Camino apasionante
Descubriendo la Ruta de la Seda, el camino de los dioses

Durante quince siglos unió Asia con Occidente. A través de ella, las caravanas portaron la codiciada seda y muchas otras mercancías. Pero la ruta también fue vía de civilización por donde transitaron religiones, arte e ideas. Francisco Po Egea
“Tenía la nariz ganchuda, sus ojos hundidos eran como dos cortes en el rostro y su voz, como el aullido de un chacal. En su pecho latía un corazón de tigre desprovisto de toda misericordia”. Diose a sí mismo el nombre de Shi Huangdi: Primer Emperador Excelso. Al precio de un millón de vidas construyó la Gran Muralla. Quemó los libros clásicos y mató a los que osaron protestar.
En 1974, unos campesinos, al perforar un pozo al este de Xian, descubrieron varios soldados de terracota de tamaño natural. Las excavaciones posteriores alumbraron más de 7.000 figuras, carros y caballos en formación de combate, produciendo la mayor sensación arqueológica de China. Se trataba de parte del ejército defensor de los restos del primer emperador. Junto a ellos se encuentran los de todos los que idearon los artilugios de protección de sus tesoros y los de centenares de concubinas incapaces de haberle dado un hijo. Este hallazgo resucitó el pasado fabuloso de Xian, la gran capital, durante 11 siglos, del Imperio. Al comienzo de nuestra era rivalizaba con Roma y Bizancio.
Entre los siglos VII y X, con un millón de habitantes, era la mayor metrópolis del mundo. En sus calles y templos de todas las religiones se encontraban mercaderes, sabios y artistas de toda Asia y Bizancio. Ideas y creencias se expandían en un raro clima de tolerancia. Desde el siglo II a.C. fue cabecera de la ruta de caravanas que atravesaba Asia hasta el Mediterráneo. La ruta comenzó cuando los chinos descubrieron al norte de Afganistán una raza de caballos “de origen celestial”. De gran talla y “tan fogosos que sudaban sangre”, eran las monturas que el Imperio necesitaba para combatir con éxito a los belicosos mongoles. El trueque de sus caballos por seda −13 metros por caballo− convenció a los bárbaros para establecer el comercio. La ruta se prolongó hacia India y Persia, y, al poco, unía China y Roma. Amén de seda, las caravanas transportaban jade, marfil, oro, especias, té, porcelanas, animales exóticos y esclavos, vírgenes y efebos para el placer de las cortes principescas.
El legado de Buda
La importancia comercial de la Ruta de la Seda fue enorme. Hoy nos interesa su carácter civilizador, pues canalizó nuevas ideas y religiones. Por ella llegaron a China el nestorianismo cristiano, el maniqueísmo persa y el combativo islam. Desde el norte de la India llegó la doctrina de Buda, para transformar la sociedad china, eclipsando a Confucio y sembrando toda la ruta de santuarios rupestres, monasterios y templos. De entre todos ellos, Maiqishan es el más sorprendente. Un pico rocoso de 300 metros de altura tapizado de esculturas y con un centenar de cuevas unidas por escaleras colgadas del vacío. En su interior hay miles de estatuas y centenares de frescos. El itinerario desde Tianshui permite una incursión por el campo chino: estampas bucólicas alejadas de la uniformidad de las ciudades.
La línea férrea de Xian a Kashgar, cerca de la frontera con Paquistán, sigue paso a paso la antigua ruta de las caravanas. En toda su longitud se oye el sonido de la nueva China trabajando. Desde la industrial Lanzhou el tren transita por el corredor de Gansu, una banda de tierras agrícolas entre las montañas nevadas de Qilian y el desierto de Gobi. La Gran Muralla protegía este pasillo verde de los pillajes de los sucesivos Gengis Khan. El fuerte de Jiayuguan es su último bastión. Soberbio y aislado, sus muros de adobes se confunden con el polvo del desierto. Durante siglos fue un lugar de despedidas. En una lápida se lee: “Mirando hacia el Oeste se divisa la larga, inacabable ruta. ¿Quién no siente pavor ante este vasto vacío?”.
