Clasicismo inquebrantable

La Rioja Alta, pasiones clásicas

Viernes, 19 de Julio de 2013

Inalterable ante la presión de modas superficiales y tendencias volátiles, esta casa centenaria enarbola la bandera de la solidez y esgrime argumentos tan incuestionables como la elegancia o la suavidad. Tiene a su favor todo el tiempo del mundo.  Juan Manuel Ruiz Casado

La imagen de nuestros vinos se ha visto perjudicada durante una época en la que lo nuevo era bueno simplemente por el hecho de ser nuevo”. Las palabras de Guillermo de Aranzabal no son aplicables de manera exclusiva a las marcas de la bodega centenaria que preside desde 2005, La Rioja Alta, S.A. Su diagnóstico puede extenderse a una determinada forma de hacer y de entender los vinos, e incluso a una manera de gestionar el negocio. Hablamos de clasicismo y del estilo clásico, términos que contienen prestigio y un alto poder de empatía pero que también generan rechazo y a menudo son utilizados para marcar distancias. Clásico es algo que se ha ganado el derecho del tiempo a ser considerado como ejemplo, como modelo de comportamiento. Clásico es a veces sinónimo de inmovilismo, de acomodo, de falta de riesgo y hasta de fatiga. Elogio o menosprecio, todo depende del ojo con que se mire; y de la edad que tenga el emisor del juicio.

 

En la década de los ochenta, poco antes de que los vinos españoles se embarcaran en lo que el propio Guillermo de Aranzabal denomina “movimiento moderno”, la bodega del Barrio de la Estación de Haro, fundada por empresarios vascos el 10 de julio de 1890 (acaba de cumplir 123 años), decidió prolongar los periodos de crianza de sus vinos. La Rioja Alta, S.A., en cuyo catálogo figuran etiquetas tan conocidas como 904 o Viña Ardanza, sellaba un pacto con su propia historia afianzándose en un estilo que, desde un punto de vista empresarial, seguía produciendo alegrías. ¿Para qué cambiar lo que va bien? Y lo que iba bien era nada más y nada menos que lo que España entera y el mundo en general entendía por un buen rioja. Vinos tintos que no se concebían sin la participación de la madera usada, que pasaban largas temporadas descansando y criándose en las inmensas naves de barricas, y que en buena parte habían sido fruto de una desgracia llamada filoxera que obligó a los elaboradores de Burdeos a buscar en Rioja, y en otras partes del país, lo que el bichito les había robado. Vinos de empresarios, dicho sea sin ánimo de ofender, pues como ya hemos contado en alguna otra ocasión Rioja es tierra de divorcios, de intereses contrapuestos, de agricultores y de elaboradores a los que históricamente les ha faltado una concepción íntegra, de la tierra a la copa, de lo que significa producir y vender vino.

 

Una de las naves que hoy componen el conjunto de edificios de La Rioja Alta en el Barrio de la Estación de Haro, la Nave Vigier, recuerda esos inicios a la vez que rinde homenaje al enólogo francés que trabajó en la bodega. Fue así como a imitación bordelesa se gestó una identidad vinícola modélica, y por tanto muy imitable por los elaboradores de otras regiones (la famosa “riojitis”), que privilegiaba aromáticamente las aportaciones del tiempo y del roble: toques de cuero, especias, notas de cigarro puro, tostados… Los riojanos eran a la vista tintos de capa baja y en boca presentaban una amabilidad sabrosa, equilibrada y fresca gracias a que rara vez pasaban de los doce grados. Por si fuera poco, esta acidez les garantizaba una excelente evolución con el correr de los años. Había quien compraba añadas que se correspondían con el nacimiento de sus hijos pensando en beberlos cuando estos alcanzaran la mayoría de edad. Había seguridad, y seguramente un exceso de optimismo si se mira desde concepciones actuales, en que ese vino iba a estar mejor con veinte años más de botella, guardado en el mueble bar del comedor, allí donde en verano, mientras la familia está al completo tumbada en una playa de Benidorm, ajena a las catástrofes, la temperatura podía subir a niveles insoportables para los seres vivos, incluidos los que se hacen con tempranillo y un poco de garnacha y mazuelo. Admira que, a pesar de estas condiciones, algunos de estos vinos todavía puedan salir buenos.
 

