Caridades gastronómicas
José Manuel Vilabella
Siempre han existido en España, incluso en los años felices del despilfarro personal e institucional, las caridades gastronómicas. A los pobres las gentes bien pensantes les daban su pesetita –ese óvalo caritativo que limpia las conciencias– condicionados a su correcta inversión. La señora gorda y piadosa de los años ochenta le decía a su pobre de confianza: “Manolo, ya sabes, con estas tres pesetas te mercas un bollito de pan; que no me entere yo que las inviertes en vinazo peleón para saciar tu sed de justicia”. Las caridades de antaño exigían lo que los peritos mercantiles llamaban un moralizante estado de aplicación de fondos. Manolo, al final, se iba donde Asunción y con las limosnas del día se bebía una frasca de tinto y se devoraba una ración de sardinas. Los pobres de los años buenos hacían con su dinero lo que hacían los ricos: lo que les daba la gana. En los años del despilfarro también hubo pobres de pedir, se construían aeropuertos superfluos pero, ay, también se ponía la mano pedigüeña sucia y temblona a la salida de la misa de doce. Siempre fue el pobre caballero intuitivo que sabía que después de cumplir con el tercero al católico le gusta abrir su bolsillo y repartir caridades entre las clases bajas, entre los vencidos sumisos, entre los marginales desaliñados, entre los harapientos.
La crisis multiplicó, como es evidente y todo el mundo sabe, el número de pobres primero por diez, después por cien y más tarde por mil. Los pobres están en la calle, se manifiestan, sus manos no son sucias ni temblonas y ahora están crispadas; levantan el puño, hacen peinetas y cortes de manga; los pobres gritan y exigen y nosotros, los pudientes, los miramos temblando desde el otro lado de los visillos. Quieren pan y también garbanzos, exigen lácteos para sus hijos, se resisten y patalean cuando nosotros los banqueros los echamos de sus casas porque, coño, se niegan a pagar las hipotecas. Aducen, ¡qué cara tienen los pobres!, que no habían interpretado bien esa letra pequeñita y se resisten a endeudarse de por vida. No saben que nosotros los banqueros lo tenemos todo apuntado y les perseguiremos allá donde vayan y cobraremos sus deudas aunque se escondan en remotos países; ignoran que si la solidaridad de los pobres es repartirse el chusco y el cartón de vino, la nuestra, la de los ricos, no conoce fronteras y en cualquier lugar del universo hay un banquero amigo que te hace el favor –por cuatro duros de comisión– de pasar al cobro la letra devuelta, la hipoteca impagada, el crédito vencido, el aval firmado al bueno de Manolo.
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