lugar de ensueño que se propugna como el actual Shangri-la.

 

Bután es el único país del mundo donde la prioridad del gobierno es mejorar la Felicidad Interior Bruta antes que el Producto Interior Bruto. Esta máxima, instaurada a finales del siglo pasado por el rey Jigme Singye Wangchuk, se basa en cuatro pilares: desarrollo sostenible, protección del medio ambiente, conservación de la cultura y buena administración. Es continuada por su hijo, educado en Oxford, Jigme Khesar Namgyel Wangchuck, ascendido al trono en 2008.

 

El actual rey cree, al igual que su padre, que la identidad nacional está amenazada por influencias exteriores y por ello, mientras guarda un pie en el pasado, con el otro se aventura hacia el futuro. Ha culminado con éxito el paso a la democracia convirtiendo la monarquía absoluta en una parlamentaria. Ello a pesar de que algunos lamas superiores y jefes de familias influyentes del país recordaron para la ocasión el proverbio butanés: “donde hay demasiados carpinteros, la casa no se construye”.

 

Del tamaño de Suiza y algo menos de un millón de habitantes, aprisionada entre China e India, Bután es una inmaculada tierra virgen de altísimas montañas, ríos cristalinos y valles tapizados de flores y bosques espesos. Su nombre, “tierra alta”, resulta de lo más apropiado. El país asciende como una escalera gigante desde los 300 metros de su llanura meridional hasta las cumbres de más de 7.000 metros que definen la espina del Himalaya en el norte. Los butaneses lo llaman Druk Yul o “Tierra del Dragón del Trueno”.

 

El 80% de sus habitantes viven en aldeas y caseríos colgados de las montañas y su cultura está basada en la religión budista tibetana, llena de espíritus, dioses benévolos, demonios aterradores y leyendas ingenuas. Sin embargo, hoy navega entre la necesidad de abrirse al progreso y el deseo de preservar la tradición.

 

La televisión por satélite, los móviles e Internet no llegaron hasta 1999, el último país del mundo en aceptar estos avances, y el gobierno sigue obligando a las mujeres a vestirse con el kira tradicional –una especie de kimono– y a los hombres con el gho –una túnica hasta las rodillas– en colegios, oficinas y lugares públicos. Obligación que se levanta los fines de semana. La arquitectura y decoración de las casas deben seguir el estilo butanés y, a pesar de que el mismo rey fuma, desde hace diez años está prohibido hacerlo en público, así como la venta de tabaco.

 

Muchos, sin embargo, piensan que Bután está pasando de una forma de vida medieval a una post-moderna muy deprisa. De no tener teléfono, a los móviles, de no tener servicio postal, a Internet y de ni un solo turista hace treinta y cinco años, a cerca de sesenta mil en 2013.

 

En Thimpu, la capital, un pueblo destartalado hasta hace poco y ahora enfebrecido con la construcción de flamantes edificios y una nueva carretera de acceso, aunque todavía sin semáforos, las quinceañeras llevan el kira obligatorio, pero trepan por los caminos de vuelta del colegio a casa calzadas con zapatos de plataforma, recién comprados en uno de los nuevos centros comerciales. Por la noche las tres o cuatro discotecas y karaokes se llenan de vaqueros, camisetas, faldas cortas y deportivas de marca, falsificadas en China, al son de los últimos ritmos pop llegados del materialista occidente.

 

En las aceras de la calle principal, campesinas en cuclillas junto a sus cestos ofrecen puñados de chiles y manojos de cebollas, y en las tiendas se vende arroz y lentejas a granel junto con chips y “gusanitos” importados de la India. Mientras, en las paredes, conviven los pósters de glamurosas estrellas de Hollywood semidesnudas con los de santos lamas envueltos en sus túnicas granates. En algunos monasterios cercanos a la capital unos monjes ordenan las grandes láminas de papel donde se hallan impresos los antiguos textos sagrados del budismo, mientras otros los transcriben en ordenadores. En el campo de tiro, arqueros impecablemente vestidos con el gho tradicional y medias de lana hasta la rodilla aciertan a las dianas situadas a 140 metros con arcos made in USA de fibra de vidrio y acero.

 

Hay el proyecto de traer el ferrocarril desde la India hasta la capital, pero por el momento las únicas vías de comunicación son la carretera que lleva hasta la frontera con dicho país y la que, entre un sinfín de revueltas, baches y desprendimientos une, a través de un puerto tras otro de más de 3.000 metros de altitud, el este y el oeste del reino, 260 km que se tardan dos días o tres días en cubrir.

 

Esta vía es la que recorremos los turistas que desde Paro y su aeropuerto, en el este, nos adentramos hasta el valle de Bumthang, en el centro del país, tras atravesar tres puertos, llenos de banderas de oraciones y con espectaculares vistas de las altas montañas. Se visitan dzongs, inmensas fortalezas medievales de piedra encalada que albergan simultáneamente al gobierno provincial y el monasterio lamaísta, como los de Paro, Punakha y Tongsa, el mayor del país, construido sobre una cresta, y antigua sede de la familia real. Templos, gompas, encaramados en las laderas, contemplan paisajes inviolados. En primavera y otoño se celebran en los patios de unos y en el exterior de los otros festivales de antiquísimas danzas religiosas y profanas.

 

En su interior, iluminada por cientos de lamparillas vacilantes, la profusión de dioses, en su forma beatífica o demoníaca, desconcierta al más versado en el budismo tradicional. Abunda la iconografía sexual, muestra de la disciplina tántrica de la iluminación a través de la unión carnal. A pesar de que está prohibido besarse en público, frente a muchas casas campesinas, el viajero encuentra un enorme pene pintado en la fachada y adornado con un lazo, símbolo de la protección del lama del siglo XVI conocido como el Loco Divino. En su peregrinación por los monasterios del país aniquiló demonios y abrió a “la iluminación” a numerosas vírgenes con su “rayo flamígero”.

 

Otros viajeros escogen un extenuante trekking por los altos valles, a la sombra de los gigantes como el Chomolhari y el Gangkhar Puensum (7.541 m), el pico más alto del mundo nunca escalado, pues Bután prohíbe el alpinismo. 

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