Hasta la cocina

La brevedad

Sábado, 30 de Mayo de 2015

Vivimos con urgencia, apresuradamente, a lo loco. La vida, que cada día es más larga, tiene, no obstante, vocación de brevedad. Todo lo queremos breve y fácil, empaquetado, en porciones individuales. José Manuel Vilabella

Ni siquiera los escándalos del siglo, las corruptelas que dejan a la ciudadanía con la boca abierta y un ¡ah! y un ¡ay!, en el ambiente, duran más allá de una breve temporadita, de un mesecito mal contado, de un largo y cálido verano. Julio Camba, el inventor de la columna moderna, pedía disculpas a su superior jerárquico si un artículo le salía demasiado largo. “Disculpe, director, pero no he tenido tiempo de hacerlo más breve”.

 

La brevedad ha llegado también a las cosas del comer. Cuando se pregunta: ‘¿Picoteamos cualquier cosilla?’, queremos decir que la comida será breve y precipitada, de mera subsistencia. En España se come de forma desordenada y a destiempo. El desayuno es fugaz, de café bebido; la comida larga y con sobremesa y la cena excesiva. Las costumbres en el extranjero son distintas porque España es diferente. Los desayunos son más largos y nutritivos, la comida es un sándwich de veinte minutos de reloj y la cena, allá por la seis o seis y media, es el acontecimiento culinario del día. Los holandeses, pueblo admirable al que envidio, a la cena la denominan ‘la comida caliente’, es la que se hace en familia, todos juntos, sin prisas.

 

La brevedad española es no obstante una brevedad con prisas, precipitada, no se trata de una brevedad reposada y saludable. La vejez es una época en que se percibe con lucidez que el porvenir será breve. Al viejo todo se le vuelve pasado y nostalgia. Hay gentes que de viejos quieren vivir la juventud que no tuvieron y pretenden bailar el tango que soñaron danzar tiempo ha. El anacrónico se equivoca, se empecina en el error. El tango es nostalgia, nostalgia medida, de herida que supura y si la queremos elevar al cuadrado el drama musical se desmadra, se descompone, se subvierte y se convierte en tragedia desmesurada, en ópera bufa, en opereta con aires de vodevil. El otro lado del viejo anacrónico es el anciano angustiado con el futuro, el pesadito que avisa que no se va a comer el turrón del próximo diciembre, el que proclama que tiene colitis con la solemnidad asnal del que anuncia el fin de la crisis económica o comunica que está fatal de la próstata, como si esa tontería personal e intransferible fuese noticia de primera plana. Creo que la vejez, como el esmoquin, hay que saber llevarla. Personalmente me gusta despilfarrar el futuro, hacerlo más breve, entregárselo al placer de fumarse un puro, comerse un queso, disfrutar una fabada y aprender a amar la ensalada y la fruta fresca, a pesar de que sean tan sanas. Cada puro que me fumo acorta mi vida en veinticuatro horas, por eso tengo que disfrutarlo con pasión pero también con delicadeza y tiene, sí, que ser puro de vitola aristocrática. El anciano caballero que ame la representación y el teatro no se puede apuñalar con un cuchillo de cocina como un simple menestral; qué ordinariez, qué horror; el cuchillo que le mate deberá ser una elegante daga florentina, aunque se trate de una falsificación china, de un arma sin punta ni filo, un puñal de atrezo, un artículo de guardarropía.     

 

 

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