El oficio sublime
Atrio, un viaje a la frontera entre el arte y el gusto
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Pareja de dos, artistas de lo suyo; divertidos, certeros, apasionados y racionales; no dan puntada sin hilo, enrollados en la madeja. Toño y José, José y Toño. Son Atrio, un lugar en el que las cosas son más que la suma de sus partes. Saúl Cepeda. Imágenes: Álvaro Fernández Prieto
En la obra de teatro arte, de Yazmina Reza (la misma autora de Un dios salvaje), la amistad de tres hombres se pone a prueba ante un carísimo cuadro. En el restaurante extremeño Atrio son las obras de arte las que configuran el leitmotiv del afecto entre dos hombres: Toño Pérez (Casar de Cáceres, 1961) y José Polo (Cáceres, 1961), uno de esos sugestivos tándems que brotan ocasionalmente en ciertas profesiones y por pura infiltración vital mutua resultan indisolubles en su éxito.
Durante la sesión de portada, colocamos las luces demasiado cerca de una fotografía encapsulada en un cartón pluma. Muestra la estampa de lo que parece un diner norteamericano vacío, con el foco centrado en los ángulos de una de las mesas. Toño Pérez, al que hemos pedido que practique malabares con un enorme mero, inmediatamente nos advierte de que tengamos cuidado al maniobrar. Se trata de una obra llamada Kentucky French Chicken, tasada en más de 100.000 euros; regalo de un artista alemán conectado con Helga de Alvear, coleccionista y galerista de renombre, aristócrata del mundo del arte cuya fundación tiene sede en Cáceres, buena amiga (y casi mecenas, o sujeto de adoración) de Toño y José. Poco a poco se da uno cuenta de que no está en un hotel o en un restaurante, sino en algo más parecido a una galería de arte en la que, además, se come y se bebe muy bien.
Desde el primer momento, Toño Pérez se desentiende de todo aquello que le pueda parecer prosaico (en ambas acepciones) y centra su esfuerzo intelectual en que las fotografías que ahora vemos en este reportaje se encuentren en un elevado nivel de excelencia, que supera incluso sus propias habilidades manuales para emplatar. José Polo, mientras, nos habla de hipotecas al Euribor más 0,35% o de próximas exposiciones de arte en las que ha de tener cuidado, porque buena parte de las piezas ofertadas que le interesan no están realmente a la venta, tratándose de meros reclamos, y sabe que tratarán de darle gato por liebre.
No adoptan ninguna pose cuando se trata de las cosas de comer. “Esto es un oficio, no es arte”, dice Toño, “si otros lo quieren ver como tal, es su opinión y lo respetamos”. “Aquí se trata de que el cliente viva una gran experiencia”, dice José.
Sin embargo, todo aquello que envuelve al mundo del arte sí tiene un papel fundamental en dicha experiencia.
Comienza el discurso por su contexto, con el extraordinario edificio –Premio FAD– concebido por Luis Mansilla y Emilio Tuñón (proyectistas también de la Fundación Helga de Alvear), un salto cuali-cuantitativamente inmenso en metros cuadrados, funcionalidades y dogma estético en relación con el anterior emplazamiento, en el que su decoración y la ausencia de luz natural creaban una atmósfera ubicada entre el tenebrismo barroco y el romanticismo victoriano. De alguna manera, todo está a mano en este nuevo Atrio, olvidando incluso que estamos en un Relais & Châteaux, impregnado de todos sus protocolos de señorío, en el que existe cierta naturalidad museística de tránsito entre estancias. Sin profundizar demasiado en las doctrinas arquitectónicas sobre la luz (“la elección de la estructura es sinónimo de la elección de la luz que da forma a ese espacio. La luz artificial es solo un breve momento estático de la luz, es la luz de la noche y nunca puede igualar a los matices creados por las horas del día y la maravilla de las estaciones”, escribió el arquitecto norteamericano Louis Kahn), resulta indudable que su uso consciente privilegia espacios y dirige la percepción de aquellos que los recorren.
