Más allá de la fiesta

Tintos de Beaujolais

Viernes, 08 de Marzo de 2013

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Sin renunciar a la bandera que los ha hecho famosos en todo el mundo (el Beaujolais Nouveau), los enólogos de esta región francesa ensayan nuevos caminos de elaboración que tienen como base los magníficos, y todavía desconocidos para el gran público, crus que componen la zona. J.M.R.C.

¿Qué puede hacer una región vinícola para llamar la atención si la geografía le ha guardado un lugar en el mundo tan comprometido como el que resulta de tener como vecinas a Borgoña –casi nada– y a las poderosas denominaciones del Ródano? Puede, por ejemplo, organizar una fiesta. O, mejor dicho, mundializarla. Porque la fiesta ya existía. Como era tradición, las aguas del Saona se encargaban de llevar los vinos de Beaujolais –los primeros del calendario francés en tocar el mercado– a los típicos bouchons y a las tiendas, a las casas de comidas y a los restaurantes de Lyon. Ese día, los fieles incondicionales del dios Baco se dejaban llevar por la segura alegría que deparan los frutos de la nueva cosecha, vinos populares, sencillos, sostenidos por el poder de la fruta y los aromas de la maceración, que invitaban a beber sin tregua gracias a su baja graduación y a su carácter chispeante. Eran los desencadenantes de un rito, pero también el motor de un negocio que activaba la desmesura y la pasión comilona y bebedora de la ciudad.

 

Fue el conocido y polémico elaborador Georges Duboeuf quien convirtió esta celebración en todo un acontecimiento mundial. Duboeuf, desde hace algún tiempo un hombre marcado por el estigma judicial –fue condenado por mezclar ilegalmente vinos de añadas y categorías diferentes en un caso que removió los cimientos del vino francés–, podrá caer mejor o peor, pero nadie dudará de su capacidad para crear océanos a partir de una gota de agua. ¿Quién podía pronosticar que el humilde beaujolais de todos los años acabara tratado como una estrella hollywoodiense, realzado como sinónimo del lujo asequible y convertido en centro neurálgico de cierta concepción del glamour? Sabemos que el marketing hace milagros. En el caso que nos ocupa, estos no pudieron ser más prodigiosos. Corría la década de los sesenta del siglo pasado y Duboeuf aprovechó una simple circunstancia, la condición primeriza del beaujolais, para levantar un próspero negocio trasnacional. El tercer jueves de noviembre, bajo el lema Le beaujolais est arrivé (el beaujolais ha llegado), se fue erigiendo como una cita vinícola que nadie podía perderse por supuesto en Villefranche-sur-Saône, la capital de la región, donde la ciudadanía y un ejército de turistas cada vez más caudaloso participaban en la gran fiesta del año, visitando bodegas y comiendo platos del recetario nacional (el emblemático coq au vin) hasta que el cuerpo aguantara. La celebración empezó a tener su particular puesta de largo en Londres, París, Nueva York o Barcelona, provocando una demanda mundial de estos tintos sin precedentes durante la década de los ochenta y buena parte de los noventa.

 

Entre los negocios de la restauración de las principales ciudades del mundo, había prisa (las famosas carreras del beaujolais) por airear el privilegio de ser el primer establecimiento en acoger y servir los nuevos, amables y radiantes tintos franceses. Los beneficios comerciales y el inusitado éxito de la imagen, en cuyo mantenimiento se puso de acuerdo el grueso de las bodegas de la zona, pastoreadas por el inteligente Duboeuf, pronto fueron objeto de una mezcla de envida y de crítica. Algunos no entendieron que un vino tan escaso de atributos, de tenor dulzón y extremadamente fácil, se hubiera atrevido a conquistar parcelas de prestigio internacional y rentabilidades que a feudos con pedigrí se les negaba. Parecía llegada la hora de que Cenicienta regresara a la vida de esfuerzos y modestias que había llevado antes de la visita del hada madrina.

 

La gamay: una variedad camaleón
Unos seiscientos años antes de que se produjera la gran apertura al mundo de los vinos de Beaujolais, los Duques de Borgoña prohibieron el cultivo de la uva gamay. Las razones de esta especie de anatema tenían una sólida argumentación cualitativa. Muy celosos de lo suyo, y muy comprometidos con la calidad de los vinos que se hacían en sus territorios, los duques entendían que la gamay no hacía sino velar la brillante y etérea expresión de la pinot noir.

 

Fruto de estas disposiciones, la gamay fue asentándose al sur de lo que hoy son los sublimes territorios de la Borgoña, y ligando su fama vitícola al desarrollo comercial de los vinos elaborados en la región que fue gobernada por los señores de Beaujeu. Es, como no podía ser de otra manera, una uva de cultivo más agradecido que la pinot (madura antes, por ejemplo) pero esta, como la historia no ha dejado de demostrar tozudamente, produce vinos más sofisticados, ambiciosos y singulares. Poco a poco, diversas circunstancias favorecieron que la gamay fuera especializándose en ese vino humilde y tan satisfactorio que, elaborado a partir de racimos enteros, según el método de la maceración carbónica, resulta algo así como el reverso de los grandes y duraderos borgoñas.

