La mesa de al lado
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José Manuel Vilabella
La gula nos hace gracia y aunque hablamos mal de ella y la criticamos con dureza para parecer políticamente correctos, ni los obispos tridentinos más estrictos y puntillosos condenarían al fuego eterno a un desdichado comensal que se quedase ahíto y sudase incluso lágrimas de grasa devorando con fruición un cocidito madrileño. Hay viejos a los que solo les queda la comida y jóvenes que se entregan en brazos de la gula porque no tienen otros regazos que los acojan en las noches invernales. La gula es, en ocasiones, el último refugio. ¿Cómo va a ser un puerto de acogida una falta tan grave? Ni Jesucristo ni el Comandante de Marina lo tolerarían.
La gula, lo sé por experiencia, es un enemigo astuto y malintencionado. Si se enamora de ti no te dejará marchar, si le sonríes te acompañará toda la vida. No hay que confundir al guloso con el goloso aunque a veces caminen juntos como hermanos siameses y sean el haz y el envés de la misma moneda. Cuando te haces muy mayor conoces a tu gula como si fuese tu santa esposa. Sabes sus manías, sus triquiñuelas, percibes sus indirectas. La mía es una gula poco madrugadora que no me pide más de tres churros a la hora del desayuno. Ya no quiere tostadas con mantequilla y si la obsequio con una minúscula tarrina de mermelada de naranja amarga me reprocha mis tics de viejo british, de falso caballero inglés. Mi gula es religiosa y ataca a la hora del ángelus. A las doce del mediodía se desata, se pone como loca, se tira de los cabellos y me arrastra a la cafetería más próxima y mira, con ojos de deseo, las barras colmadas de tapas y de atractivos canapés. Me pide pinchos de tortilla de chorizo, me exige gambas a la gabardina y me hace carantoñas para que le obsequie con un cruasán a la plancha con unas lonchas de jamón de York. Mi gula es educada y considerada a la hora del almuerzo y se vuelve pesada a la media noche. Es un poco pendón, lo reconozco. Me toma de la mano y me lleva a la nevera o a la caja de las galletas y se pone de rodillas para que le dé dos onzas de chocolate. Yo la riño con ternura, le digo que como siga por ese camino se va a quedar viuda, que tiene que ser mi compañera, que de las grandes cenas, ¿no lo comprendes, Margarita?, están las sepulturas llenas.
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