Mayte Lapresta

El pan (muy) nuestro

Viernes, 08 de Mayo de 2015

¿Qué haríamos sin el pan? Quien más, quien menos, suspira por un pedacito de ese fruto de la combinación de harinas y levadura, entre otros ingredientes, magistralmente horneado. Pero cada vez se le da menos importancia a un alimento de primera (y vaya que sí) necesidad. Mayte Lapresta

Curiosamente, a pesar de la necesidad que supone en nuestro día a día, casi nadie parece querer librar la batalla de hacer un gran pan.

Discreto y silencioso como ninguno, el pan es sin duda un amigo necesario, de toda la vida, que siempre está ahí pero que nunca destaca ni se convierte en protagonista de la fiesta. Es indispensable pero nadie le organiza una juerga. No cuenta los mejores chistes, no es guapo ni baila encima de la barra. Eso sí, como nos olvidemos de él nos llevamos las manos a la cabeza exclamando: “¡cómo vamos a comer sin pan!”. El pan no se esferifica ni se sirve en plato enorme, pero su aroma despierta pasiones que no solo impiden el triunfo de una dieta con ese picoteo incesante antes, durante y entre platos, sino que llena las calles, las aceras de colas de público ávido por comprarlo… Piensen, ¿hay alguna otra tienda a cuyas puertas se agolpen los clientes para comprar? Sin contar el primer día de rebajas en un gran almacén, la respuesta es no. Y curiosamente, a pesar de la necesidad que supone en nuestro día a día, casi nadie parece querer librar la batalla de hacer un gran pan.

 

Si en la cocina de cada restaurante hay un maestro pastelero y hornos de ultimísima generación, ¿por qué compran el pan precocido? ¿Por qué no dedican tiempo a diseñar levaduras, buscar la masa madre perfecta, fermentar con esmero y hornear suavemente? Bien es cierto que han desembarcado maestros artesanos que nutren a nuestra bien nutrida restauración de panes honorables, pero aun así, sigue siendo el hermano mediano, ese del que dan por hecho que no protestará. Un día, el pan se liará la manta a la cabeza y se irá de casa. Huirá por la noche, dejando las mañanas vacías sin tostadas recién hechas, los mediodías muertos con huevos fritos y su yema intacta rodeados de ojipláticos hambrientos buscando una cuchara para atacar la esfera amarilla. Ese día las meriendas de los niños estarán vendidas a la bollería industrial y los quesos llorarán solitarios en las bandejas. Ese día llegará y, como diría mi abuela, yo no quiero vivir para verlo.

 
*Imagen: Nicola

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