Fogones indie
Cocina Manuel de la Osa: profunda sensibilidad telúrica
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Quizás sea el intérprete más puro de la cocina castellanomanchega contemporánea… y no lo sepa tras más de 30 años. Un hombre modesto y cabal de profundas raíces tradicionales; independiente, incombustible y ajeno a modas. Saúl Cepeda. Imágenes: Álvaro Fernández Prieto
Escribe Vargas Llosa en su ensayo La civilización del espectáculo que en “nuestros días es normal y casi obligatorio que la cocina y la moda ocupen buena parte de las secciones dedicadas a la cultura y que los chefs y los modistos y modistas tengan ahora el protagonismo que antes tenían los científicos, los compositores y los filósofos. Los hornillos, los fogones y las pasarelas se confunden dentro de las coordenadas culturales de la época con los libros, los conciertos, los laboratorios y las óperas, así como las estrellas de la televisión y los grandes futbolistas ejercen sobre las costumbres, los gustos y las modas la influencia que antes tenían los profesores, los pensadores y (antes todavía) los teólogos”.
Ciertamente a nuestro alrededor afloran cada día casos flagrantes de impudicia culinaria, la pura banalización de un noble y antiguo oficio: propuestas caprichosas de mantel en las que aparentemente todo vale; el gusto del cliente subordinado a la falaz autopoyesis del nuevo-último-gran-chef de turno. Entonces, perdida toda esperanza, escuchamos una voz: “Yo cada día soy más tabernero que cocinero”. Y, vaya, suena bien.
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El que habla es Manuel de la Osa (Las Pedroñeras, 1957). Está delgado, como la primera vez que apareció en un programa de televisión, en los años noventa, algo que después ha sucedido bien poco. En 1994, cuando pisó el set de Telecinco, Las Rejas –entonces un pequeño establecimiento de ocho mesas– acababa de recibir la estrella Michelin. Hoy, superadas las dos décadas del hito, está entre los 25 restaurantes más antiguos de España en haber aparecido en las páginas de la guía roja con dicho reconocimiento.
El buen salvaje
Hacia la segunda década del siglo XXI, el “contrato gastrónico” –que diría el erudito Arturo Pardos– requiere una reescritura para volver a encontrar el objeto y la causa que llevan a una persona a preparar y servir comida a otra procurándole, además, sabores placenteros. Si Jean Jacques Rousseau, gran pensador que teorizó sobre el estado original de los hombres, se sentara hoy a la mesa en un ágape imaginario, no sería descabellado que se preguntase si el cocinero es bueno o malo por naturaleza.
Aun apelando al optimismo humanista de Rousseau, la respuesta, es de temer: variaría en función de qué cocinero le preparase la comida.
Si fuera Manuel de la Osa, el suizo no tendría duda alguna de la bondad intrínseca del guisandero. Tan local como universal, en este cocinero existe el mito del “buen salvaje”, ese lugar común del pensamiento que describe una idílica candidez original en el estado de naturaleza. Nacido en un entorno rural, de familia de taberneros, involucrado en la hostelería de forma casi atropellada y con formación autodidacta, expresa, sin embargo, una sensibilidad innata a la hora de descifrar recetas tradicionales e ingredientes autóctonos, alcanzando nuevos sabores maestros. Sin más pretensión que hacer aquello que sabe hacer, sin más pretensión que ofrecerlo a los demás.
“Yo aprendí sirviendo vinos y poniendo la mesa en tabernas, casinos y posadas; con mi padre, con mi madre, con mis tías y con mi abuela… He viajado mucho para conocer restaurantes y siempre he tenido interés en saber cosas nuevas”, dice de su trayectoria profesional, “pero no me siento nada identificado con lo que está pasando con los cocineros en nuestros días. Respeto a mis compañeros que están metidos de lleno en esa vorágine, muchos son amigos míos, y me alegro por su éxito, pero creo que los programas de televisión se han cargado cosas importantes que había en los restaurantes. Cuando me proponen hacer cosas de ese tipo, digo ‘vamos a dejar de hablar de esto’, porque no me gusta”.
