Unidos por la excelencia
William Ledeuil, David Toutain, Sylvain Sendra: tres chefs

Vinculados por una suerte de catarsis gastronómica, estos tres jóvenes maestros de la culinaria gala entienden su trabajo como una forma de comunicación, mediante la cual es posible alcanzar las más altas cotas de excelencia imaginables. Renée Kantor. Fotos: Jacques Gavard
En el laberinto gastronómico de París hay tres chefs que resultan ineludibles. Son David Toutain, William Ledeuil y Sylvain Sendra. Todos ellos han sido recompensados con una estrella Michelin. Pero no es ése su único punto en común. También les une el respeto por la cocción justa, las proporciones exactas para lograr una receta sublime, su cocina personal y, a la vez, enraizada en la más pura tradición francesa. Coincide, de un modo casual, que los tres han atravesado ese ínfimo instante capaz de torcer el curso de una vida hacia un destino inexorable: dedicarse a la creación culinaria.
El restaurante de David Toutain es un espacio rectangular de líneas depuradas (betón, madera, piedra) donde él circula como quien flota. Con esa misma suavidad sonríe y saluda sin que nada indique que dentro de una hora comenzará el servicio. No hay una sola muestra de tensión en la sala. Mientras un hombre dobla servilletas, otro prepara las mesas junto a una mujer. El ambiente parece sumergido en una estudiantina, pero menos estridente.
Nada más alejado de la realidad
En David Toutain –su restaurante homónimo–, como su chef (32 años), ninguno sobrepasa la treintena. Pero hay algo que ya todos saben: la alta cocina debe transcurrir entre las coordenadas precisas e intransigentes de la disciplina. “Para mí, la exigencia y el rigor son dos atractivos fundamentales de este mètier”, explica Toutain. Sin embargo, en su caso aquel momento súbito, ese sobresalto que solo acontece cuando se está frente a una pasión que se revela, tardaría un tiempo en llegar.
–En realidad yo no quería ser chef, sino agricultor– dice Toutain.
Agricultor, como los miembros de su familia. Él se imaginaba subido a un tractor en su Normandía natal, donde fue criado por su abuela, “quien cocinaba maravillosamente bien”. A los 15 años se decidió por esta opción solo para seguir a su mejor amigo. “Pero él repitió el año y terminé yendo solo a la escuela de cocina, sin ninguna pasión”. El entusiasmo irrumpió durante su primera pasantía en un pequeño restaurante de su región llamado Le Manoir du Lys. Fue como ingresar en un mundo desconocido.
“Allí descubrí que cocinar no es solo dar de comer. Entendí la importancia de la exigencia, de las mezclas, de los productos, las texturas. Todo cobró sentido. Cocinar se convirtió en un gesto muy personal y artístico. A partir de entonces, cuando entré a la escuela de cocina lo hice con pasión”. Entonces, fue como si su vida se hubiera llenado de cascabeles, un momento vital en el que todo se multiplicó: el arrebato, la curiosidad, los deseos. “Al finalizar mis estudios viajé a España, al País Vasco, y luego partí a EE.UU.; mi esposa es americana. Tuve la necesidad de trabajar, de descubrir, de intercambiar con otras culturas. La cocina es también poder comunicar y abrirse al otro”. Este afán de diálogo y de encuentro se hace evidente tanto en sus colaboradores, que vienen de los cinco continentes, como en su segundo restaurante llamado Identité. Se trata de un espacio intimista, una prolongación del local anterior, donde la gente puede venir en grupo y compartir un almuerzo como si estuviera en el living de su casa.
Influenciado por su trabajo junto al reconocido chef Marc Veyrat, su cocina expone un gusto por los platos inventivos y calculados, como una Anguila con manzana verde y sésamo negro, o el sorprendente Postre a base de coliflor, chocolate blanco y coco. “A través de mi cocina lo que quiero es contar una historia alrededor de un producto. Es la razón por la que aquí hay un menú único, porque la idea es que los clientes descubran un mundo. Me interesa trasmitir el respeto por todo lo que se ha hecho antes. En un bocado se concentran el trabajo del productor, del recolector, de quienes van a pelar, lavar, condimentar, poner la mesa y explicar”.
