Hasta la cocina

¡Viva la publicidad!

Sábado, 24 de Octubre de 2015

Lo que más me gusta de lo que sale en televisión es la publicidad. La gente se queja, se pone de mal humor, se enfada y hace zapping. Yo no, un servidor disfruta con la publicidad, con ese mundo en colores, maravilloso, que nos brinda, sin pagar un euro, el singular invento al que algunos desaprensivos llaman “la caja tonta”. Qué gente. José Manuel Vilabella

–¡Abuelito, abuelito, ya empezó la publicidad!– gritan mis nietos Carmencita y Carlitinos cuando me visitan en Tiroco de Arriba, donde habito, y yo me levanto del sillón y acudo a ver esos maravillosos filmes de 45 segundos mal contados rebosantes de talento e imaginación.

 

Ahora, además de un gourmet de reconocido prestigio, soy cocinero de mí mismo, comensal de mis estropicios coquinarios. Me he dejado crecer la barba, visto con andrajos y tengo pinta de mendigo. “Tome, buen hombre”, me dicen algunos cuando bajo a la ciudad.

 

Cojo el dinero y contesto con voz meliflua: “Que Dios y Nuestra Señora se lo devuelvan con creces, distinguido caballero”. Eso de tener pinta de pobre y de cura es un chollo. Ayer estuve en Oviedo y recaudé 30 euracos. Soy un solitario sin vocación, una saeta sin Cristo yacente, un monje sin monasterio; como el clarete sin vino tinto, como ermitaño sin marihuana; soy, sí, Heráclito en un camello alado, la cabeza parlante de un San Juan enloquecido, un sádico sin masoquista, un eunuco con mala voz, un to-re-ro-al-o-tro-la-do-del-te-lón-de-a-ce-roooooooo.

 

La publicidad me brinda no solamente lo que he sido y ya nunca volveré a ser; sobre todo, la publicidad me muestra lo que pude haber sido y no fui. La publicidad es compasiva con el niño y con el joven, y cruel y despiadada con el viejo y con la gorda. Y a mí, ay, me gusta sufrir. El filme publicitario actual les muestra el cielo a los cristianos de hoy, un cielo mejor que el musulmán, que se ha quedado obsoleto y algo patético con sus huríes y ríos de leche y miel contaminados con la sangre del infiel. El cielo que el papa de Roma nos tiene prometido es como la publicidad, como las películas made in Hollywood de los años 40. Los filmes de 30 o 40 segundos son prodigios cinematográficos con final feliz. El anuncio es el ungüento amarillo, todo lo soluciona, lo arregla; al triste le devuelven la alegría, a la gorda le ponen fajas prodigiosas, al casposo lo lavan con champú y hacen sonreír a la que sufría en silencio las dichosas hemorroides.

 

¡Viva la publicidad! Yo que soy un triste y un viejo recupero el vigor perdido y como además soy un glotón degusto con la imaginación las chorreantes hamburguesas, los quesos manchegos cortados en finas lonchas, los vinos exquisitos y las refrescantes cervezas; tomo los yogures que me bajan el colesterol y me pongo hasta el gorro de las margarinas que me retrotraen a mis esplendorosos años 60.

 

La maravillosa publicidad nos hace volver al consumo, a ese consumo que tanto le gusta al ministro de Hacienda y es el efecto llamada de los negros africanos. Los que saltan la valla, los que cruzan el estrecho y los que mueren en el mar vienen por la publicidad. Europa los seduce y los destruye, los llama y los rechaza, los quiere y los odia. La última imagen que ve el senegalés antes de ahogarse y entregar su alma a Alá es un coche de lujo y una rubia platino. Todos llegan a Europa, pero algunos lo hacen flotando. Sus cadáveres arriban a las playas y se mezclan con los turistas. Ellos, sí, descubren cómo es realmente el Mediterráneo.

 

 

SOBREMESA no comparte necesariamente las opiniones vertidas o firmadas por sus colaboradores.

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.