Brillante sherry
Manzanilla de Sanlúcar de Barrameda, el blanco desnudo
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Aunque su nombre suene a rebujito de feria, capitales como Londres o Nueva York quedan fascinadas ante su pureza. No es el sherry de las abuelas, sino un blanco sequísimo, afilado y racial como pocos. Además en plena revolución. Luis Vida
El vino del Océano
La manzanilla es un vino municipal, el estilo propio de Sanlúcar, una ciudad que desde 1964 cuenta con dos sellos de calidad. Las bodegas pueden acogerse a la Denominación de Origen Manzanilla de Sanlúcar de Barrameda para su blanco exclusivo, pero también a la D.O. Jerez-Xéres-Sherry para los estilos actuales jerezanos que también elaboran: fino, amontillado, palo cortado, oloroso, moscatel, pedro ximénez, cream y médium, nombre extraño donde los haya y que a algunos nos suena a poltergeist.
Sanlúcar es un sitio muy especial, ubicado en el estuario que forma el Guadalquivir al desembocar en el Atlántico, enfrente del Parque Natural del Coto de Doñana, siempre presente en la atmósfera local. La villa alberga un importante conjunto histórico-artístico y mantiene su encanto de coqueto lugar costero con una climatología benigna pero muy temperamental: alto nivel de humedad, con vientos saharianos que se alternan con las refrescantes lloviznas atlánticas y las brisas frescas de poniente y, ante todo, luz, mucha luz, con más de 3.000 horas al año de sol despejado que lo convierten en uno de los municipios más soleados de Europa. El entorno microclimático es irrepetible, tanto, que los vinos criados en el Barrio Alto, el antiguo centro urbano que mira al campo y a la viña, son distintos que los del Barrio Bajo, el distrito marinero y, hoy, principal centro comercial. La zona costera es un litoral de arenas y dunas, seguida de una franja de barros rojos, depositados por el río en otros tiempos. Las marismas forman parte del antiguo Lago Ligustinus que retrocedió, y las tierras cercanas a las playas se cultivaron como huertos –los navazos– con un ingenioso sistema de riego por mareas: las aguas oceánicas impulsaban la subida del agua dulce del subsuelo. Hoy quedan pocos vestigios de esta historia. Más al interior, el terruño único de albarizas del Marco de Jerez se manifiesta en todo su poderío blanco y calizo.
Una historia posible
Sabemos poco acerca de cómo fueron los primeros tiempos de la manzanilla, pero investigaciones como las de los historiadores Álvaro Girón y Javier Maldonado Rosso han despertado el interés. En sus teorías atrevidas y bien fundamentadas están basados los siguientes párrafos.
Durante el siglo XVIII el Jerez se consolidó como producto de exportación. Era un vino “preparado” con aguardiente para los viajes cuyo capítulo principal eran los “blends”, unas mezclas cada vez más complejas. Por entonces nació la pálida manzanilla como blanco alternativo de consumo local en Sanlúcar y decían entonces que era un vino “natural”, sin el añadido de alcohol hasta los 15º que exige hoy la regulación del C.R.D.O. De su popularidad se responsabiliza a los jándalos, antepasados de muchos de los actuales bodegueros. Eran comerciantes llegados de la “Montaña de Castilla” y otras tierras al norte de la Meseta, que se establecieron atraídos por el comercio marítimo y tuvieron gran protagonismo en la creación de las primeras bodegas locales y de las tabernas-tienda de ultramarinos gaditanas: los tabancos.
A diferencia de Jerez con sus grandes casas, el mundo vinícola de Sanlúcar era minifundista. Un gran número de pequeños agricultores, los mayetos, dominaba el panorama y trabajaba los viñedos, algunos muy próximos a los navazos que, por su humedad permanente y por la gran diversidad de especies vegetales cultivadas, parecen un medio perfecto para la vida de numerosas especies de levaduras. En esta época los mayetos optaron por la uva listán de forma tan decidida que pasó de ser una variedad entre muchas a ocupar casi el total del viñedo. También establecieron que las mejores tierras eran las blancas de albariza, aunque las arenas y barros –por cuya uva se pagaban precios inferiores– tenían su utilidad para producir distintas intensidades y perfiles. Los pagos calizos de Sanlúcar y Jerez fueron clasificados de forma exhaustiva durante este siglo y el siguiente, antes incluso que los grands crus de Burdeos, Champagne y Borgoña.
Un vino romántico
La ciencia enológica era bastante primitiva. En las “casas de viña” que se repartían por los pagos se pisaban y fermentaban los mostos en botas de roble y en contacto secreto con la rica microflora local. No podían explicarse las diferencias de una bota a otra entre vinos de los mismos viñedos, así que se fue desarrollando un método empírico de clasificación con tiza, a base de cata, al que nuestra actual cultura del vino debe mucho. En algún momento, alguien pudo haber tenido la genial idea de crear “cadenas de montaje” de vinos-tipo, a partir de botas de perfil semejante, para poner un poco de orden en el caos. Era el nacimiento del sistema de “clases” que luego adoptó Jerez y renombró como “de criaderas y soleras”.