Para Toutain, cada gesto debe conducir a la bella armonía de la creación culinaria.
Veteranía culinaria
William Ledeuil es el mayor del trío, un hombre silencioso y mesurado que recibe en su restaurante Ze Kitchen de la Rue des Augustins, en un barrio parisino poblado de galerías de arte. Allí, después de haber finalizado el servicio del mediodía, se sienta ante una de las mesas de metal donde hace ya años el mantel fue sustituido por elegantes individuales de caucho transparente. Ése es otro rasgo en común de estas nuevas estrellas de la cocina: la desaparición de la costosa mantelería a lo que se dedica gran parte del presupuesto. Pero Ledeuil cuenta que cuando él decidió dejar de vestir las mesas, aquello constituyó un gesto de audacia. Y la sorpresa fue aún mayor cuando en 2008 recibió su primera estrella Michelin ya que “el mío era y es aún hoy en día, un restaurante en el que se manejan códigos diferentes. Pienso que hace siete años, el hecho de que la guía Michelin consagrara con una estrella a un establecimiento que no utilizaba manteles era impensable y sin embargo sucedió”.
Para Ledeuil, la inmersión en el universo culinario también fue el resultado de “un accidente”. Al finalizar su bachillerato él pensaba sobre todo en números y quería ser contable e integrarse en una escuela de management, pero su llegada tardía al concurso de ingreso lo desvió de sus planes. “Un día leí un artículo sobre la Escuela Superior de Cocina Francesa, era la primera formación superior en cocina y tenía como objetivo formar tanto a los empresarios como a los chefs de cocina. “Los chefs somos también empresarios”, dice Ledeuil, al frente de dos restaurantes –Ze Kitchen Galerie y Kitchen Galerie Bis (KGB)– ubicados en la misma calle a unos metros de distancia.
“Mi primera experiencia profesional fue junto al chef Guy Savoy. Allí supe lo que quería decir comer”, comenta. El mundo de la alimentación siempre estuvo presente en su vida, pero de un modo menos refinado: sus padres eran propietarios de una carnicería. “Ellos llevaban adelante toda la cadena de producción, o sea, desde la cría de ganado hasta el pequeño matadero que les pertenecía. En el campo donde crecí, en Bourges, en el centro de Francia, la gente tiene jardines donde cultiva y recolecta las verduras que comerá todos los días. Y como la pescadería más cercana se encontraba a unos 30 kilómetros de nuestra casa, íbamos a pescar al río y comíamos muy poco pescado. Durante mi pasantía en el restaurante de Guy Savoy –con quien luego se asociará en el año 90, antes de abrir su propio restaurante– por primera vez vi llegar peces de todo tipo, así como crustáceos, mariscos o los productos de los horticultores”. Pero sobre todo, lo que más le entusiasmó fue el lado artístico de la cocina.
El restaurante de Ledeuil tiene la austeridad y la elegancia de sus platos, como la Codorniz condimentada con ciruelas y vino de coco. Tal y como señala Ledeuil, su cocina se sale del contexto y no se enseña en las escuelas de gastronomía ¿La razón de su singularidad? Los ingredientes, que son los que le dan una verdadera firma a Ze Kitchen. “Utilizamos 80 cítricos diferentes, rizomas. Me atraen sobre todo los perfumes y los sabores, y aquellos ingredientes que permiten darle un verdadero relieve a la cocina”. Su pasión por la cocina asiática se la debe a unos amigos de Camboya, que “cocinan magníficamente bien”. Poco antes de abrir su restaurante, realizó un viaje a Tailandia, “un desencadenante, porque la cocina tailandesa es una cocina de la calle, sumamente perfumada y rica en aromas”.
Lo que Ledeuil prefiere, ante todo, es la libertad. Y cuando se le pregunta a este enamorado de la pintura contemporánea si la cocina es un arte, duda un instante, pero después responde con seguridad: “Yo diría que somos artesanos que realizamos un trabajo artístico. Lo que me interesa es mantener presente aquello que es esencial: la relación con los productores, porque sin una buena materia prima no podemos hacer lo que hacemos. Es esto lo que aún me hace vibrar en la cocina”.
