El insaciable bebedor de agua
José Manuel Vilabella
En Sobremesa, que es una revista donde se rinde culto al vino, el firmante es el representante del agua, de todas las aguas: las mayores y las menores, las minerales y las del grifo, las de las tormentas que ahogan a nuestras vacas y las de la pertinaz sequía que matan de sed a nuestro ganado porcino. Uno –y perdonen ustedes la presunción– es un insaciable bebedor de agua y, como colaboro en esta revista desde hace un montón de años, cuando hay que opinar de aguas o balnearios la dirección dice: ‘Que comparezca el señor Vilabella y nos ilustre’. Y yo viajo desde Oviedo a uña de caballo para decir esta boca es mía.
El secreto de mi éxito es la fe. Yo no creo en nada salvo en el agua. El vino me condujo en el pasado por caminos pecaminosos y los destilados, hoy proscritos por mi equipo médico habitual, forman parte de ese ayer de don Juan calavera y truhán del que prefiero no hablar y del que me arrepiento como lo hizo en su día Casanova. Creo en el agua y toda la que bebo es bendita. No es agua del Jordán, como la que utiliza la Casa Real para bautizar a sus retoños. Es agua corriente que me bendijo una vez mi entrañable compañero de pupitre el Cardenal Rouco Varela cuando ambos éramos sacerdotes en Roma y oficiábamos de monagos de Pío XII. Han pasado más de sesenta años pero el botijo primigenio ahí lo tengo y el agua sigue produciendo los mismos efectos salutíferos para mi alma descarriada de la senda del Señor y para estas entretelas y mondongos que se han de comer los gusanos.
Las aguas minerales que bebían nuestros padres cuando estaban hechos unos zorros eran todas milagrosas y gaseadas, alcalinas, ferruginosas y enriquecidas con minerales diversos. No eran puras, ni virginales, eran milagrosas. Se acudía al agua y el agua les decía a buenas horas mangas verdes, pero bondadosa y mujer al fin, curaba a los dispépticos, mejoraba a los hiperclorhídricos, les echaba una manita a los gastrosucorreicos, aliviaba como buenamente podía a los litiásicos y derramaba mixturas y en su pecho llevaba el consuelo para obesos, artríticos, diabéticos y enfermos en general de esa larga retahíla de dolencias que padecemos los nonagenarios y que están llevando a la ruina a la Seguridad Social y a la pobre ministra doña Fátima, a la que no le salen nunca las cuentas.
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