¿SIN SETAS NO HAY PARAÍSO?
Este título lo he venido utilizando recurrentemente como argumento durante los últimos otoños, coincidiendo con el comienzo de la tontuna setera. Y digo tontuna porque en muchos casos es eso. En cuanto se marchan los calores, llueve un poco y se nublan los cielos, la gente deja la terapia ocupacional de moda, hacer un tartar de atún para dedicarse al universo boletus. El repentino latinajo tiene muchas lecturas. Vamos a verlas. A ver si por fin logro entender cómo es posible que un plato de hongos aporte encanto a quien no lo tiene. Y sin encomendarse a la virgen del charme. Sir Cámara
Corrían los comienzos de los años ochenta cuando a los urbanitas que buscábamos setas los del agro nos preguntaban si íbamos a níscalos o a setas. Esa era la breve disección que del fenómeno micológico, te hacían en el campo los que decían, no todos: “esta tierra no da setas malas y para saber si lo son, se cuecen con una cuchara de plata”. Los más viejos, que no los más instruídos en la materia, hablaban de hongos para referirse a las variedades que para ellos no eran ni una cosa ni otra, ni níscalos ni setas; aunque en la mayoría de los casos y en el ámbito rural se usaba la denominación ‘hongos’ para referirse a los champiñones. Al tiempo, y mientras las sensibilidades culturales y las corrientes sociales se asentaban entre las cocinas y los medios de comunicación, un cocinero dijo Boletus edulis. Ese día, y probablemente sin intención, el fenómeno micológico y todas sus consecuencias se desquiciaron.
El orden de los boletales, unos cuerpos fértiles brotados a partir de las esporas de otros colegas, en los otoños y las primaveras, con un pie regordete totalmente comestible y con un sombrerillo de diversas tonalidades, se convirtieron en argumento de conversación. Todos hablábamos de los Boletos como, durante muchos años, se hablaba de “el Partido” para referirse al comunista porque no había otra respuesta organizada ante la tiranía golpista de mediados los años treinta del siglo pasado.
Los más afortunados probaron los boletos emplatados y sobre selectos manteles. Los demás se conformaron con seguir hablando de aquello, mientras los más inquietos decidieron echarse a los montes cargados de documentación, -sin Internet tuvo su mérito- para verlos en su hábitat natural y conocer a toda su familia. Tras largos años de seguimiento de la flora, la climatología y la fauna “chandalera” y colorista perturbando la paz de los bosques, (“¡Mira, pápa, un boletus…!” “Ni lo toques, es una Maldita faloides…”) , descubrimos que boletos, boletos, lo que se dice boletos, hay muchos. Tantos como que existen especies marginadas en el orden boletal. Como muestra tienen ustedes el Boletus luteus, conocido como ‘babosa’, no en tono peyorativo, sino por el aspecto que al tacto presenta en los húmedos otoños. Una variedad muy abundante, de ahí su marginación, pero de excelente sabor, muy aromático, y consistente textura ideal para guarniciones o para elaborar cremas.
Al tiempo se dieron a conocer en el recién nacido universo setero nuevos palabros comestibles, y lo hicieron con todas la bendiciones: Craterellus cornucopioides, o Trompeta de los muertos. Cantharellus cibarius, o Rebozuelo. Lactarius deliciosus, incluso el Lactarius sanguifluus, a los que siempre nos presentaron como Níscalo o Rovellón. La influencia catalana, su tradicional cultura micofágica, despertó nuevas sensibilidades y variedades. Hasta los gallegos, que desconfiaban de estas cosas, acabaron comiendo todo tipo de ejemplares de su abundante repertorio setero. Y así hasta que, de pronto, un día la climatología se torció y las especies se resintieron. Eran más los buscadores que los boletos; sin embargo había que atender la demanda porque parecía que sin setas no podía haber paraíso. En ese punto comenzó la importación de boletos de países de Europa oriental. Incluso ignorando moratorias razonables derivadas de las consecuencias que se pudieran derivar del desastre de Chernóbil. La climatología definitivamente marcó los ritmos de recogida setera. Si al principio eran los parados y los jubilados los ociosos autóctonos que mantenían repletas las despensas hosteleras, pronto llegaron las cuadrillas organizadas de ciudadanos de las más diversas nacionalidades.
Y así se empezó a rastrillar el manto vegetal de los bosques para evitar la trabajosa tarea de levantar los ejemplares uno a uno y sin tapar el lugar que ocupaba el ejemplar con materia vegetal. Y todo esto, lo había olvidado, en negro. En un dinero negro consentido indignantemente porque nuestros políticos, ni locales, ni autonómicos ni nacionales, han sabido legislar en esta materia. En esta tampoco. Han sido incapaces de encontrar la fórmula, la fiscalidad adecuada para una riqueza natural que podría haber contribuido a la regeneración laboral, al menos en el campo.
Todo esto nos ha llevado a situaciones que casi se han convertido en norma. Se dan casos en los que se pagan boletos de muy diversas calidades, en ocasiones veo bodrios, a precio de Edulis cuando en realidad, en muchos casos ocurre, te han colado, por ejemplo, un Boletus badius; igualmente comestible, pero de inferior calidad y menos cotización. Esto ocurre, unas veces por despiste o incapacidad para clasificarlos debidamente. Aunque en muchos casos, esa actitud forma parte de nuestra picaresca manera de entender una pretendida innovación, que no es, en absoluto, nueva, y que tan sólo es una moda que va camino de ser transitoria. Y eso si no desaparece en poco tiempo por esas malas artes de recolección que nos sitúan cada vez más lejos ese paraíso setero que nos insinuaron.
Pues eso.
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