Compromiso con la tierra

René Barbier

Jueves, 16 de Mayo de 2013

Llegó al Priorato en busca de su particular paraíso y ha conseguido convertirse en cabeza visible de un movimiento vinicultor cuyos productos ocupan los primeros puestos del mercado. Su secreto reside en escuchar al terruño y mantener un inconformismo a ultranza. Juan Manuel Ruiz Casado. Imágenes: Álvaro Fernández Prieto

En 1978, año en que la familia Barbier llega a la comarca con intenciones de quedarse, el Priorato vive todavía anclado en una especie de limbo vinícola. El trabajo de las cooperativas y la labor de bodegas como Scala Dei y Masía Barril –ambas hoy en activo, aunque esta última reconvertida en Mas d´en Gil– apenas podían disimular el pesado aletargamiento que, desde la crisis de la filoxera, padecía la región. Las ocho mil hectáreas de viñedo que había plantadas antes de la plaga estaban lejos de las alrededor de cuatrocientas de finales de los setenta. La apuesta por otros cultivos menos exigentes y el desarrollo de la industria textil habían terminado de dibujar un paisaje en el que las viñas competían por su estado de abandono o por el poco empeño que se ponía en su cultivo. El vino del Priorato parecía resignado a ser materia de los libros de historia local, y de alguna manera así lo señalaba la pervivencia de los típicos rancios que, sometidos a un largo proceso de oxidación, remarcaban la idea de zona anquilosada, de nave varada en los rituales de la costumbre y en las nostalgias que lleva aparejadas todo producto endémico.
 

 

[Img #8040]Nadie podía sospechar que un par de décadas más tarde los tintos del Priorato ocuparían las vitrinas de las mejores tiendas del mundo, poniendo de acuerdo a especialistas y a consumidores y obligando a los sumilleres de los restaurantes de lujo a ampliar su carta con vinos hechos en Gratallops, en Porrera o en Torroja. Nadie podía imaginar que llegaría un momento en el que no conocer lo que se elaboraba allí equivalía a asumir un desfase que ningún profesional del sector debía permitirse. Ni siquiera René Barbier pudo imaginarlo. Entre otras razones porque los hippies –y así se reivindica el propio Barbier una y otra vez, importándole poco que hayan pasado más de treinta años: hoy tiene sesenta y tres– se supone que no se preocupan mucho de estas cosas del éxito. Los Barbier llegaron a Gratallops en busca de una vida nueva. Pretendían una especie de retiro alejado de la furia de la civilización, un trocito de universo que no estuviera contaminado. A veces no hay nada como perseguir tranquilidad para acabar provocando el mayor de los ruidos. Los vinos de René Barbier y sus amigos, que comenzaron su andadura en régimen de cooperativa, “haciendo el mismo vino pero con marcas distintas”, como explica René, y más bien para consumo propio y para regalar a la familia, llamaron pronto la atención de revistas especializadas, de mercados ansiosos de novedades y de consumidores que, en lugar de estar en el paro, dirigían empresas, eran gerentes o directores de departamento y cobraban con puntualidad cada final de mes. El alto precio que era preciso pagar para beberse alguno de esos rutilantes tintos no obstaculizó su difusión. Al contrario. Fueron los años del dinero a manos llenas y de los negocios por tierra, mar y aire pero, aun así, no resulta fácil tocar las teclas precisas que explican esta clase de boom vinícola logrado de la noche a la mañana.

 

