Del churro al jeringo

Jueves, 01 de Mayo de 2014

José Manuel Vilabella

Me había liberado del churro de mi juventud pero la crisis, ay, me obliga a dar un frenazo, meter la marcha atrás y volver a los frutos de sartén que son mucho más apañaditos de precio. Encontré al churro rejuvenecido, con el rostro terso, hecho un figurín. Le pregunté por su madre, por la porra, y me dijo que su progenitora estaba muy bien y que su hermano pequeño, el jeringo, había crecido una barbaridad y que, además y cómo pasa el tiempo, le había salido bigote. Yo no había comido churros desde mi época madrileña. El tiempo hace que recuerdos desagradables se conviertan en todo lo contrario porque la nostalgia del churro, que es como la magdalena de Proust, embellece el tiempo perdido y no hay tiempo más despilfarrado que el de la noche en blanco, la época del despertar de los poetas. Cuando hace sesenta años un servidor arreglaba el mundo, la amanecida y el frío nos juntaba en la churrería a gentes descabaladas. Se preguntaba con solemnidades de notario: ¿Quién es el último?, y una señorita desmedrada y pálida te lo decía con gesto cansino. Coincidíamos madrugadores y hampones, panaderos de retirada con asistentas laboriosas, putas y toreros, lo peor y lo mejor de cada casa. Durante unos instantes se solapaban el misterio de la noche, el silbido de ese tren que se va, con el espíritu ilusionado del mancebo de botica que sonríe irónico porque sabe las cinco fórmulas de curarse la resaca. A mí la noche, como el tabaco negro, como el Ducados, me dejó marchar. “Vete, hombre, vete; la noche de Madrid es para profesionales, no para conspiradores”, me dijo antes de darme un puntapié en las posaderas: y me mandó de regreso a provincias.

 

Me gusta, como a todos los falsos british, el desayuno inglés y la vuelta al churro, que es como el volver con la frente marchita a vivir con los padres, me parece pobrete, carpetovetónico, una urgencia del sur. Opto, como todo buen esnob venido a menos, por mojar el churro en el café con leche y me digo a mí mismo que aquello está muy bien, oiga. El churro sabe a verbena y a carrusel, huele a banderas, a patria escarnecida, a corruptela de concejal de urbanismo. El churro, la porra y el jeringo son inventos españoles que vienen del hambre; no se puede hacer nada mejor con un poco de aceite, un puñadito de harina y una pizca de azúcar. Don Miguel no estuvo nada fino el día que pronunció aquella tontería que pasó a la historia: “Que inventen ellos”. No imaginaba, el pobre, que España y los tiempos le darían la razón.

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