Es un alumno de la vida, un maestro sin escuela. Por su cocina han pasado incontables cocineros en estas décadas, algunos más que consagrados hoy y también jóvenes chefs que marcan el ritmo más sano y prometedor de la nueva gastronomía española como pueden ser Daniel Ochoa (Montia) o Ricardo González Sotres (El Retiro). “Muchas veces me paran, me saludan y me preguntan si me acuerdo de ellos, y siempre digo que sí, pero ha sido muchísima gente desde que empezamos. Antes casi todos venían por sugerencia de los grandes amigos: por Martín, por Ferran… Imagino que hay cosas muy concretas que venían a buscar aquí: técnicas, la forma de tratar ingredientes locales y cosas así. Siguen viniendo y yo, la verdad, creo que aprendo mucho más de todos ellos que ellos de mí”, explica.
Es un alma viajera y ha pasado por las mesas más relevantes de cada momento culinario de las últimas tres décadas. Tan pronto dice que “antes de que figurase en las listas ya habíamos ido a Noma y nos había interesado mucho (…) Hay cocineros a los que admiro y cuyas casas era obligado visitar para saber qué estaba pasando en la cocina: desde Pierre Gagnaire a Heston Blumenthal; Passard, Robuchon, Ducasse…” como, inmediatamente, al preguntarle su visión del panorama de la cocina contemporánea, explica: “Yo vivo en un pueblo en el que se hace vino y se plantan ajos. Estoy muy tranquilito aquí y a veces me asusto cuando me entero de las cosas que están pasando en la cocina actual. Soy tolerante, claro, y vivo en mi tiempo, pero hay muchos caminos por los que no voy ni iré nunca”.
No tiene Facebook (sí está en Twitter, sin embargo, aunque no es particularmente activo en su cuenta, con distancias de hasta un mes en unos tuits que no parecen escritos por él), no utiliza el teléfono móvil ni el ordenador y apenas sí se entera de las novedades del sector a través de su joven equipo de cocina, más activo en redes sociales. Dice que aprendió a emplatar mirando las revistas de gastronomía y se define como “un tipo muy raro”, con una forma de trabajar espontánea, nada cartesiana. Sin embargo, contemplando su savoir-faire ante la elaboración de cualquier plato, se percibe una metodología serena, precisa, innata. Mientras opera en su luminosa cocina, en la que todo se ve y nada puede quedar escondido, de la Osa transmite una excelencia aristotélica, esa que dice que somos lo que hacemos repetidamente y que, como tal, no es un acto sino un hábito. Y cocinando, eso sí, se mancha. “No soy muy de chaquetillas”, manifiesta, “casi prefiero usar camisas antiguas”.
En 2015 estamos en pleno cuadringentésimo aniversario de la segunda parte de la obra más universal de la literatura española, que se editó en 1615. El Quijote, ya se sabe, tiene algo de Sancho y Sancho algo de Alonso Quijano; y Manolo de la Osa algo de los dos. En el repertorio de este cocinero –un hombre de aventuras estático, de imaginación inquieta e inventor de sabores–, hay muchas recetas cervantinas, revisadas con ingenio de hidalgo y buche de escudero. De los duelos y quebrantos al salpicón –de carnes–, pasando por una personalísima interpretación de los galianos, el gazpacho manchego, plato rotundo muchas veces desconocido o sus sopas de ajo –la fría y la caliente–, de las que se dice atrajeron a un prestigioso crítico culinario que, después de probar la primera, comió 19 más en el mismo almuerzo. Cuando se le pregunta a de la Osa por la anécdota, ríe y comenta que “la cocina manchega se conoce muy mal, pero al que la conoce le gusta mucho, a veces demasiado”.