[Img #8043]Para comprender este fenómeno es necesario tener en cuenta el gran conocimiento del sector que había adquirido el hombre sin el que nada de esto hubiera sido posible. Hijo de una familia de vinicultores franceses perfectamente arruinada hacia 1973 (por sí solo, este asunto daría para varios reportajes), René Barbier había estudiado enología y viticultura en Beaune y en Burdeos. El fallecimiento de su padre y la desastrosa gestión de los negocios familiares (“mi mujer me conoce millonario pero, cuando nos casamos, no tenía nada”, asegura con espléndido sentido del humor) lo llevan a trabajar durante once años en el departamento de exportación de la bodega Herencia Remondo (Alfaro, Rioja). Es aquí donde conoce a Álvaro Palacios (L´Ermita), quien, junto a otros amigos y conocidos, no duda en seguir los pasos de Barbier cuando este le habla de su intención de instalarse en el Priorato. Las fotografías de esa época, recopiladas en un libro entrañable titulado Clos Mogador, dan cuentan de esa mezcla de amistad, inconsciencia y aventura que animó el emprendimiento. Por supuesto, el libro contiene imágenes de Daphne Glorian (Erasmus), de José Luis Pérez (Martinet), del mismo Álvaro Palacios. También figura la ya famosa recensión de Gault Millau en la que, bajo el nombre de Les Grands d´Espagne, los tintos prioratinos eran presentados al mundo. Fue con motivo de las Olimpiadas de Barcelona de 1992. Así lo cuenta el propio René: “Todo prendió un poco antes. Un día que estábamos en París y coincidimos con algunos periodistas y gente del sector. Creo que en una cata. No recuerdo si fue en el desayuno o el almuerzo cuando sacamos un tinto de los que habíamos elaborado en el Priorato y, como es normal, nos lo bebimos. Mi sorpresa fue que quince días más tarde llamó un periodista de la Gault Millau, que por entonces era muy famosa, para decirme que le había gustado mucho aquel vino y que quería conocer dónde se hacía y cómo. Yo le dije: ‘pero, ¿qué vino?’, porque no entendía nada. ‘Sí, sí, aquel que estaba tan bueno’, me respondió. Y entonces caí en la cuenta de que se refería a nuestro priorato. De verdad que no me lo podía creer…”.

 

La escalada mediática había comenzado. La verdadera transformación vitivinícola se había puesto en marcha.

 

Terroir en movimiento

 


[Img #8042]Entre las muchas ventajas que, según Barbier, posee el Priorato destaca el hecho impagable de que a él simplemente lo hayan dejado “por imposible”. “Para mucha gente soy un loco que no tiene remedio”, asegura. “Me ven como un caso perdido pero, a la vez, me dejan tranquilo, hacer lo que me dé la gana con mi viñedo y con mis vinos. Esto mismo en Rioja, por ejemplo, me hubiera costado muchos enemigos”. René recuerda que, siendo un muchacho, mientras paseaba por los caminos de polvo del Priorato durante las vacaciones, llegó a pensar que aquel no sería un mal sitio para vivir. Años más tarde este deseo fue impulsado por la intuición de que en ese territorio cargado de referencias históricas y religiosas podrían hacerse vinos alejados de lo convencional. “En algunos viajes familiares por Francia, cuando pasábamos por Borgoña, mi padre pedía silencio y respeto porque consideraba que esa tierra era sagrada. Yo, que siempre he sido muy rebelde, le respondía que en España había mejores terruños y que solo se necesitaba tiempo para encontrarlos e interpretarlos. Mi padre me levantaba la mano como para pegarme y no daba crédito a mis palabras. Hoy pienso que no es poca victoria la de que Clos Mogador se venda en Beaune y en París, y a veces a un precio por encima de los franceses”.

 

La búsqueda de terruños diferentes, como base sobre la que construir vinos que discrepen de lo establecido, llevaron a Barbier desde La Rioja hasta el Priorato. El esquematismo de las categorías riojanas de crianza, reserva y gran reserva, así como la apuesta por la marca desvinculada de un terroir determinado, le aconsejaron dirigirse hacia otras latitudes en las que proceder como le viniera en gana. En Mogador, como llamó a las treinta hectáreas que acabó comprando en el término de Gratallops (de ellas, solo veinte están plantadas de viñedos), comenzó plantando cabernet, merlot y syrah. Pero, hasta pasados diez años de trabajo, no comercializó ningún vino. Aquel terreno en pendiente con suelo de pizarra era uno de tantos damnificados por la escasa fe que los agricultores tenían en la vinicultura. Viejas viñas desperdigadas y bancales que, por la fuerza de la erosión, habían perdido parte de su forma. Esto era Mogador: una expresión de paisaje mediterráneo en estado de abandono. El mejor campo de juego para los experimentos y ensayos de un rebelde con causa, de un “loco del terroir”, como el propio Barbier se define.