 

Un tsunami de renovación y modernidad impondría en los años noventa un antes y un después en la pervivencia de un modelo que, hasta ese momento, se creía inexpugnable a cualquier intento de cambio. Obsesión por la fruta, largas maceraciones, barricas nuevas de roble francés, reducción de los periodos de crianza, potencia en detrimento de amabilidad… Riojas que pasaban de los catorce grados y que sin disimulo lo confesaban en la etiqueta. El nuevo canon pronto recibió el aplauso de la crítica internacional, de manera especial la anglosajona. Durante unos años, clásicos fueron aquellos vinos y aquellos consumidores que no se habían enterado por dónde corrían los vientos nuevos. Dicho de otra forma: eran unos carcas.

 

Contra nosotros
“Yo creo que el movimiento moderno ha tenido, qué duda cabe, cosas buenas y muy provechosas”, explica Guillermo de Aranzabal. “Mi crítica entonces y ahora, cuando de nuevo los grandes reservas remontan vuelo y poco a poco recuperan su prestigio en España, es la misma. Nunca entendí por qué el desarrollo de esos nuevos vinos se llevó a cabo contra los riojas clásicos, por qué se construyeron contra el clasicismo”.
Algunas bodegas rupturistas que comenzaban a ser importantes en los noventa, se atrevieron a renunciar (y en ello siguen) a las categorías riojanas de crianza, reserva y gran reserva. La etiqueta de sus vinos, considerados mascarón de proa de la modernidad, celebrados y consumidos en muchos países, mostraba un desacuerdo evidente con un sistema de clasificación que se creía gastado y obsoleto. Un sistema que, conviene no olvidarlo, había servido durante algunos años para construir la imagen de Rioja cara al mundo. Muchos acabarían poniéndose de acuerdo para romper el juguete. Incluso cuando parecía que defender este juguete era poco menos que autocondenarse públicamente, La Rioja Alta, S.A. siguió firme en sus principios de fidelidad marcando y exhibiendo los periodos de crianza de sus vinos, y sobre todo permitiendo que sus etiquetas históricas más reputadas, los grandes reservas 890 y 904, continuaran haciéndose según el procedimiento de larga crianza que les había dado fama y que gustaba a sus consumidores.

 

La intención firme de preservar esta línea clásica se afianzó aun cuando empezaron a llover numerosos dardos sobre ella señalando que esos vinos salían al mercado excesivamente fatigados. Una serie de inversiones acabaría alejando la tentación de los cambios. Las nuevas y cuantiosas bodegas del grupo (Lagar de Fornelos el año 1988, en O Rosal; Viñedos y Bodegas Áster a comienzos de los noventa, en la Ribera del Duero; y Torre de Oña en 1995, en tierras de la Rioja Alavesa) suponían una apuesta clara por blindar las esencias riojanas. Los experimentos y los ensayos de modernidad, en todo caso, se harían fuera del Barrio de la Estación de Haro. En una estrategia similar a la aplicada por Vega-Sicilia (Alión, Pintia), la respuesta que La Rioja Alta daba a la oleada de novedades sin tregua que lo invadía todo no podía ser más clara: con las cosas serias no se juega.
A Guillermo de Aranzabal, quinta generación de la familia, economista en Deusto, desde 1985 ligado a esta bodega centenaria que tuvo sede social en San Sebastián hasta 1966, no le duelen prendas a la hora de reconocer cierta lentitud en el desarrollo de un discurso nuevo y diferenciador tanto en la bodega de la Ribera del Duero (Áster) como en Álava (Torre de Oña). Otra cosa sucede con la inversión en las Rías Baixas, donde la marca Lagar de Cervera ha sido motor indiscutible de la renovación de los vinos gallegos durante los últimos veinte años, y donde el grupo está invirtiendo en estos momentos la friolera de seis millones de euros, repartidos entre una bodega recientemente inaugurada (ejemplar en la combinación de sencillez, efectividad y buen gusto) y, lo que es todavía más revelador, una ampliación de viñedo que convierte a Lagar de Fornelos en una de las propiedades más poderosas de las Rías Baixas (en total serán 85 hectáreas de viñas, cantidad a la que difícilmente se podría haber llegado en Galicia sin la tenacidad negociadora del enólogo Ángel Suárez).
 

