Amor y odio al mar
Las marismas del Mar del Norte o la victoria telúrica

Recorremos una región agrícola que se ha visto obligada a defender sus fronteras durante siglos de un enemigo implacable: el mar. Y resiste, impregnada de una apacible e irreal belleza y cierta distancia con el mundo globalizado. Saúl Cepeda. Imágenes: Álvaro Fernández Prieto
Tomamos la carretera que nos conduce desde Hamburgo –inspiradora ciudad-estado absolutamente entregada al diseño underground– hacia el corredor más septentrional de Alemania. Otros vehículos nos adelantan a velocidades endemoniadas por carreteras de trazo racionalista que recuerdan a una red sináptica. La radiofórmula vomita los mismos éxitos que en cualquier otro lugar de occidente, pero de alguna manera, con cada kilómetro recorrido, abandonamos un poco la globalización.
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En un momento dado, hemos de decidirnos entre el camino hacia Husum, al noroeste, o, al noreste, el de Flensburg, esta última una municipalidad fronteriza, rabiosamente comercial, que ocupa el último tramo de un fiordo. Elegimos el primer destino, buscando la caprichosa costa del Mar del Norte, cruzando, a la altura de Shafstedt, sobre el transitado Canal de Kiel, que comunica la desembocadura del Elba con el Mar Báltico, partiendo en dos el país. Con cierto mimetismo, la tecnología nos acompaña en cada golpe de vista. Inmensos parques eólicos se integran, colosales, en las verdes llanuras del Land de Schleswig-Holstein, extraños gigantes de tres brazos que parecen pastorear infinitos rebaños de ovejas autóctonas.
Husum resulta ser una localidad de una severidad coqueta, casi de cuento de hadas, representada en sus acicaladas casas de estrechos frontis (un pequeño Ámsterdam, a veces) construidas con ladrillo rojo o en la portentosa estructura del palacio de la localidad, cuya cúpula bulbosa manifiesta un perfil siniestro al anochecer, antecediendo a un espléndido jardín de novela victoriana y a un parque –dedicado al escritor Theodor Storm, hijo predilecto de la villa– en el que nos acompañará el graznido constante de los cuervos.
En el puerto interior, un enorme pilar de madera nos narra la altura que alcanzó cada una de las crecidas de la zona. Estamos sobre un puente, secos, con marea baja, contemplando un antiguo barco restaurante que lleva operando desde los 70: en la mayor parte de las marcas, nos encontraríamos varios metros bajo el agua. Basta contemplar simultáneamente algunos mapas antiguos de la zona para comprobar los inmensos cambios topográficos que ésta ha sufrido en apenas unos cientos de años. Los zuecos de una heroína local, inmortalizada en una estatua de la plaza principal, nos hablan de una región construida a través de rigor y sacrificio; los restos de los astilleros y las esclusas del antiguo puerto, de una relación de amor y odio con el mar.
De camino al parque natural de las marismas del Mar del Norte, las hermosas casas detallan el año de su construcción en la fachada. Los diques de 900 años, quizás una de las obras de ingeniería de supervivencia más espectaculares de la antigüedad en Europa, parecen haber sido levantados ayer por un paisajista y, eventualmente, atravesamos alguno por las intersecciones que hay en la carretera, preparadas para afrontar un aumento súbito del nivel del mar. El numeroso ganado ovino utiliza estas lomas artificiales para refugiarse del incesante viento. Debido a su inmensa riqueza natural, principalmente ornitológica, las rutas del parque no permiten el tránsito motorizado y lleva un rato alcanzar ciertos puntos de interés, como son el pintoresco faro Westerheversand (que puede ser alquilado para cierto tipo de eventos), todo un icono visual de la comarca, o las marismas salinas, desde cuyo cuarto arenoso, en marea baja, podemos iniciar una caminata que se sugiere sempiterna, disfrutando de fauna y flora nerítica, mientras en la línea del horizonte vemos el paso de los barcos camaroneros –los locales señalan la paradoja de que el camarón gris autóctono sea enviado a Marruecos para su pelado y luego retorne a las mesas de la región– y las barcazas de transporte de mercancías.
Las islas
Husum es –más en verano– una puerta de entrada al archipiélago de las Islas Frisias septentrionales. Aunque a la turística isla de Sylt –con la mitad de su territorio por encima de la línea fronteriza de Dinamarca, marcando el límite marítimo de Alemania– se puede llegar en tren, nos interesa la de Fhör, a la que arribaremos con el ferry que sale de Dagebüll. Protegida por diques en la mitad de su circunferencia, sus playas, salteadas de características sillas con cortavientos, recuerdan a la costa de Nantucket, justo al otro lado del océano. Aquí, al igual que allí, también existió una gran tradición ballenera. Si perseveramos, nos será posible ver focas reposando en los bancos de arena e, incluso, juguetonas marsopas que se aproximan a la costa.
Mitad frisia, mitad alemana, sus pueblos son un cruce entre Hobbiton y el imaginario de los hermanos Grimm, con sus techos inclinados de paja; combinado su encanto con llamativos elementos culturales, como un interesante museo de arte moderno y contemporáneo, el Kunst der Westküste, con fondos de artistas de la talla de Edvard Munch, o propuestas más actuales, tal es el caso de la obra del mexicano Carlos Amorales.
La isla tiene una gran influencia norteamericana, debido a un gran número de neoyorquinos con orígenes en ella, hasta el punto de que el cóctel local sea el Manhattan y que los locales llamen cariñosamente JFK a su aeródromo. Existe una afluencia de turismo con elevado poder adquisitivo a la isla que busca la discreción y la práctica del golf. No extraña, por tanto, la existencia de un restaurante como Alt Wyk, propiedad de Daniela y René Dittrich, galardonado con una estrella Michelin; aunque más sorprendente sí es la experiencia culinaria que ofrece el singular chef Jörn Sternhagen, un enamorado de los vinos internacionales y de la filosofía del santón indio Mahavatar Babaji, que combina gastronomía, poesía y cuestiones ontológicas en sus ágapes.
Los quesos
Ya en el continente, otro ejemplo galardonado de quesos biodinámicos lo encontramos en la granja Dannwisch de Horst.
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