 

Hoy se discute mucho acerca de aquellas primeras plantaciones de cabernet o syrah que causaron furor en el Priorato, y que desde hace poco tiempo representan algo así como un pecado original. El creciente valor de las variedades autóctonas (garnacha, cariñena) frente a esas uvas que pueden encontrarse, y de hecho se encuentran, en cualquier zona del mundo, ha acabado por desprestigiar el uso de las que vuelven a llamarse con cierto desdén variedades extranjeras. A favor de este cambio de perspectiva han soplado las críticas recibidas por los prioratos como tintos de escasa capacidad de envejecimiento, lo que tal vez tenga que ver con viñedos de cabernet o merlot de poca calidad. El hecho de que el vino tótem de la región, L´Ermita de Álvaro Palacios, haya ido desprendiéndose de esas influencias externas para convertirse en un varietal de garnacha, habla con claridad del nuevo rumbo.

 

Hombre de pensamiento complejo, que huye de las afirmaciones categóricas y se niega a quedarse de brazos cruzados escuchando cómo otros celebran lo mucho que sabe, René Barbier es lo contrario de un sabio satisfecho. Su discurso acerca de las variedades encierra un alambicado debate, “una eterna discusión”, dice él, sobre la que se asienta un singular entendimiento del terroir. Merece la pena escucharlo. “Antes de la filoxera” –explica– “en el Priorato había dieciocho variedades blancas y unas quince tintas. Los antiguos sabían, por ejemplo, que la garnacha blanca era una variedad pesada y para contrarrestar su efecto tenían otras uvas que daban frescor a los vinos. Es decir, pensaban en la copa de vino cuando trabajaban la viña. Los enólogos y los reglamentos de las denominaciones de origen tienden a querer limitar esta riqueza. Cuando llego al Priorato, planto cabernet y syrah porque me interesa tener cuantas más posibilidades mejor. Creo que esta es la verdadera tarea de la viticultura. Un terroir no puede ser algo quieto, que responda a una fórmula establecida e invariable. La naturaleza se mueve, los hombres intervienen sobre ella. ¿Cuándo se está absolutamente convencido de que una determinada variedad es la más idónea para una determinada tierra? No lo sé. Pétrus, por ejemplo, pasó de llevar cabernet antes de la filoxera a ser un merlot casi 100%. La clave, a mi juicio, está en no arrancar nada que pueda ser beneficioso para la viña, y en saber que el acierto de hoy puede ser el error de mañana. Nos equivocamos constantemente. Y esto no tiene por qué ser malo. Hay variedades que resaltan ciertos aspectos de un terroir, y otras, en cambio, pueden poner de relieve otras facetas. Hay que conocerlo todo, probar, ensayar, y estar muy encima del viñedo. De esto depende la capacidad de envejecimiento de un vino, de cómo se haya trabajado la viticultura. Nosotros no dejamos de abrir añadas viejas: Mogador del 89, del 90, del 2000. No solo no se han caído sino que están impresionantes. Como es lógico, a algunos hay que dejarlos que se abran”.

 

Y concluye, sin atisbo de rotundidad: “por ahora, junto a la garnacha y la cariñena, Clos Mogador va a seguir llevando cabernet y syrah. También estas forman parte del carácter y de la historia de este terroir. Sin ellas es muy probable que Robert Parker no nos hubiera escuchado, que en Estados Unidos no nos hubieran hecho caso cuando empezamos”.