 

Los tintos de las nuevas bodegas, sin embargo, se muestran desde el comienzo menos dispuestos a jugar la baza de la modernidad. No acababan de creérselo, por decirlo así. Su rebeldía parecía consistir en no querer soltarse el pelo. Vistos desde fuera, da la impresión de que tenían la mirada puesta en algún punto de la localidad de Haro, en una de esas naves históricas donde el tiempo trabaja, botella a botella, el futuro de la bodega. La sombra del clasicismo es, en efecto, muy alargada.

 

Clásicos en movimiento
Las últimas añadas de Torre de Oña (el aficionado deberá estar muy atento, por ejemplo, a la 2012, de poderosa rotundidad) y de Áster (en este caso, consolidación de Finca El Otero ha sido definitiva) despejan todo tipo de dudas en cuanto al evidente perfil moderno de los vinos de ambas bodegas. Pero esto, que más que revelador es previsible, y que antes o después tenía que llegar, apenas es nada si se compara con el cambio de mentalidad que, sostenido por la inversión correspondiente, viene observándose desde hace unos años en La Rioja Alta, S.A. Por supuesto, sin abandonar la vitola del clasicismo. “Simplemente nos hemos puesto al día,” –explica De Aranzabal– “adoptando medidas que, a nuestro juicio, van a suponer una actualización del modelo clásico, y que se verán con el tiempo. Pero que nadie piense que vamos a abandonar la suavidad, la elegancia, la amabilidad y las ganas de invitar a beber que han distinguido y distinguirán siempre a los clásicos. Nosotros no elaboramos vinos para ganar catas ni concursos donde, como es normal, se privilegia la potencia, lo evidente. Los hacemos para que gusten a las personas. Fíjate que un vino no tiene más pretensión que esa. Una camisa sirve para vestir, y un alimento nutre a una persona. El vino está hecho simplemente para gustar a alguien, para darle placer”.

 

La importancia de este rosario de cambios tiene en el viñedo, desde enero a cargo del muy cualificado Roberto Frías, su mejor unidad de medida. Han tenido que pasar más de cien años para que los vinos de una casa tan decisiva en la historia de Rioja se elaboren con uvas de viñedos propios. La paulatina compra de tierras y la plantación de viñas aplicando criterios cualitativos y adaptando variedades a suelos y climas adecuados (valgan como ejemplo las 65 hectáreas de garnacha en el paraje La Pedriza, en una de las zonas más especiales para esta variedad de la Rioja Baja, Tudelilla) es sin duda una buena manera de poner fin al secular divorcio entre productores de uva y elaboradores de vino que ha vivido La Rioja, desde aquellos tiempos épicos en los que las bodegas ni siquiera vendían botellas sino barricas que se embotellaban en cada destino a criterio de los compradores. Hombre prudente y educado, y menos insociable de lo que él mismo se considera (a no ser que ahora los insociables vayan contando chistes y anécdotas divertidas para animar la conversación, que es lo que hace Guillermo de Aranzabal siempre que puede), el presidente de La Rioja Alta, S.A. prefiere matizar la satisfacción que le provoca esta inversión en uvas propias: “Somos conscientes de que muchos agricultores hacen en este momento mejores uvas que nosotros. Pero es evidente que los resultados de nuestra apuesta vitícola se verán a medio y a largo plazo, en quince, en veinte años. Por ahora lo importante es haber acabado con un régimen de dependencia que nos obligaba a estar pendientes de buscar uvas de calidad donde las hubiera, y a hacer un gran esfuerzo para lograr homogeneidad en nuestras marcas. Ahora dependemos de nosotros mismos, de la explotación de nuestros recursos”.

 

Quienes creían haberlo visto todo en el panorama de los vinos españoles no dejaron de acusar sorpresa con la salida al mercado de la añada 2001 de Viña Ardanza, incluso en un momento en el que el pescado del cambio empezaba a estar vendido. Los ajustes de carácter de la marca emblemática de la casa (su producción puede rondar las seiscientas mil botellas), referencia obligatoria en los felices asadores de café, copa y puro, en Vizcaya, en el mundo y en cualquier fonda que se precie y haya timba después de comer, el Viña Ardanza de todos nosotros y de casi toda la vida, sus ajustes, decimos, respondían con inteligencia a una pregunta comercialmente arriesgada y muy jugosa desde el punto de vista enológico: ¿cómo ser distinto sin dejar de ser yo, es decir, sin abandonar la senda del clasicismo? Algo más de capa de color, una intensidad notable sin abrumar, con esas especias tan características, tan marca de la casa, y una estructura gustativa en relieve, con el tanino integrado pero más perceptible y enérgico que de costumbre definían al nuevo Ardanza, que además vestía etiqueta renovada. Se trataba, claro, de ganar consumidores sin defraudar a los que continuaban celebrando la reconocible amabilidad de la marca. Gente esta última de una fidelidad inquebrantable que, en general, ni sabe ni quiere saber quién es Robert Parker, ni entiende de catas ni de las puntuaciones de los catadores (todos comprados, claro). Les basta con tener su vino de confianza en su restaurante de siempre.

