Sir Cámara

La mujer que susurraba a las merluzas

Viernes, 08 de Mayo de 2015

Creo que en una vida anterior fui coach de un sargo. A él, a su familia y amigos, les inculqué lo que podríamos llamar “su razón de ser”, sorteando los planteamientos de Jean Paul Sartre cuando se refería al “ser en sí o para sí”. Más que nada para no liarlos… Sir Cámara

Esteban, que así se llamaba el sargo, nadaba con ansiedad, como si le hubiese llegado de repente una corriente atlántica desde Buenos Aires, inflamada de ego porteño. Intuí que barruntaba su destino y le ofrecí el argumento que esperaba:

 

-Esteban, le dije con cierta afección emocionada, tu momento de gloria se acerca. ¿Sabes lo que es que te saquen del agua sin sufrimiento para que no se produzcan luego alteraciones de sabor o textura? ¿Tú sabes lo que es llegar a la mesa, una mesa bien puesta, en grata compañía,  tras haber recibido en la cocina el trato excelente de un gran chef o de una extraordinaria, humilde y  anónima  cocinera tradicional que con sus trucos heredados realza tus encantos culinarios? Y la gente con la boca llena, esto es lo mejor, jurando que eres la leche. ¿Tú sabes lo que vale eso, muchacho?

 

Emocionados, no lo voy a ocultar, nos despedimos. Pasó el tiempo y descubrí que no es frecuente que la gente, hoy que tanto y con tanta ligereza se trata de gastronomía, cite a pescados con el entusiasmo, casi lírico, con que se habla de ciertas carnes, hongos del orden de los boletales o del paté. Y esto debería ocurrir. Todos seríamos mejores si supiéramos de espáridos, de aquellos besugos de nuestra infancia que hoy no podemos comprar. Aunque sólo sea eso, hablar…

 

En este sentido, en el sentido del gusto y de la oratoria, soy afortunado. Una vez a la semana me dan una conferencia sobre estas cuestiones. Que si la anchoa, como tal, como especie, no existe; que es el resultado de someter a la acción de la salmuera el boquerón o bocarte; ese que para la ciencia es el Engraulis encrasicholus, que se puede servir en ácido acético un sábado junto a una caña de cerveza. Que si una cosa es la merluza chilena, otra la cantábrica del pincho y otra, igualmente digna, la merluza de Gran Sol… Y añade que no debe su nombre a un sol de justicia, sino a la plataforma submarina que se encuentra entre la Bretaña francesa y el sur de Irlanda, donde hay unas nécoras muy aceptables que se comercializan con éxito de público y precio en nuestros mercados. Y no puedo ignorar los diálogos que se trae con el pescadero o la pescadera, según quién esté de guardia cada semana:

 

-¿De dónde vienen estos mejillones, de Cambados o de la depuradora de Moaña?

-No lo sé, señora, dice que le dijo la pescadera. Espere que lo leemos aquí, en la etiqueta… ¿Y cómo se sabe usted estos sitios? Son del segundo lugar… ¿Quiere algo más?

-Sí, chipirones de potera de San Sebastián, unos gallitos de esos del morrito ruborizado, pero espabila que la temporada del gallo acaba con abril…

 

Y luego llega a casa y me da el informe completo de las costas de Sanlúcar, las novedades de los caladeros africanos, las especies en vías de cultivo… Es ella, la mujer que susurraba a las merluzas, la que hace que cada vez que nos levantamos de la mesa sepamos algo nuevo. Qué chollo se perdieron Chanquete y Mercero…  Hay mujeres de cine que se diluyen en lo cotidiano. Había que decirlo. Pues eso.

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