Sir Cámara

NOS VAMOS A COMER EL MÓVIL

Lunes, 21 de Diciembre de 2015

Cuando era pequeñito -uno ha sido cosas muy raras-, por estas fechas siempre nos dábamos el gustazo de contravenir las normas golosas. Eso que ahora, por exigencias del guión colesterolero, del azúcar y de la tensión, nos ha convertido en algo más inútil ante un plato que una bufanda en diciembre de 2015. Sir Cámara

Cuando caíamos en el empacho, tras un atracón de dulces navideños, nos jurábamos no volver a comer aquello jamás. Más allá de los dulces, se conocen casos de gente que, aún a fecha de hoy, siguen sin comer chorizo –ni tentando con un ejemplar de  Joselito-  porque se zamparon a mordiscos casi un metro del básico embutido.

 

Comemos con la vista, decían nuestros abuelos.  Por eso, digo yo, ahora tenemos la tensión ocular disparada y el cristalino rayado, algo que puede deberse a la sal del lavavajillas. Es un comportamiento que parece atribuible a la chiquillería, pero a efectos reales jamás hemos sido capaces de superarlo. Ellos, los críos se quedan ahí, en la primera etapa, porque no cuentan con los recursos necesarios para pasar al segundo movimiento, el de la ingesta.  Pero, eso sí, en público, todos comemos sano; al menos de boquilla. Sólo unos pocos, vamos a llamarlos “raros”, son capaces de poner fin a un plato sin agotar su contenido, una reacción civilizada que sólo he observado en los gatos y en los simios. Romerales, un macaco muy conocido en la profesión periodística,  al que creo ya me he referido en este espacio,  lloraba cuando veía el escaparate de una pastelería y disfrutaba ante unas fresas con nata. Sin embargo, cuando se consideraba satisfecho, ya le podías dejar delante un tiramisú porque no lo tocaba.

 

La expresión “comer con la vista”, “comer con los ojos”, es algo más que un fenómeno social. Los estudios más recientes sobre la aceptación de los alimentos en los comedores infantiles podrían resumirse con una casi general aceptación de los alimentos por colores. Los que menos rechazo causan, son los colores cálidos: la tonalidad de las hamburguesas, las pizzas, el tomate de la pasta, - no tanto el tomate en ensalada-  la gama de amarillos que va de desde la bollería a los flanes, helados y la amplia gama de chuches, etc, dejan en mal lugar a la gama de colores fríos del pescado, la lechuga y los guisantes; salvo que sean congelados y presuman del maquillaje de ácido ascórbico que les aporta ese tono luminoso y apetecible que no tienen, generalmente, los de conserva.

 

Volviendo a la aceptación de los alimentos por la vista, sorprende que este fenómeno encontrara un filón en los años setenta y ochenta del siglo anterior con la implantación en el sector hostelero de los bufetes libres. La explosión de colores, el amontonamiento de alimentos, la libre disposición tras un precio global pactado, puso de manifiesto que no todo lo apetecible lo era por criterios coloristas ni estéticos. Nadie se preocupaba de emplatar debidamente y con criterios estéticos.  En un plato de aquellos,  he visto convivir en la feria del pan rallado nuggets,  san Jacobos  o flamenquines, con huevos rellenos, marisco, la protocolaria ensalada o ensaladilla, calamares, arroz y otras guarniciones con tarta helada, pasteles y flanes por no andar levantándose a por un segundo plato, un postre….

 

Nada es lo que era. Todo esto de las cosas de comer, nos ha llevado a una profunda remodelación de los hábitos alimenticios. Hay quien come civilizadamente de lunes a viernes, se desboca el viernes, se pega un homenaje el sábado y el domingo, que ya es como un lunes muy temprano, busca una reconciliación con el aparato digestivo.  Pero persisten los que comen de todo y cuando quieren sin que les produzca efectos lamentables ni en el organismo ni en la báscula. Al tiempo,  se han extendido mucho, muchísimo, los cocinillas animados por las influencias de los fogones mediáticos. Los que subliman el cebollino, adoran las flores en los emplatados con pinzas,  nivel y plomada, como salidos de un curso de modelismo.

 

Aún así, observo que se sigue comiendo con los ojos. Muy especialmente las estridencias de una estepa cárnica, los chocolates en cualquier presentación y los helados en formato “depre”; es decir, en recipiente de litro y medio a ritmo de organillero: arriba y abajo con la cuchara describiendo círculos peligrosísimos.

 

Un peligro ante el que las nuevas tecnologías nos ayudan en un ¡clic! Esa ya asentada  costumbre de fotografiar y compartir imágenes de lo que nos vamos a comer o nos hemos zampado, es la que me permite afirmar que el teléfono móvil y similares nos dejan comer con la vista sin aquellos riesgos. Aunque, y tal como van las cosas, no sería de extrañar que alguien, algún día, se coma el teléfono y de postre la funda. Que está la cosa muy, muy incierta… Pues eso.  ¡Feliz lo que sea y próspero lo que venga!

 

 

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