En la vanguardia del blanco gallego
Ribeiro del Valle de Avia, el resurgir de un coloso
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La cuenca del río Avia alumbra algunos de los mejores ribeiros de ahora y de siempre. Bodegueros de vanguardia, enólogos con extensa formación y, sobre todo, viticultores que entienden el lenguaje de cada planta son los responsables de la magnífica recuperación del vino con más historia de Galicia. Marcial Pita
La peculiar idiosincrasia del paisano gallego, su arraigo por la tierra y una todavía escasa falta de visión internacional que se transmite en planes de marketing pobres, han venido relegando a los ribeiros a un papel secundario en el mapa vitivinícola español. Un grupo de bodegueros y viticultores, sin embargo, ha encontrado el camino para situar a los vinos galaicos en lo alto de la pirámide de la calidad.
El secreto no es otro que mirar más allá del Cebreiro, adaptar las técnicas internacionales más precisas para la viña y corroborar, comparando con otros vinos elaborados lejos del “calor” del Breogán, que los blancos gallegos ofrecen una relación calidad-precio solo comparable con algunas limitadas propuestas de sauvignon blanc neozelandesas y un puñado de torrontés de Argentina.
Una vez asumida la modernización enológica, arropada por un conocimiento mayor de las variedades de uva, Galicia comienza ahora a identificar sus terruños. Para ningún aficionado a los blancos españoles resultará una novedad que los albariños de Rías Baixas o los godellos de Valdeorras ya se pueden codear con algunos de los mejores blancos mundiales. Pero cuando se habla de Ribeiro, el público nacional sigue mirando a la denominación de origen gallega más antigua (prácticamente coetánea a nuestra internacional D.O.Ca. Rioja y camino del centenar de años) con cierto resquemor. La imagen de las tazas y los vinos turbios en furanchos de mala muerte, es una losa para un nutrido grupo de consumidores que solo se puede suprimir exhibiendo las mayores bondades de esta tierra orensana.
Orígenes ancestrales
Los monjes cistercienses de San Clodio, allá por el siglo XII, ya establecieron las bases de lo que deberían ser los grandes vinos de Ribeiro. Sus primeros viticultores se establecieron en los alrededores del monasterio, en el corazón del valle del Avia, consagrando las mejores fincas al cultivo de la vid a imitación de lo que hacían los franceses en Borgoña. Tal fue el éxito de estos vinos, que en los viajes de Cristóbal Colón a las Américas, en la carabela Santa María ya viajaba una pipa que contenía ribeiro (primera exportación allende del Atlántico de la que se tenga constancia a nivel internacional).
Siglos más tarde, al igual que en la mayor parte de Europa, la filoxera se cebó con los viñedos de la región. De hecho, en Galicia se sitúa uno de los primeros frentes que esta alimaña diabólica abrió en Europa. Se trata de una plaga que atacaba a la cepa europea, pero que respetaba a su compatriota de porte americano.
Precursores de lo auténtico
A finales del siglo XIX, se comete el gran error histórico que los ribeiros todavía siguen pagando una centuria y pico después. Un traspié derivado de la masiva plantación de una variedad no autóctona que estaba perfilada para dar grandes producciones: la palomino, también conocida como jerez por su lugar de procedencia. Casta que se convirtió en protagonista del viñedo de Ribeiro y que, todavía hoy, lamentablemente, sigue conformando el 50% de las poco más de 2.800 hectáreas que crecen en la denominación de origen orensana.
Por suerte, en la actualidad, parece que una buena parte de bodegueros y cosecheros está convencida de que las viníferas locales tienen mayor potencial, transmiten mejor el lugar de procedencia de los vinos y son más demandadas por el consumidor internacional, interesado en conocer los vinos a través de las variedades con las que se elaboran y no solo por su origen. Pero en aquella época se tachaba como locos a quienes trataban de recuperar sus viñedos a partir de varietales como la treixadura, godello, albariño, lado y torrontés en blancas; o la sousón, ferrón, caíño, brancellao y mencía en tintas.
Uno de los pioneros en preservar las castas originales fue Antonio Freijido, en la cuna de Ribeiro, Ribadavia. A finales del siglo XIX comenzó a cultivar Viña La Cabrita, última finca del valle del Avia que muere en la desembocadura del río Miño (225 metros de altitud). De este lugar proceden, posiblemente, los ribeiros más cálidos y estructurados de la denominación de origen. Aunque es cierto que la documentación que obra en la bodega Heredeiros de Jesús Freijido, que dirige su actual bisnieto, incluía el cultivo de algunas cepas de palomino, también es indiscutible que con la llegada de Felicísimo Pereira, el regionalmente reconocido asesor enológico, todas estas cepas de jerez fueron injertadas con variedades nobles.
Pereira, nombrado Mejor Enólogo de Galicia 2011 por la asociación de sumilleres Gallaecia, elabora en bodegas acogidas a la D.O. Ribeiro con importantes reconocimientos plasmados por la crítica (Casal de Armán, por ejemplo), además de asesorar a otras firmas de Ribeira Sacra y Rías Baixas. Aunque tiene claro que si existiera una delimitación de pagos, al estilo de la Borgoña, el valle del Avia engrosaría los más valiosos grands crus de toda Galicia. Una línea de trabajo que está causando un sonado éxito en el Priorat, con el ejemplo de los “vinos de villa”, y que resultaría de un valor extraordinario para los vinos gallegos. Algo que, quizás, debería contemplar la Consellería do Medio Rural e do Mar.
