Mayte Lapresta

Catas y recuerdos

Viernes, 01 de Noviembre de 2013

Mayte Lapresta

Sin duda, en la cata de vino la memoria juega un papel primordial. Esa evocación que permite con un suave olfateo empezar a hilar cada nota, desgranando la sutilidad de un aroma complejo en decenas de apuntes que se van enlazando de manera natural formando un todo. Yo he catado miles de vinos. Esta afirmación que asusta hasta al médico más imprudente debería ser una de mis más valiosas posesiones, pero mi memoria olfativa es un tanto esquiva, traviesa y despistada y me cuesta identificar cada matiz y nombrarlo con seguridad. Siempre espero unos segundos a que mis avezados compañeros suelten esa manzana verde, esa flor blanca, ese café tostado para que mi cabeza loca se dé cuenta de repente de la obviedad. El recuerdo es caprichoso y en ocasiones busca los caminos más largos y nos lleva a espacios o momentos concretos sin darnos la palabra exacta que describe el aroma percibido. Me huele a mañana de verano, a baños en el mar, a tierra mojada tras la tormenta, a la piel de mi bebé o a un desayuno de domingo. Hay aromas que te trasladan a tiempos pasados que ya casi habías olvidado, olores que forman parte de un mundo ya lejano como las vainas de guisantes abriéndose en esas tardes de cazuelas; las lentejas en el pasapuré o las rosquillas en el aceite caliente. Son olores de nuestra niñez, que se unen inexorablemente con las canciones infantiles, la radio siempre sonando y la vida sin preocupaciones. Y quizás, a pesar del fuerte contenido personal de estas descripciones, son las más bellas de una cata, las que te desvelan la historia de quien prueba ese vino, las que te demuestran el papel que tiene tu pasado en una simple definición aromática, olvidándonos de terminología enrevesada y lejana a quienes somos.

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