Continúa la narrativa artística a través de elementos como ese tomo al que denominan con naturalidad “carta de vinos” y que más se asemeja a los mejores catálogos de subastas que podríamos encontrar en Sotheby’s, Bonhams o Tajan. La publicación es ya un clásico moderno de la enología española –que tantas odas ha recibido en Wine Spectator– con tanto prestigio que da pie a un futuro análisis más detallado sobre la confección de cartas de vino en restaurantes y su responsabilidad e influencia en el mercado como líderes de opinión. “Hubo un buen momento para adquirir ciertos vinos y decidimos invertir en ellos. Así, poco a poco, nos hicimos con una colección importante”, explica José. La bodega, claro, es parte fundamental (si no, en ocasiones, el motivo único) de la visita. Un espacio concebido como un templo cíclico para la contemplación silenciosa del tiempo embotellado. El paseo entre joyas vinícolas (y seguramente más de un cadáver, futuro objeto de colección y subasta) nos deja algún madeira que va camino de los 200 años, un Vega Sicilia Único casi centenario y un blanco de Tondonia que ya lo es, generosos cercanos al mito, los carísimos borgoñas de la Romanée-Conti y La Tâche, los bordeleses Cheval Blanc que no llegan tan lejos como el de la película Entre copas, vinos americanos que nos recuerdan las fechas en las que el nuevo continente comenzó a despuntar, un fantástico recorrido vertical por los grandes burdeos Pétrus, Lafite- Rothschild, Margaux o Latour en el que con buenas probabilidades podemos encontrar el año de nuestro nacimiento si no hemos cumplido aún los 100 o las históricas etiquetas que incluyeron obras de artistas de fama mundial –de Dalí a Appel, de Chagall a Warhol, de Kandinsky a Bacon– de Mouton- Rothschild, incluyendo el “vino de la victoria” de 1945. Con un espacio, como no iba a ser de otra forma, reservado para los sauternes (con el famoso D’Yquem 1806 reencorchado en 2001 y sus perlas de cristal –precio de salida, 300.000 euros–, situado justo bajo la botella rota, una de las grandes anécdotas hosteleras del mundo), casi el mihrab de una mezquita que indica la orientación del rezo.
Y de comer ¿Qué?
Cabría esperar lienzos y esculturas efímeras en los platos. No es así, como no es lo mismo pintar un plato a que un plato tenga buena pinta. Hacer arte o tenerlo son cosas bien distintas en la mesa.
En Atrio, si se quiere, hay jamón ibérico, o caviar beluga. A palo seco.
Sus menús degustación, de entre 109 y 129 euros (¡qué gran relación calidad-precio tienen los buenos restaurantes españoles si los confrontamos con negocios análogos en Europa o en Estados Unidos!) guiñan un ojo a la tierra en la que se encuentra el establecimiento, Extremadura, con elaboraciones como la loncheja ibérica –palabra, la primera, con enorme musicalidad cuando Toño la ordena en una cocina luminosa, desahogada, en la que confluye mucho talento joven–, la careta de cerdo, el cabrito (IGP), la torta del Casar, una cereza –del Jerte– que no lo es o el solomillo de retinto en dos partes, tartar y asado. Toño Pérez nos representó en el Bocuse D’Or en 1993 y dijo entonces aquello de “Yo estoy dispuesto a jugármela, y voy a realizar mi cocina basada en los productos de nuestra tierra”. Por supuesto se estampó contra el proverbial desinterés del certamen por todas aquellas cocinas que se encuentran por debajo del paralelo 48 Norte. Poco después, en 1995, sería reconocido con el Premio Nacional de Gastronomía y Atrio recibiría la primera estrella Michelin, para nueve años después conseguir la segunda, todavía en su antigua ubicación.
Haciendo retrospectiva, el repertorio absoluto de platos, aunque menos abultado de lo que cabría esperar en un restaurante de estas características que opera desde 1986 –más con los extraños estándares creativos contemporáneos que obligan a la quema constante de etapas, al cambio de carta antes incluso de haberla creado–, es armónico, bello, coherente y sabroso, con una historia que se parece a su artífice, formado en Bellas Artes y con cierta mentalidad de precisión pastelera seguramente por herencia paterna, artista eficaz en la gráfica (premio Sánchez Cotán), practicante de los diminutivos en la conversación y al que apasionan los productos de su tierra. Sin tematizaciones o sectarismos locales, claro, mas sí con la identidad que otorga una vida consciente de sí misma. Hay espacio para el experimento acertado: las ostras, una en sutil sopa de melisa y otra buscando la golosina, el picante, la grasa y el street food de un callejón de Hong Kong; un supuesto Bloody Mary que recuerda a un refinado Clamato; la ortiguilla, en una explosión de color y aromas vegetales…
Galería AtrioDe la recepción a la sala del restaurante, pasando por cada una de las singulares habitaciones, nos acompañarán pintores, diseñadores o escultores: Saura, Jacobsen, Sierra, Flavin, Tàpies, Warhol, Ruff… Amantes de la gastronomía, el arte o miembros de los Pink Panthers no podrán disfrutar más.
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