En busca del oasis
Tres mil kilómetros de desierto. Un paisaje sin fin que bordea por el norte o por el sur el siniestro Taklamakan: “En él se entra, pero no sale”, hasta alcanzar las montañas y los valles feraces del Pamir. Solo los milagrosos oasis que lo circundan permitían el viaje. El primero en nuestra ruta es el de Dunhuang. Diez horas de autobús: arenas, piedras grises y una cierta inquietud. ¿Qué vida hay o pudo haber en estas soledades? ¿Merece la pena tan largo viaje? Las crónicas idealizan las lejanías, pero Dunhuang no decepciona. Cuatrocientos kilómetros cuadrados de increíble verdor. Cerca de este oasis, en un marco de rocas violáceas y de altas dunas, se halla una de las cumbres del arte asiático, las cuevas de los Mil Budas o de Mogao. Activo centro de comercio de la Ruta, las ricas familias de Dunhuang, cuando alguno de sus hijos se ponía en camino, construían una cueva en honor a Buda para rogar por su retorno. Otra nueva cuando volvía.
En el siglo XIV la Ruta declinó y los mercaderes se marcharon. Las grutas se olvidaron. Hoy, la riqueza y variedad de sus decoraciones son una conmoción para el viajero. En su interior se le revelan las estatuas de los budas inertes y las pinturas de escenas sagradas y de la vida cotidiana.
Gracias a la sequedad del clima y al empleo de pigmentos minerales, las pinturas han guardado su frescor. En ellas se descubre la sensibilidad y el amor de las gentes que poblaron estas soledades Turfan es otro oasis nacido del milagro del agua. No tendría una sombra si no fuese por los cientos de canales subterráneos que traen el agua de las montañas en el horizonte. Esta es ya tierra de uigures. A su tenacidad se deben estos huertos donde crecen uvas, granadas y melones. Casas de colores alegres, mezquitas modestas y mercados coloristas donde los comerciantes de luengas barbas conservan el encanto del viejo corazón de Asia.
Cruce de caminos
Igual ambiente encontramos en Kashgar, la menos china de todas las ciudades de la República. Siempre fue el gran cruce de caminos entre China, Rusia, India y Persia, y lugar de descanso de las caravanas antes de afrontar los puertos del Karakorum o del Pamir hacia Occidente, o los desiertos hacia China. Sus habitantes son pueblos de origen turco: uigures, uzbekos, tártaros y kazajos, que nunca se han unido. Por eso los chinos han dominado esta región. Su mercado de los domingos es el más célebre de Asía central. Reúne a cien mil personas. Los caminos desde todo el oasis se pueblan de vehículos y animales. En las explanadas, los barberos y sacamuelas instalan sus toldos; en las casas de comidas se preparan pilas de brochetas. Se comercia con pieles de cabra, con verduras, huevos y pichones. En el mercado cubierto, las mujeres se levantan el velo para elegir tejidos y abalorios, mientras los hombres verifican el filo de los machetes. Junto al río se prueban los fogosos caballos de la región y los lentos camellos. Hay decenas de ciudades enterradas a lo largo y ancho del Taklamakan. Pueden visitarse algunas desde Turfan o desde Kashgar. Restos de murallas, palacios y monasterios quemados por el ardor del desierto. La llegada del islam guerrero e iconoclasta, en el siglo XIV, cortó definitivamente las rutas y destruyó el entramado comercial formado por las comunidades budistas. La seda hubo de buscar otros caminos, se hizo a la mar.
Gastronomía
La habitual cocina china varía desde Xian y se va haciendo musulmana a medida que vamos hacia el Oeste. Desaparece el cerdo y se incrementa el cordero, en kebabs o en guisos con verduras, chiles y especias picantes; guisos de ternera con pimientos, pollo de diferentes maneras, fideos lamian preparados al momento y arroz frito. Los nan, panes planos redondos sin levadura, acompañan las comidas. El té, solo o con frutos secos y semillas, es omnipresente. También yogures de leche de oveja y lassi, yogur con agua, dulce o salado.