Borrachuzos
En mi infancia se pedía claridad para todo. Había que hablar claro, de frente y con las herramientas que heredamos de los libros de gramática. De esta manera entendimos que las conjunciones copulativas servían para sumar: Tempranillo, Garnacha “y” Mazuelo. Otra cosa es que, con la perspectiva que nos brinda el tiempo, hayamos descubierto que las conjunciones disyuntivas nos dejan con la duda: un vino elaborado con Treixadura, Torrontés “o” Loureira. Nunca sabremos si suben o bajan, van o vienen. Sir Cámara
Con el tiempo, también empezamos a descubrir el valor de los adjetivos. Un borrachuzo era un pobre hombre que, sin recursos, huía de su lamentable situación con vinos a granel y de origen incierto. De la misma manera, una persona de una posición social más elevada era clasificada como “piripi” cuando se había tomado unas copas de más. Por supuesto de marca. Y en esto estamos.
La lengua, nuestro idioma, ése que es argumento de complejos ante el inglés en los currículos, esa que tan rico léxico dicen que tiene y que va “tras tuyo”, con lo que nos cuesta mantener el Instituto Cervantes en el mundo, es el vehículo en los comentarios de cata. Un ejercicio en el que cada vez cuesta más entrar porque parece que todo está dicho desde que se acuñaron tres docenas de sustantivos, unos cuántos adjetivos para las denominaciones frutales y las imprescindibles valoraciones cromáticas y sensoriales que han hecho un léxico propio. Tan propio como que un comentario de cata es parecido a otro y a otro y a otro por estar estructurados sobre un léxico monocorde y muy limitado.
Expongo esto porque cada vez se hace más difícil identificar un vino desde los criterios convencionales. Parece ser que ahora no se cuenta en todos los etiquetados la composición que ha dado a un vino su identidad. Sin embargo, y cada vez con más frecuencia, nos encontramos con más vinos elaborados con un cien por cien de uva Tempranillo o Tinta del país. Y eso no estaría mal si ese vino hablara burgalés, algo de vallisoletano, incluso segoviano o si tuviera acento soriano de las proximidades de Gormaz. No es el caso. Estamos ante un vino etiquetado como aquellos que tradicionalmente se han hecho con Tempranillo, Garnacha tinta y Mazuelo. De la misma forma estamos asistiendo a la puesta en escena de muchos vinos que dicen contener uvas Cabernet Sauvignon, Merlot o Malbec cultivadas en un secarral y que le aportan al producto final lo mismo que la locuacidad a Rajoy en plena legislatura.
Todo esto lo planteo ante el temor de que vuelva el borrachuzo del que, decían nuestras abuelas, no sabía ni lo que bebía ni de qué hablaba. Y eso sí que no, oiga. Creo que el mundo del vino ha avanzado mucho, ha despertado sensibilidades y alentado criterios como para que ahora nos nieguen el derecho a identificar los que, básicamente, nos han hecho sentir orgullo de nuestro mapa vitivinícola. Creo que deberíamos hacer algo antes de que los vinos se parezcan más a los de los vecinos: cada vez más caros sin justificación de sus encantos. Monovarietales de uva Mencía, con mucho empaque de bodega, origen casi sacro y un sacrílego precio me han descabalgado algún mito últimamente. Pero no todo está perdido. En contraste, y en denominaciones cimentadas sobre la uva recientemente referida, están haciendo una tarea ejemplar a precios razonables, algo que casi ni se contempla cuando un vino dice: ¡Aquí estoy yo! Y no estamos solos. Pues eso.
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