Hasta la cocina
El cocinero peregrino

Siempre que viajo al extranjero y como en un buen restaurante, pregunto si en la plantilla hay algún español y, si se gana allí la vida un compatriota, lo saludo con todo respeto y si se tercia me postro de hinojos ante un futuro genio de las perolas que deja los caminos trillados y se hace caminante, cocinero de amplio espectro, aventurero, políglota y algo poeta. José Manuel Vilabella
Suelen ser chicos jóvenes, devotos de la buena mesa escasos de efectivo, gentes que aman su profesión y se lanzan al mundo para comérselo con patatas, poco a poco, sin prisas. El oficio cocineril, cuando se dominan las bases y se tiene una formación sólida, es uno de los pocos que te permite ir de aquí para allá como un peregrino para ganar cada día un jubileo y hacer cada año un máster en mundología. Hay que trabajarse el currículo, pero el de verdad, el auténtico, no ése que se pone en los tres folios y donde se asegura que el señor de la fotografía trabajó con Ferran y con los Roca, se pasó ocho días con Arzak, hizo ejercicios espirituales con Berasategui y que, a la hora de meterse en faena, siempre será como un eco lejano de sus maestros; un ferranillo más de los miles que pueblan la piel de toro, un rocosín con maneras de señorito y el talento justito, justito.
El cocinero peregrino sale al extranjero para ensuciarse la cabeza con ceniza, para dejar atrás la patria chica y matar, sin proponérselo, la cocina de la pobre mamá, aquella señora ya difunta que hacía muy bien las rosquillas y la carne mechada. Es un profesional itinerante que busca el Sagrado Grial como un descendiente de los caballeros de la Tabla Redonda. El peregrino busca un estilo, su estilo, en un dédalo de cocinas distintas, de pucheros dispares y contradictorios. El polvo del camino le hace mestizo, complejo, escéptico; realista, sí, pero también soñador.
No todos los que se van y dicen “hasta luego” encontrarán el camino de regreso. Algunos se quedarán en algún país lejano. Habrá sabios españoles que ganarán el Nobel cuando peinen canas y que España ahora los pone en la frontera con un hatillo en la mano y una cordial patadita en el culete. Alguno de los que se van descubrirá alguna vacuna importante, nuestros biznietos lo mirarán con la boca abierta y en su pueblo le pondrán una estatua en la que se rilarán las palomas por la pata abajo. “Al sabio, al buen cocinero, al poeta foráneo y al pichón, perdigón”, debería de decir algún refranillo miserable de esta patria cainita que es la nuestra. Recuerdo las soledades del sabio luarqués, aquél que también fue hijo del exilio, sus paseos con aire de aburrimiento por los patios del Reconquista, el hotel ovetense en el que se hospedaba; me lo encontré alguna vez bostezando por los pasillos.
Algunos cocineros peregrinos regresarán a España con su macuto lleno de experiencias. Volverán para morir y recordar, para recuperar la cocina de su mamá difunta y hacer como ella las rosquillas y la carne mechada. Los peregrinos al final cierran un círculo y multiplican su vida por 3,1416. Y si no regresan muy cascados montarán un restaurante de pocas mesas y se convertirán en ese paraíso secreto que tenemos los gastrónomos y que no aparece en las guías.
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