Vuelve el plato de cuchara
Muchas veces me pregunté de dónde viene ese recurso de comer sin masticar, con nutrientes correctos, pero sin tener que hacer grandes esfuerzos con los maxilares. El puré, desde muy crío, lo tenía asociado con una comida de hospital; como el arroz hervido, al que mi hijo desde muy chiquitín llamaba “arroz de malito”. Sir Cámara
Un hombre mayor, y con notables dificultades para desplazarse que me encontré un día dando un paseo a mi perra Sonsoles por el campo, pegó la hebra tras un ¡buenos días! A partir de ahí, me confesó que era un entusiasta del puré como otros lo son de los percebes, dijo, y me contó las piruetas que hizo en los últimos años para elevarlo en algunas presentaciones a la categoría de delicatessen para gente de piños delicados, como él. Me contó que se declaraba “odontófobo” por el daño que le hicieron en las sesiones de extracción de los restos dentales y de las raíces que le quedaron después de su accidente.
¿De coche?, le pregunté. No, de bici; fue con una bicicleta de campo un domingo por la mañana. Me crucé con una rubia, que, entre nosotros, no parecía natural. Ella paseaba a su perra, marrón, con ricitos y de aguas en pleno paramo cerealero. Al parecer, el hombre recorría el mismo camino en bicicleta y cuando se cruzaron, puso el pie en tierra para decir:
-“Hay que llevar el perrito atado, que puede provocar un accidente…” La rubia le contestó que era consciente de ello, pero que se podía convivir haciendo un mínimo esfuerzo y que aquello era una vía pecuaria por la que, con bastante frecuencia, transitan perros careando el ganado lanar. El hombre se creció, puso el otro pie en tierra y abundó en sus argumentos al tiempo que subía el tono de sus palabras y los brazos hacia el firmamento. Ella respondió con argumentos sensatos y sosegados mientras su perrita ladraba y ladraba sin tomar aire para los siguientes doscientas noventa y cinco mil ladridos a ráfaga…
Un hombre que transitaba por la misma senda, pero unos metros más allá, mostró intención de participar en la animada tertulia de senderistas domingueros. El hombre de la bici redujo la intensidad de sus argumentos, la mujer hizo señas al tercero en discordia, más bien súplicas desde la mímica, para que guardara silencio. Las sugerencias de la buena mujer se las pasó por el cuadro de la bicicleta de montaña del argumentista inicial hasta que, a grandes zancadas, se acercó hasta el bucólico trío que logró perturbar la paz campestre.
Al llegar, y con ese acento que caracteriza a los galos de la aldea de Astèrix, y sin mediar palabra, le dijo al ciclista a escasos cinco milímetros de su nariz:
“¡¡A mí…!! ¡¡Dímelo a mí… Listo…!!” No esperó respuesta y desde su dimensión de doble ancho y de complexión atlética de cultivo propio, le atizó con los cinco dedos de la mano derecha recogiditos sobre el espacio de la palma de la mano una vez, y otra, y otra, y una más… Y así hasta que perdí la cuenta en el ir y venir de una mano a gran velocidad, relataba el hoy exciclista. Caí sobre la bicicleta que, por esas cosas de la vida y de la física recreativa, no tenía la cadena en su sitio, pero sí alrededor del cuello de mi cuello. El anatómico casco, que dicen es indestructible, apareció descolocado y deformado detrás de la cabeza y a modo de peineta, provocando unas tremendas risotadas del galo y de la rubia. Ella dijo que parecía una fallera mayor, a él le hizo mucha gracia. Como parte involucrada en el suceso, pregunté de qué se reían. Me hicieron una foto con el teléfono, me la enseñaron, me dio la risa también a mí, nos hicimos un selfie, otro uno con la perrita… Desde ese día soy el rey del puré. Incluso lo hago para aperitivos y postres… Aquél bárbaro, al que evito cuando le veo de lejos porque sé que los galos tienen mal perder, me descubrió de la manera más espontánea otra dimensión del puré. Qué razón tenía la rubia cuando decía que se puede convivir haciendo un mínimo esfuerzo… Y qué bien se pasa en otoño, en buena compañía y con un plato de cuchara. Aunque sea un puré. Pues eso, oye.
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