La ferocidad del mercado
José Manuel Vilabella
Cuando iba con mi madre –con mi mamá– a la cola del aceite y al mercado de abastos a comprar lo que ofertaban los puestos tristes de los años cuarenta, no podía imaginar lo feroz que podía llegar a ser aquel perro triste y lleno de pulgas, flaco, con mirada cansina y humillado que era entonces aquel sitio donde se compraba diariamente lo que consumían las familias. No existían las neveras pero sí las fresqueras donde se oreaban las carnes y pescados, las frutas y las hortalizas. En cada fresquera se refugiaba un microclima, era como una Marbella diminuta y doméstica que prolongaba la vida corta de las fresas y de los filetes. Se olía la carne y se miraban las agallas a los peces para comprobar una vez más que la fresquera había cumplido con su obligación y los había salvado de la podredumbre y el horror.
Ahora esa plaza, ese mercado, está lleno de maravillas estéticas, frutas de diseño, carnes esplendorosas, productos ultramarinos. Qué bonito es el mercado, qué joven y atractivo pero qué cruel y despiadado; el mercado de ahora despacha sin ningún reparo moral un buen montón de desahucios; ya no es un perro triste y apaleado, ahora es un tigre, pero no un tigre de papel. Es una fiera sin colmillos que deglute familias, devora hombres, prostituye mujeres, enriquece arcas infames, ennoblece a los canallas de la tierra y humilla a los parias del universo y solo defeca, oh cielos, dividendos y estafas que reparte con largueza –gracias, don José, le dicen sus acólitos– entre sus sacerdotes, sacristanes y monaguillos. Lo terrible del mercado es que no lo vemos, no sabemos lo que piensa ni dónde habita. Nadie sabe lo que le entretiene ni qué juguete puede aplacar su furia. Parece que el mercado se manifiesta cuando llegan la ventolera y los huracanes, le gusta disfrazarse de tsunami, se pone el capirote del tifón y se enfunda con remango los calzoncillos del terremoto. Voy al mercado, paseo por sus estancias repletas de maravillas y lo observo todo desde el estupor. Me siento vigilado por sus miles de ojos y siento su aliento en el cogote. Estoy a su merced. No sé si trabajo para él o soy su enemigo, ignoro si soy un verdugo o una víctima. ¿Quién será el responsable último del desaguisado? Subo al cielo y me encuentro a San Pedro en cueros vivos, Jesús tiene un ojo morado y su papá, el Padre, tiene un brazo en cabestrillo y todos miran con horror a la paloma casi muerta y desplumada que agoniza en el suelo, abatida, sin aliento.
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