Entrañas gastronómicas

Cocina con casquería, un viaje al interior

Miércoles, 10 de Septiembre de 2014

Pisamos el delicado terreno que abandona el músculo y comprende todo lo demás. Productos hallados, demonizados, perdidos y vueltos a encontrar en una diversidad sabrosa que actualiza su estética para mayor gloria de lo exquisito. Saúl Cepeda

Entrañas, piel, morros, pezuñas, crestas, sesos... casquería.

 

Uno puede llegar a pensar que el primero en probar esos manjares debió ser alguien con mucha hambre, que se distingue del apetito en la posibilidad de elegir. Pero eso no es extraño en la antropología del gusto, donde la necesidad primero se convierte en ocurrencia y luego, con suficiente aliño de civilización, se transforma en placer, sin que entre el bocado primigenio y la dentellada final parezca existir algo parecido a una evolución, al menos visto desde el corto plazo de una sencilla experiencia vital. Claro, todo aquello que no es carne (y no es necesario, en cocina, entrar en precisiones biológicas sobre los significados de víscera y órgano, o siquiera si hay músculo en algunos de estos), es casquería y en la historia del mundo los tiempos de carencia siguen superando con creces a los de abundancia, de manera que el ser humano –por más que cueste creerlo, asumiendo el volumen de alimentos que acaban en la basura a nivel planetario– nunca ha estado, por así decirlo, para desperdicios. Son, por supuesto, comprensibles y respetables todos los rechazos (nada atávicos, por cierto) que existen hacia la casquería, muchas veces sustentados simplemente en un fundamentalismo sápido que solo contempla las referencias más ortodoxas para la sociedad de mercado (pizza, patatas fritas o hamburguesas, por ejemplo, aunque no olvidemos que la industria de la comida rápida emplea, y mucho, la casquería) o por cuestiones más cercanas a la estética sensorial, en particular lo relativo a la vista –aunque también tienen su papel toda una gama de texturas–, pues estos alimentos han adolecido en su historia comercial reciente de severos problemas de presentación tanto en el punto de venta como en el plato.

 

[Img #5331]Lectura interior
Para aquellos interesados en el complejo mundo de la casquería y de sus recetas, De tripas corazón (Planeta, 2009) es un texto imprescindible, narrado con tanta precisión gastronómica como literaria. El escritor y maestro del mestizaje culinario en España, Abraham García, echaba en falta un libro sobre el tema, de manera que abordó desde su experiencia más directa el abanico de posibilidades y anécdotas que la cuestión visceral-casquera traía a cuento narrar.

Aunque no importaba tanto en el pasado. En el Antiguo Egipto se detalla el proceso de engorde adecuado de las ocas del Nilo para que sus hígados resulten más sabrosos, mientras La Ilíada recoge en un pasaje que “(...) y atravesando las entrañas con los asadores, las pusieron al fuego. Quemados los muslos, probaron las entrañas...”; igual que el padre de los gastrónomos, el romano Marco Gavio Apicio, cita en De res coquinaria recetas de callos, pues los romanos daban la más alta consideración en la mesa a la casquería (ya durante la era del Imperio se menciona el iecur ficatum, un foie gras de ave alimentada con higos, aunque, bien es cierto, que no es habitual emplear el término casquería relacionado con manjares nobles –y onerosos– como son el foie o el caviar) o bien, en tiempos visigóticos, encontramos en la Península referencias al guiso de rabo de toro que, más tarde, hacia el final de la Reconquista, resulta estar plenamente asimilado en el recetario hispano-magrebí anónimo Kitab-al-Tabij de cocina de Al-Andalus. Así, mollejas, riñones, testículos, pulmones, ubres, lenguas, estómagos e incluso vulvas se convierten en la materia prima principal de incontables recetas populares, porque la casquería no deja en ningún momento de ser un pilar importante de la alimentación –sin contar aquellos casos de proscripción religiosa de la sangre o de cierto tipo de animales– en Occidente hasta los años posteriores al final de la II Guerra Mundial, cuando comienzan a producirse cambios drásticos en la distribución logística a gran escala de alimentos en las entonces incipientes cadenas de supermercados.

 

Como señala el investigador universitario Stephen Mennell, autor de libros no traducidos al español como All manners of food, en sus teorías sobre el desarrollo de tabúes alimentarios “con el tiempo, el fortalecimiento de las sensaciones de repugnancia, con toda probabilidad conectadas con el proceso general de civilización y la inclinación del equilibrio desde Fremdzwang (la restricción externa) hacia Selbstzwang (la autorrestricción), se puede observar en relación a la casquería”.

 

La nueva casquería

 

[Img #5330]Sin embargo, no todo está perdido. Aunque estas viandas ocupan, aparentemente, un lugar cada vez más pequeño en mercados y grandes superficies (en las casquerías madrileñas Os-Car, eso sí, afirman que la crisis ha aumentado la demanda de sus productos), existe un movimiento de chefs españoles involucrados en su reinvención, adaptando la sutileza de estos sabores a los nuevos códigos de estética, técnica y nutrición que el consumidor cosmopolita y moderno viene demandando en los restaurantes. Nuestro país, de privilegiado mapa agropecuario y en el que se dan algunos de los fenotipos ganaderos y avícolas de mayor interés culinario del planeta, ofrece un mapa delicioso repleto de posibilidades casqueras por descubrir.

 

En el encuentro Madrid Fusión que tuvo lugar en enero del presente año, el chef Francis Paniego, de los restaurantes Echaurren y Tondeluna de La Rioja, desarrolló una de las ponencias más convincentes del evento en relación con la casquería. Señaló que buena parte del problema con esta denominación culinaria residía en la presentación y el enunciado, mas no en el sabor, pues “cuando presento una empanada de hocico me miran raro, pero si es una gyoza de morro, el cliente lo aplaude”. Su exposición definió tratamientos y técnicas aplicados a la casquería convirtiendo pieles de cerdo en tallarines, otorgándole a unos sesos lacados la textura del foie o emulando un plato de caza con un corazón de cordero.

 

Sería inexcusable no hablar de Julio Reoyo, del Mesón de Doña Filo en la Comunidad de Madrid, renovador temprano de la casquería a través de ejercicios técnicos que hacían llegar a la mesa gelatinas, espumas, crujientes, ensaladas y finos cortes que incluían manitas, criadillas, callos o sesos; divulgando además sus cualidades nutricionales y características organolépticas casqueras, así como el bajo precio de estos alimentos que suelen volar por debajo del radar del cliente promedio.

 

Es posible distinguir una casquería más noble, si se quiere, por dificultad de tratamiento y sutileza de sabores y texturas, que incluye mollejas, hígado, riñones, sesos..., pero también manitas o callos; así como otra más ruda en la que podemos hallar rabos, orejas o pieles, más tolerantes con fórmulas culinarias más agresivas, de la misma forma que sucede con las denominadas asaduras y tripas. Todas ellas tienen, sin embargo, diferentes vías para su elaboración en cocina. No es extraño que Toño Pérez del restaurante Atrio haya convertido en un plato emblemático de su cocina unas manitas de cerdo soberbias o que Abraham García, del restaurante Viridiana, rizando el rizo, plantee su extraordinario tuétano de vaca merina del Valle de los Pedroches; aunque también la industria alimentaria se apunta al carro y ofrece –más allá de los omnipresentes callos envasados del lineal– suculencias tan atípicas como son las crestas de gallo de Cascajares en lata.

 

Y es que cada animal da para mucho más que un filete o una pechuga. La imaginación es el límite.

 

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