El encanto de la mezcla
Marsella
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Su atmósfera mediterránea y una bulliciosa idiosincrasia portuaria hacen de esta capital francesa un interesante destino para quienes gustan de los ambientes auténticos y de una gastronomía fundamentada en el mar. Juan Manuel Ruiz Casado
La imagen se repite por el centro de la ciudad pero es posible que tenga su expresión más entrañable a la altura del número 25 de la Rue Panier. Allí abre sus puertas el Bar André, punto de reunión de obreros de diverso pelaje y pescadores jubilados que pasan la mañana dejándose acompañar por una taza de café y algo de conversación. Enfrente, a pocos palmos de un par de mesas que siempre están ocupadas, el escaparate de La Boutique Éphémère muestra algunos de sus preciados objetos: bolsos de diseño, colgantes atrevidos, zapatos de moderna factura… Cuando llegan a esa parte de la calle, los turistas se detienen atrapados por esa singular convivencia de lo nuevo y lo viejo, y dirigen sus cámaras de fotos a un lado y a otro de la estrecha calle.
Le Panier fue el primer barrio de Marsella. Tras muchos años de abandono, hoy sus calles y plazas acogen a visitantes de todo el mundo que caminan en busca del restaurado Hospital de la Caridad y entran en las tiendas de artesanía, de jabones y de chocolates, o se sientan en las terrazas de los bares aprovechando la suave calidez del sol. Menús baratos, turistas, espacios de ocio y tiendas que de alguna manera representan los intereses de los viajeros cosmopolitas han transformado un barrio en el que, sin embargo, todavía pervive el recuerdo de los pescadores que durante siglos vivieron en él.
Cerca de este nudo embrionario está el puerto, de donde parten las avenidas principales de la ciudad: La Cabenière; la Rue Vacon, puerta de acceso a esa ciudad del Magreb que está instalada en el centro de Marsella; la Rue de la République, un kilómetro de arquitectura Segundo Imperio que no tiene nada que envidiar a las elegantes avenidas de París. Cada mañana, los barcos cruzan el luminoso espacio de la rada y arriban al puerto donde los pescadores montan sus puestos con los rapes, las doradas y los cabrachos recién capturados. Mientras otras ciudades mediterráneas han optado por convertirse en parques temáticos, con acuarios y una ruinosa arquitectura de cartón piedra,Marsella sigue ofreciendo una lección de realismo. Los pescadores remiendan las redes, pintan sus barcos, cargan y descargan mercancías, duermen la siesta sobre el suelo de las embarcaciones. Tal vez ningún otro puerto mediterráneo sea tan generoso a la hora de regalarnos imágenes que poco a poco van pareciendo de otro tiempo, de otro mundo.
La ciudad –donde viven cerca de ochenta mil armenios, setenta mil judíos, ciento cincuenta mil corsos– es demasiado vieja e ingobernable como para dejarse llevar por modas o estrategias de captación. En ella, como en la vida, la excelencia y la realidad no andan lejos y a menudo comparten el mismo espacio. Algunas ciudades se empeñan en disimular esta ley que aquí parece regir los abigarrados ritmos urbanos. Los grandes hoteles de la fachada del puerto y las terrazas donde se sirve la “verdadera bullabesa”, las vistas panorámicas de afamados restaurantes (Chez Peron, Les Trois Forts) y los hermosos edificios de piedra del entorno de La Canebière, los brillantes comercios del barrio de la Bolsa… Pero también la autenticidad de sus rincones oscuros, sus callejones, sus edificios sin restaurar, el paso del tiempo patente en las paredes de sus casas y ese ambiente cosmopolita y peculiar que la convierte en única, todo ese caos diario y subyugante que hace y deshace la vida, y que convierte a Marsella en una especie distinta ahora que tantas ciudades han decidido parecerse unas a otras como aburridas gotas de agua.
Para no perderse
Desde el puerto varias compañías navieras ofrecen la posibilidad de visitar la isla de If, prisión de El Conde de Montecristo. El Cours Julien es en la actualidad uno de los frentes vanguardistas de la ciudad. Músicos, pintores y artistas frecuentan una plaza de visita obligatoria.
Para comer bien
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