En el ajo
Hablar con Manuel de la Osa y no preguntarle por el ajo de Las Pedroñeras es olvidarse de algo que es ya un leitmotiv en la gastronomía del país. “La fermentación del ajo no se hacía aquí en Las Pedroñeras –ahora ya sí–, pero no es un proceso complicado y en la zona se cuenta con un ajo de primera. El resultado es muy rico”, dice en referencia a la fiebre del ajo negro (con figuras como José Andrés, que cuenta con marca propia de este producto), el cual generalmente se comercializa sobre la base del ajo chino, de muy inferior calidad al producto endémico de Cuenca.
“Hay mucho que decir sobre el ajo: Quijote ya le recomendaba a Sancho no comer ajos para que no se le notase la villanía. Pero incluso con los estigmas que tiene el producto por su fuerza cruda, lo cierto es que es uno de los alimentos más sanos que hay y lo importante es utilizarlo con acierto, con sutileza: perfumar el aceite con él, utilizar las mejores partes, evitar que se oxide, emplear siempre un ajo sublime… El ajo, al contrario de lo que puede parecer, no pide brutalidad sino la mayor delicadeza”, explica con unos argumentos que, luego, se reflejan plenamente en la práctica, en finos matices organolépticos esenciales de los platos en los que se incluye este ingrediente.
Sin fanatismos de Kilómetro 0 (hay ostras, mariscos o pescados en su carta), el cocinero defiende la despensa de su región y la profundización constante en el recetario tradicional, además, como fórmula para dar mejor de comer y hacer viable un proyecto hostelero viable en un lugar remoto: “para que salgan las cuentas y no tener que bajar la calidad, recurro a productos cercanos que conozco desde hace años y cuya excelencia está más que comprobada (…) Por otra parte, hay mucha literatura y documentación sobre la cocina de Castilla-La Mancha, quizás una de las regiones en las que más información tengamos en este sentido, por no hablar de las formas de cocinar que aún persisten en las aldeas o entre los pastores. Son tesoros culinarios que podemos visitar e interpretar para crear platos y seguir aportando sorpresa al cliente”, señala.
Amigo de trabajar los ingredientes al día y las cocciones al momento, descarta por completo ensamblajes, vacíos o fórmulas que perjudiquen los perfumes naturales. Así, tiene establecida la obligación –consecuente con sus reglas de trabajo– de recomendar siempre platos al cliente dependiendo de la percepción en tiempo real que tenga de aquellos productos que han entrado en su cocina. Manuel de la Osa considera que en nuestros días se escucha poco al comensal y que se le imponen demasiadas cosas. En su opinión, no hay que encorsetar la experiencia del cliente obligándolo a tomar menús degustación (entre 65 y 80 euros - 100 euros maridado, este último, en su restaurante), “sino que debe haber también una carta o incluso peticiones expresas que las personas hagan y estén, claro, dentro de las posibilidades del restaurante”.
“Al final de la contienda, te tienes que preguntar qué has hecho. Al principio viajaba a los mejores restaurantes del mundo para ver cómo funcionaban y qué platos tenía. Volvía a casa y me ponía a trabajar con la cabeza llena de ideas. Sin embargo, en un momento dado, advertí que todo eran variaciones sobre las mismas cosas y tuve que rebobinar para darme cuenta de lo que quería y de lo que realmente sabía hacer bien. Ahora estoy muy tranquilo: cocino lo que quiero cocinar, leo lo que quiero leer, pinto, salgo a pasear con mis perros… Soy feliz”, dice.
Vías muertas
CompartimentosEl restaurante Las Rejas consta de distintos espacios consolidados en el mismo inmueble a través de sucesivas ampliaciones. En sentido estricto, los dos negocios anejos son la taberna, un entorno informal, y el restaurante de alta cocina, mucho más grande hoy que en sus orígenes. Vino de la casaManuel de la Osa también es un vino. Ecológico, para más señas. De la bodega Parra Jiménez, elaborado con las variedades syrah, cabernet franc, graciano y merlot, vinificadas por separado. Un proyecto enológico de interés que podemos probar en el restaurante.
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