Hasta la cocina

La vaca triste

Martes, 30 de Junio de 2015

En Tiroco de Arriba, el pueblo asturiano donde habito, están desapareciendo las vacas –imagino que por el bajo precio de la leche–, y surgiendo en los prados verdes del Principado de Asturias los briosos caballos y las ovejas xaldas, raza autóctona que crían con devoción patriótica mis vecinos más cercanos. José Manuel Vilabella

El paisaje ha cambiado y, como la nostalgia, los verdes campos de mi edén ya no son lo que eran.

 

A mí me gustan más las vacas que el resto de las criaturas que pueblan el paraíso astur, esas vacas que me escrutan cuando, en mi deambular mañanero, paso a su lado y les digo: “Hola, qué tal, ¿cómo están ustedes?”. Las vacas se levantan y se acercan para observarme, para ver mis arrugas de señor mayor, de viejecito que cojea como un dandi, talmente como el poeta inglés aquél que murió por la libertad de Grecia y que ahora mismo no recuerdo su nombre. Las vacas tienen la mirada de mi tía Manolita y son reprochadoras como era la difunta. “¡Qué gordo estás!”; “Has envejecido igual que tu abuelo Dositeo, pero tú eres mucho más feo”; “¿Te has duchado hoy?, tienes pinta de guarro”. Las quiero como quería a mi tía Manolita, aunque tengo que reconocer que tienen, a veces, muy mala leche, oiga. Entre ellas son maniáticas y poco caritativas, siempre hay una mandona y otras sumisas, y una que es el rigor de las desdichas y a la que todas desprecian por el color de su piel, por sus cuernos torcidos o porque no sabe espantarse las moscas con el rabo con donaire vacuno. Esa vaca melancólica, de pocas palabras y mirada afectuosa, es la última que se va. Nos miramos a los ojos y nos intercambiamos tristezas y soledades. Tiene algo de madre de posguerra, un aire desvalido que me desgarra el corazón. “Adiós, mamá”, y ella llora sin lágrimas y se va con sus cuñadas.

 

Las vacas se levantan y se acercan para observarme, para ver mis arrugas de señor mayor, de viejecito que cojea como un dandi...

Me dicen que España tiene que importar la carne roja que se zampan los vascos y que tanto gusta a los gastrónomos. Esta patria nuestra produce carnes blancas, solomillos tiernos para el niño y el abuelito, pero a los bueyes ancianos y a las vacas viejas se las han comido todos los carnívoros de envidiable dentadura que tienen la suerte de no tener alto el colesterol y desmadrados los triglicéridos. Las carnes rojas las traen de Holanda o de Alemania. El firmante, que va mucho a Holanda, aprovecha el viaje y de paso le echa también una ojeada a las ventoseadoras vacas de los Países Bajos. La flatulencia vacuna es el principal problema de contaminación que tiene el admirado país. “Los pedos de nuestros animales totémicos nos están llevando a la ruina”, me decía un amigo rubicundo de casi dos metros de altura. El pobre hacía pucheros, estaba al borde del llanto. La amistad entre holandeses y españoles es perfectamente posible en los tiempos que corren; la guerra de los cincuenta años solo está en los libros de Historia y en la memoria de las vacas. Cada vez que me acerco a una noto que me mira con inquina, se acuerda de sus muertos y de los míos, actúa como si fuese un toro; como tengo buena pinta me toma por el Duque de Alba, no el actual sino el guerrero, el que pasaba a cuchillo a mujeres, niños y ancianos con furia imperial y religiosa. Todavía hoy, cuando los niños holandeses no se portan bien, les amenazan con que viene el Duque de Alba, el quinto jinete del Apocalipsis.

 

 

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