En la cima de la excelencia
Aunque la saga de los Freijido hizo mucho por reivindicar la calidad de esta zona, han tenido que pasar decenas de años para que los vinos de Ribeiro volvieran a situarse en el mapa vitivinícola de la excelencia. La responsabilidad de dicha revolución ha recaído en Emilio Rojo, un ingeniero aeronáutico que dejó su brillante trayectoria para emigrar al campo y recomponer esta denominación de origen.
En el municipio de Leiro, no muy lejos del monasterio de San Clodio, Rojo elabora desde 1987 en torno a dos hectáreas de un viñedo del que sale un blanco de producción limitada que porta su nombre y que ha encandilado a relevantes personajes de todo el planeta, como el genio del celuloide Woody Allen. Su receta es la misma que ahora han adoptado otros: variedades autóctonas procedentes de viñedo viejo, control absoluto de la cepa, elaboraciones respetuosas sin la participación de la madera y un descaro único en la comercialización. Desvergüenza que le convierte en uno de los tipos más peculiares del vino español, amado y odiado a partes iguales por su excéntrica visión de la vida. Por ello no es de extrañar la envidia que muchos le tienen. No obstante, pocos bodegueros se pueden permitir llegar al restaurante donostiarra de Juan Mari Arzak sin reserva y acabar durmiendo con un pijama prestado en casa del padre de la cocina moderna española.
La fórmula de Emilio Rojo no hizo más que abrir los ojos a otros empresarios. Javier Alén, con Viña Meín, ha sabido coger lo mejor de esta filosofía y establecer una senda propia con sus vinos. Pocas bodegas en Galicia saben trabajar convenientemente la crianza en roble. Asignatura pendiente que Viña Meín puede presumir de haber aprobado con nota.
Otras casas elaboradoras como Vilerma (sobre la que se oyen rumores de futuro incierto), Casal de Armán (regularidad en su notable calidad añada tras añada), Finca Viñoa (proyecto muy estudiado durante años que acaba de ver la luz) o Sanclodio (la iniciativa del director de cine José Luis Cuerda) apuestan más decididamente por trabajar con las finas lías en la elaboración. Detrás de toda esta labor enológica, se vislumbra la búsqueda y la creación de un terroir único en el que necesariamente deben participar viñas autóctonas y viejas, con lo que la proeza se limita a unas decenas de hectáreas con las que poder ofrecer un vino más complejo. Si no las hay, los suelos más elevados y con mayor particularidad comienzan a ser las variables más deseadas de la ecuación, tal y como ha puesto de manifiesto recientemente la Cooperativa Vitivinícola do Ribeiro con su iniciativa de alquilar durante decenas de años los montes comunales más altos del valle del Avia para cultivarlos con castas endémicas.
Se hace camino al… cultivar
Es el momento del Ribeiro y ya no importa cómo se ha trazado el camino hasta llegar a este punto. La respuesta está en el terruño. El Avia, donde se cultivan socalcos –terrazas de medida variable- desde 200 hasta 400 metros sobre el nivel del mar, reúne todos los conceptos que pueden trasladar la definición de terroir al castellano. Diferentes variedades, clones, suelos, exposiciones, orientaciones, sistemas de cultivo, conducciones, podas, mesoclima y microclimas provocan que cada vino sea diferente, lógicamente gracias a la intervención de la mano del hombre. A diferencia del Salnés o del Valle de Bibei, las otras dos grandes zonas de producción gallegas, el ensamblaje toma un protagonismo primordial. En añadas cálidas como 2011 o 2012, muchos vinos de Galicia pueden resultar monocordes. Pero en Ribeiro, que una treixadura, una godello o una albariño esté cultivada a una altitud u otra –en apenas cien metros la maduración puede variar más de una semana-, que el suelo donde crece sea arenoso, arcilloso, calcáreo, de granito, con cantos rodados o de esquisto… Todas estas variantes, en fin, influirán de manera decisiva en los vinos. Posiblemente uno de los mejores conocedores del suelo del Avia sea Xosé Lois Sebio, conocido por sus vinos Coto de Gomariz. Para muchos, el mejor enólogo de Galicia. Para otros, el más controvertido de la comarca. Baste como ejemplo su casi monovarietal de albariño –sí, de albariño- que crece sobre suelos de esquistos en la finca las Penelas, en la parte más alta del valle del Avia.
Aunque la meticulosidad y la extrema pulcritud abanderan su trabajo en bodega, son sus amplios conocimientos sobre el terreno los que lo hacen destacar sobre los demás. “El valle del Avia es el más noble del Ribeiro y el lugar donde está Coto de Gomariz, en lo más alto, conforma una especie de orientación sur protegida de todos los vientos que alberga los suelos más resistentes al agua y más pesados. Con estos mimbres se pueden conseguir las uvas más finas y frescas de la denominación”, explica Sebio sobre este apreciado tramo de tierra.
Si bien Sebio es reconocido por sus originales blancos, sus tintos apuntan maneras para convertirse en vinos especulativos dignos de acudir a subastas. Sus Hush, Seyca y Aniversario no son un modelo a seguir, sino vinos de autor y de terruño. Esta concepción de vigneron también puede aplicarse a Manuel Formigo y sus Finca Teira. Formigo forma parte de esa nueva generación de elaboradores preocupados por entender cada planta. Su apuesta por la caíño longo puede ser el sustento del ribeiro del mañana. Igualmente, su personal visión sobre los históricos tostados puede permitir uniformar un modelo de vino que, por su diversificada tradición, difícilmente se podrá homogeneizar. Aunque este es otro capítulo que apenas empieza a escribirse en el nuevo Ribeiro.