El porquero de Agamenón

Domingo, 01 de Diciembre de 2013

José Manuel Vilabella

Confieso que no sé quién era Agamenón. Podría entrar en internet y dármelas de erudito pero, ¿saben?, me da pereza. Me interesa mucho más el porquero de Agamenón al que imagino diciendo por lo bajinis verdades como puños de su jefe y del entorno de su empleador, el núcleo duro de los señoritos de la época. Las verdades de Agamenón las pongo en tela de juicio, solo por instinto. El porquero, al que llamaremos don Felipe para entendernos, era sin duda un hombrecillo habilidoso que se movía con agilidad entre el ganado porcino. Le gustaba su oficio y con una simple ojeada distinguía lo que le ocurría al gorrino Melquiades y por qué estaba tan melancólico el marrano Zacarías, que andaba el pobre algo modorro. Parecía don Felipe un hombre algo rudo y solitario y aunque de hecho era el jefecillo de la cochiquera, era un rey bondadoso y clemente que sentía piedad por las cerdas cuando parían y las asistía con una ternura paternal e inventaba palabras nuevas que eran como gruñidos para aliviar su sufrimiento. Don Felipe quería de verdad a aquella piara de cerditos que se llevaba el mayordomo para servirlos crujientes y en su punto a los huéspedes de su amo.

 

Eran tiempos de crisis, difíciles para todos y hasta las cuadras llegaron los rumores de que el señorito Agamenón no pagaba sus facturas y que decía ‘a mí también me deben’. Rebajaba el sueldo de sus empleados con la excusa de ‘yo gano mucho menos, majete’. Llamó un día a su porquero que compareció ante él con sus mejores harapos, lleno de churretes y luciendo una enorme sonrisa porque a pesar de su baja condición era un hombre feliz. Agamenón no tuvo piedad y fue muy claro en su exposición: te vas a la calle o renuncias a tu escaso salario. Le dijo textualmente: ‘Podrás vivir en las cochiqueras e incluso morir en ellas si lo haces en silencio”. Lo que más le hirió a don Felipe fue la inquina del señorito al que creía un amigo y un hombre justo. Don Felipe renunció a su baño mensual en el que se quitaba la mugre y nunca volvió al lupanar de doña Lola a disfrutar de los encantos de la bella meretriz Dulcinea del Liborno, sus únicos lujos. Don Felipe, que ya era viejo, solo hablaba con los cochinos y estos le miraban con conmiseración y le daban la razón. Aquel hombre –se decían unos a otros– decía la verdad. Sin conocerlo Agamenón me cayó siempre muy mal; no conozco su biografía pero intuyo que era un próspero banquero.

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