Este blanco “natural” enamoró a viajeros románticos como Richard Ford y Prosper Merimée, que lo cita en la novela (y luego ópera) “Carmen” de 1845. Los sanluqueños habían aprendido a domesticar sus levaduras; una ciencia que, gracias a los capataces de la época, se transmitió a Jerez, donde los vinos pálidos que llamaban “palmas” por su rareza, también bajo velo de flor aunque con una velocidad más lenta de recorrido por las criaderas, dieron lugar a los finos que se consolidarían a finales del siglo XIX, consiguiendo alcanzar el precio y el glamour de los mejores Burdeos y otros vinos “top” de la época.
El culto del pago
Se descubrió la capacidad de la listán para transmitir el terruño del que procede. Las diferencias de intensidad y textura de las distintas manzanillas eran muy apreciadas y, en consecuencia, algunas criaderas se rociaban con mostos de viñas concretas, que se sabían propensas a producir un cierto estilo. “Hay manzanillas más ‘bodegueras’ que son auténticas bombas de flor, marcadas por un potente acetaldehído. Pero hay otras en las que la flor, más que apoderarse del vino, lo que hace es ‘destripar’ todo lo que obstruye la manifestación de su corazón calizo” (A. Girón).
La industrialización que empezó sobre 1960 cambió el enfoque de la viticultura en busca de productividad. El viñedo se mecanizó y los parámetros de la uva fueron estandarizados para vinos de tipo “fino”, así que se empezaron a intercambiar mostos entre parcelas y municipios y las líneas de crianza diferenciadas según viñedo, más frecuentes en Jerez que en Sanlúcar, se olvidaron. Ya por entonces, el bodeguero Manuel Barbadillo decía que “se estaba forzando a todos los mostos a convertirse en manzanillas”. Se dijo que eran blancos que “se hacen en bodega” y se rebajó el valor de la viña, con lo que se ganó en competitividad, pero también se perdió algo por el camino. “Crianza biológica sí, pero para grandes mostos y vinos. No la depuradora/aromatizadora de mostos y vinos de calidad media-baja en la que se han convertido actualmente los blancos bajo velo de flor” (Ramiro Ibáñez).
Hoy ha renacido el interés por recuperar lo mejor del pasado. Enólogos y viñadores como Willy Pérez, Ramiro Ibáñez o Fernando Angulo cuestionan la verdad oficial y proponen una visión paralela, terruñista y un tanto heterodoxa, aunque respetuosa con la historia reciente y la tradición. Las crianzas basadas en el dominio de la levadura de flor podrían estar ocultando el carácter esencial de la viña. En el mercado abundan los vinos de entre tres y cinco años de edad promedio, justo el momento de máximo poder sensorial de los rasgos de la flor. Bebidos antes de dos, “son impresionantes, aunque no pueden comercializarse”, según Ibáñez, que propone la creación de una categoría especial en la D.O. para estas partidas experimentales. “Los que pasan de 6-7 años de vejez son maravillas con una flor que se aparta caballerosamente para dejar paso al propio vino”. Son las manzanillas pasadas, que pueden mostrarse frescas y suntuosas a edades por encima de los 10 o 12 años. Pero los nuevos blancos de pago, sin D.O. y con nada de roble –como UBE– o con un año, o poco más, de crianza bajo velo, como el Florpower del Equipo Navazos o algunos de Alba Viticultores, nos revelan matices fascinantes y poco conocidos de la materia prima. “Menos velo y más suelo” (Willy Pérez).
La Manzanilla “de guarda”
La albariza como terruño único también está en cuestión: las manzanillas de antes tenían parte de sus raíces en arenas y barros. Recuperar la cultura del rociado con mostos de una misma viña parece esencial y vuelven a la palestra los nombres históricos de los pagos, preciosos y olvidados fuera del ámbito local –Balbaína, Añina, Mahina, Carrascal, Miraflores– como lo hacen las variedades de uva perdidas –beba, cañocazo, mantúo, perruno– que un día compartieron espacio con la listán. El mismo dogma de la manzanilla como vino ya “hecho” y de consumo inmediato se resquebraja. Unos blancos de terruño tan personales deberían desarrollarse noblemente en la botella. La búsqueda de reliquias por parte de los investigadores y sus fans, agrupados en pequeñas asociaciones con peso en la opinión y las redes sociales, como Los Generosos o las Sherry Women, están sacando a la luz botellas de los años 60 o 70 que distan de estar acabadas.
Los 50 años que celebra el Consejo Regulador son un número redondo que marca el momento de recuperación de las esencias y el comienzo del camino que podría posicionar a la manzanilla entre los grandes blancos secos de terruño del planeta. “Pocas expresiones más contundentes existen de un vino marcado por la caliza como una Manzanilla a la antigua usanza” (A. Girón).
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