 

Mogador es una selva

 


[Img #8041]Por razones distintas, Espectacle y Mogador forman parte de ese conjunto de lugares que todo aficionado al vino aspira a conocer algún día. El primero, en la D.O. Montsant, es un viñedo en el que uno puede sentir –casi tocar, podríamos decir– el peso de la historia. Desde su cornisa, si hace buen tiempo, se ven las estribaciones de los Pirineos y las aguas del Ebro, y si uno mira hacia abajo, las viñas viejas de garnacha (unas tres hectáreas y media de una edad en torno a los ciento veinte años) se derraman en cascada con una fuerza que sobrecoge. De aquí sale un solo tinto cuyo nombre, Espectacle, reproduce el sentimiento y el comentario que suelen hacer quienes lo visitan por primera vez. Es un tinto de garnacha que aúna amplitud y carácter sedoso, una de esas rarezas que se expresan en un lenguaje común, sin alardes especiales, manifestando un placer que todo el mundo es capaz de comprender, que no ofrece dudas.

 

La riqueza de suelos del Montsant, donde también acabó invirtiendo René Barbier, y donde su hijo mayor y su nuera Sara Pérez siguen empeñados en sacarle el máximo partido a viejas cariñenas, se vuelve tozudez monolítica en el Priorato. Aun respondiendo a características propias y definidas que los personaliza, los viñedos de donde salen el blanco Nelín (garnacha blanca y otras), y los tintos Manyetes y Clos Mogador (el primero casi un cien por cien de cariñena), están determinados por la presencia de la licorella en su composición edafológica. Este tipo de pizarra, según nos cuenta René Barbier hijo, tiende a absorber luz y calor durante el día y a desprenderlos por la noche, limitando en ocasiones los contrastes de temperatura que hacen posible una maduración del fruto lenta y progresiva. La lucha contra el calor o, dicho de otra manera, el intento de dotar a los vinos de frescura, viene siendo uno de los desafíos principales de los elaboradores del Priorato. Un reto que, por supuesto, se asume desde un punto de vista vitícola antes que enológico.

 

[Img #8044]La viticultura que se practica en Mogador ha ido modelando este pago hasta dotarlo de un aspecto y de una fuerza desbordante. Es, seguramente, el viñedo con más carácter de la región, entre otras razones porque lo que menos parece es un viñedo. Un simple vistazo no es suficiente para comprender la complejidad de esta obra en construcción permanente tallada, como esos retablos minuciosos del arte antiguo, a golpe de sentido común, de sabiduría y de entrega. La biodiversidad, la convivencia de plantas diferentes e insectos benefactores, así como la creación de condiciones óptimas para que los suelos pobres del Priorato se activen y se retuerzan para generar vida, han gobernado y gobiernan la infinidad de actuaciones que, a lo largo de más de tres décadas, René Barbier y su familia han acometido sobre estas treinta hectáreas de paisaje. El resultado es una especie de vergel, o de selva, que, la primera vez que se observa, empieza dando una impresión de desorden incomprensible y barroco, pero que, al cabo del tiempo, acaba siendo un modelo de acuerdo entre la intervención humana y las leyes de la naturaleza. Resulta complicado reproducir con palabras la cantidad de especies distintas que viven allí dejando su pequeña o mucha aportación sobre la identidad de ese terroir. Entre viñas viejas y otras de edad más joven, la hierba corre por toda la ladera coloreándola de verde y formando una hermosa cubierta vegetal. Hay romero y lavanda, amapolas rojas y violetas, olivos desperdigados y almendros, encinas y cerezos, manzanas y perales, matas de cardos de considerable frondosidad que doblan en altura a las viñas, margaritas y muchos insectos. En Mogador también crece el trigo, cuyas raíces revitalizan el suelo con sus vitaminas generando una capilaridad muy beneficiosa para el desarrollo de biomasa.
 

 

Tal vez la mejor manera de comprender este magno bodegón natural pase por tener en cuenta que en él la viña no es la única protagonista. “La viña” –afirma René Barbier– “está dentro de un paisaje, forma parte de él como un elemento más. Tiene tanta importancia como el resto de especies que componen el conjunto. ¿Tú sabes por qué la fresa del bosque es muy rica? Porque la fresa es pequeña y el bosque muy grande”. Una lección muy sencilla para una tarea de enorme complicación. 

 

 

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