Celeridad en los fogones
Sylvain Sendra es un hombre con prisa. Un apasionado chef de 38 años. Habla con rapidez y las anécdotas se suceden unas a otras, de manera interminable. Sentado a una mesa de su restaurante Itineraires, Sendra se precipita para contar cómo esta pasión por los fogones habita en él desde muy pequeño. “Recuerdo que ya a los cinco años quería dedicarme a la cocina, a pesar de que mis padres no estaban de acuerdo”. Fue criado por su abuela, italiana, de Toscana y cantinera. “Vivíamos cerca de Lyon y no teníamos mucho dinero, así que iba con ella a recolectar las frutillas o íbamos de pesca y volvíamos con una carpa y ¡Dios sabe que la carpa no es el mejor de los pescados! Mis padres eran panaderos y chocolateros, y pensaban que era necesario estudiar para avanzar socialmente y construirse en la vida”. Es así como Sendra, después de finalizar sus estudios secundarios, completó su formación especializándose en gestión hotelera para finalmente volver a la cocina. Con solo 20 años abandonó su puesto de director de un Relais & Châteux con el fin de unirse a su esposa Sarah. “Partí y me fui a hacer la temporada a St. Tropez y, desde ese momento, todo fue rápido”.
Después de una estancia en Londres trabajando para el chef Alexis Gauthier, decidió volver a Francia y a los 24 años abrió su primer restaurante, llamado Le temps au temps, casi un oxímoron en boca de una personalidad tan vertiginosa como la suya. El éxito fue inmediato pero muy pronto le invadió el desánimo. “El restaurante era muy pequeño, llegué a preguntarme por qué la gente venía a un sitio donde apenas había lugar para sentarse. Decidí cambiar y fue entonces cuando abrimos aquí: Itineraires”, ubicado en el Barrio Latino. Como su carácter, su cocina es mediterránea. “Son platos mestizos, con una gran influencia de la cocina japonesa donde se tiene muy en cuenta la pureza del producto. Trabajo con Yamashita [célebre horticultor japonés]. Es una cocina marcada por el gusto, festiva y suave. En un principio, Itineraires era un bistronomique y nuevamente fue un éxito. Hasta que un día vi que había 30 personas esperando en la puerta y me dije que no era eso lo que quería hacer. Me sentía un poco infeliz”.
Pero la pasión volvió a aflorar el día en que probó un gratin d’oignons (gratinado de cebollas) y lloró. Fue un momento epifánico que solo acontece cuando el arte hace bien su trabajo. Y eso es lo que él quería: ser un chef capaz de arrancar una lágrima. De emocionar a través de los sentidos como lo había logrado Alain Passard, el célebre chef de Arpege, con su gratin. “Y pensar que al ver llegar ese plato le dije a mi mujer ¡pagar un menú de 300 euros por esto, no es posible!”. Durante aquella cena surgió la voluntad irresistible del cambio: más emoción, menos cubiertos, más precisión. “Un año después recibimos una estrella, lo que no resultaba nada previsible ya que dos años antes ¡había echado a un inspector Michelin!”. Imaginen la situación: la joven pareja acaba de comprar su restaurante, vive en un apartamento alquilado, carga con un préstamo importante, realiza una gran inversión para arreglar la cocina, en pocas semanas nacerá su segunda hija y el inspector se presenta el día en que la cocina se inunda por problemas de fontanería y le pregunta: “¿Por qué no agrandó la sala?”, “¿por qué no instaló la cocina en otro lugar?”.
–En ese momento la cocina era Bagdad– recuerda Sendra.
Hace una pausa y, sin cambiar la expresión, cuenta cómo, hecho una furia, mandó al inspector al diablo. Pero aquello no tuvo consecuencias. Por el contrario, el director de la guía roja lo llamo un día de 2013 para anunciarle que le otorgaban su primera estrella y le dijo: “Señor Sendra, hemos tenido nuestros altibajos, pero usted merece este reconocimiento”. De eso trata este reportaje: de tres chefs merecedores de unos títulos ganados a base de trabajo y originalidad.