 

Pasión por los grandes reservas
Porque se lo ha ganado a pulso y porque a estas alturas empiezan a ser legión quienes han tirado la toalla, Julio Sáenz se ha convertido en el mejor adalid con el que hoy cuentan los grandes reservas concebidos desde puntos de vista sensatamente renovadores. Julio entró en La Rioja Alta, S.A. en 1996 como responsable de control de calidad y en 2005, tras la retirada del histórico José Gallego, fue nombrado director enológico de la bodega. Pocos enólogos expresan como él un conocimiento y una devoción por los grandes reservas entendidos como un valioso patrimonio vinícola, a la vez incomprendido y venido a menos en parte por errores propios. La particular visión de este enólogo de cuarenta y siete años, que no duda en hacerse la autocrítica cuando corresponde y no se deja llevar fácilmente por los efímeros cantos de sirena de la modernidad, representa una garantía de rigor técnico en un grupo bodeguero que, como ya se ha explicado, debe medir y pesar muy bien sus cambios después de haber aprendido que no puede dejar de hacerlos, que no puede quedarse de brazos cruzados viendo cómo ocurren las cosas a su alrededor. He aquí la dificultad del reto.
Cambiar el estilo de un vino consagrado por el tiempo y por la fidelidad de generaciones de clientes no parece sencillo. Pero, manteniendo lo que haya que mantener en honor de la obstinada y admirable línea clásica de la casa, esto es lo que se han propuesto en La Rioja Alta, S.A. Quitarle a los míticos 890 y 904 ciertos síntomas de fatiga que venían acusando y hacerlos más vivaces y atractivos, más carnosos, ya que la elegancia se les presupone. No se trata, tal como explica Julio Sáenz, de darles fruta (“¿cómo va a tener fruta un gran reserva después de tantos años de crianza?”, se pregunta) sino de dotarlos de una mayor “sensación de frescura”, y de hacerlos más sabrosos. Menos esqueléticos y con más músculo. La añada 98 del 890, la que se está comercializando en la actualidad, como ejemplo. Amplitud aromática y un paso de boca sedoso que no impide percibir una patente impresión de robustez casi masticable. Un tinto de largo aliento, fruto de la alianza del paso de los años y la enología.
 

 

Guillermo de Aranzabal, quien asegura que este año van a vender más vino en Nueva York que en Bilbao, remarca la injusticia que supone no reconocer el enorme trabajo que hay tras un gran reserva: el coste de tiempo, de sabiduría humana, de entrega y seguimiento, que entraña elaborar este tipo de vinos tan exigentes y que requieren de condiciones de trabajo muy especiales.

 

“A un gran reserva” –explica Julio Sáenz– “hay que pedirle que esté mejor veinticinco años después de su elaboración y para eso hay que concebirlo como tal desde el principio. La viticultura es tan decisiva como la enología en la confección de estos vinos, porque son las uvas las que antes que nada te van a decir si puedes o no puedes hacer con ellas un gran reserva. ¿Qué pasa a menudo en Rioja? Que el gran reserva es fruto de un serie de fracasos comerciales, el resultado de vinos que fueron pensados para crianza y, debido a que no se vendían, pasaron a reservas y luego a grandes reservas. Prácticas perjudiciales que la crisis puede acelerar. Como si todo el trabajo consistiera en exprimir el uso de la barrica sin más sentido. Y no es esto, claro, sino el atrevimiento de empezar a hacer un vino pensando en que no verá la luz del mercado hasta pasados quince años. Quince años cuidándolo, mimándolo”. Una especie de milagro que merece la pena que exista para siempre.

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