 

Gamay y pinot, borgoñas y beaujolais, son como los dos extremos de la línea de elaboración de vinos. La característica palidez de los borgoñones –merecedora de penalización en concursos internacionales por parte de catadores que, cuando descubren lo que han catado, se arrepienten, claro, de haber restado puntos al vino en la fase visual– tiene su antípoda en el hermoso torrente de color rojo que ofrecen los tintos de gamay, con su curva violácea brillando en el borde de la copa, expresión de la desatada y radiante juventud.

 

Pero la fama de lo que Georges Duboeuf llamó Beaujolais Nouveau, un nombre comercial al fin y al cabo consagrado por el éxito, no debe hacernos olvidar las otras posibilidades de la gamay, que en la actualidad, y a pesar de las desastrosas consecuencias de la pasada cosecha, están recibiendo un cuidadoso tratamiento en las bodegas que no se conforman con hacer buenos tintos jóvenes. Nos referimos a los Beaujolais-Villages, vinos de porte más ambicioso cuyo nivel cualitativo se liga a una cuarentena aproximada de pueblos del norte y a sus pobres condiciones edafológicas (a menor rendimiento, mayor calidad de la uva), y que, en cualquier caso, no conviene demorar su consumo demasiado tiempo. Entre dos y tres años después de ser elaborados, su intensa y gratificante frutosidad tiende a perder brillo.

 

Otra cosa bien distinta ocurre con los crus, menciones específicas cuya historia y reputación nos lleva a menudo a tiempos de los romanos (Juliénas, por ejemplo, debe su nombre a la familia de Julio César; y Saint Amour se llama así por el soldado romano Amateur, que al parecer acabó convirtiéndose al cristianismo y anduvo por allí haciendo gala de su nueva religión). La apuesta por estos vinos de pago ha puesto de acuerdo a bodegas que aplican estrictos criterios enológicos y vitícolas. Château de Cercy y Château de la Chaize, ambas con viñedos en Brouilly, el cru de mayor tamaño en la región (hablamos de unas 1300 hectáreas), son buenos ejemplos de este compromiso. Cuando se prueban sus vinos, da la impresión de que nos encontramos en otro territorio y se tiene la certeza de que hemos cambiado por completo de concepción vinícola. La juvenil arrogancia de la fruta, tan asociada propagandísticamente a lo que todo el mundo entiende como un beaujolais, pierde fuerza a beneficio de la complejidad, de una mayor largura gustativa y de notas aromáticas que nos remiten más a las singularidades del terroir y menos a los aromas de la vendimia.

 

La pérdida de parte del esplendor mediático que hizo mundialmente famoso al beaujolais nouveau ha reforzado estos vinos de clase alta, aunque de precio contenido (he aquí una de sus principales bazas comerciales), que, al modo de la vecina Borgoña, confían su éxito en la interpretación de un determinado territorio, con su historia y su paisaje, sus caprichos y particularidad. Reveladoramente, las bodegas dedicadas a la producción de crus suelen renunciar a que el nombre de Beaujolais figure en la etiqueta. No quieren que sus mejores vinos puedan ser emparentados (lastrados, podríamos decir también) con la idea de tintos demasiado sencillos, demasiado descafeinados, y cuya elaboración se ha movido en territorios más allá de la ley. Cosas de la fama y sus precipicios.

 

Entre las atracciones que pueden gozarse en Le Hameau Duboeuf, un fastuoso parque de ocio organizado en torno al vino –que incluye un museo con herramientas y maquinaria vinícola, carteles publicitarios de bodegas, entretenidas puestas en escena de las fases de elaboración o una simpática película de dibujos animados con las abejas de la zona como protagonistas–, sorprende la cata del puñado de pagos que forman el catálogo de la casa Duboeuf. Allí se puede degustar Brouilly 2011, todavía entero de tanino pero con gran armonía de acidez y alcohol; Fleurie 2011, ejemplo y demostración de la bien ganada fama de amabilidad de este pago (taninos tersos), para algunos el que guarda mayor proximidad con los de Borgoña; Morgon 2010, seguramente el más curioso y distinto de todos los crus de Beaujolais, por su extraño carácter boscoso y floral (como también demuestra el espléndido tinto de Marcel Lapierre, añada 2011); Moulin-à-vent 2009, amplio y estructurado, y con mucha vida por delante como sugiere la firmeza de sus taninos… Diversas expresiones de una misma variedad, la gamay, dispuesta a seguir la estrategia del camaleón en busca de un prestigio tal vez más difícil de obtener pero quién sabe si también de resultados menos efímeros y dependientes de las modas.

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