Una discreta omnipresencia

Vinagre

Martes, 26 de Junio de 2012

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Sea como aliño certero o eficaz conservante, el solvente vinagre nos acompaña desde el nacimiento de civilizaciones. Con constancia, siempre en un segundo plano, a la vez humilde y necesario este producto se halla en cualquier hogar.  Saúl Cepeda

Podríamos preguntarnos ad nauseam el porqué y no alcanzar conclusión clara alguna, pero es un hecho que el hombre ha intentado destilar y fermentar casi todo lo que ha pasado por sus manos. Así el vino, la cerveza o la sidra han sido un pilar de la cultura, más relevante, sin duda, en el desarrollo de las civilizaciones que otros hitos aparentemente más regios como pudieran ser la invención de la columna de Persépolis, el desarrollo del pensamiento aristotélico o la jerarquía del ejército romano.

 

De estos alcoholes primarios derivan innumerables consecuencias históricas en ciencia y sociedad, la mayor parte fruto del azar que ellos mismos provocaron, variopintos a la manera del motín del té en Boston o de la creación del celofán; es el caso, también, del vinagre. Hoy sabemos de la influencia de las acetobacterias en la creación de este producto, un conjunto de bacilos de Gram de naturaleza aeróbica capaces de provocar una oxidación parcial del alcohol etílico, con las condiciones de acidez y oxigenación adecuadas, produciendo ácido acético hasta que la concentración de etanol es ya baja.

 

Sin embargo, en civilizaciones originarias como Babilonia, se sospecha que el vinagre fue empleado primero como producto de limpieza (al fin y al cabo es un ácido –en una proporción, por lo general, del 5 al 7%– con bajo pH, de entre 2,5 y 3,5). Probablemente su hallazgo tuviera lugar por casualidad, al igual que con anterioridad hubiera sucedido con la fermentación del zumo de uva. Los precarios estados de conservación de las tinas habrían provocado la reacción del vino con la Mycoderma aceti y el aire, creando así el nuevo producto. Dada la necesidad de buscarle utilidad a cualquier recurso disponible, fue probado en distintas circunstancias, resultando como más propicia su función antiséptica. Siendo la observación la madre de todas las ciencias, dicha propiedad llevaría a pensar en sus posibilidades como conservante alimentario y, una vez provocado el proceso de encurtido y asimilado que el sabor obtenido distaba de ser desagradable, se asumió como aliño o ingrediente.

 

No existen más que hipótesis arqueológicas o históricas respecto a los orígenes del vinagre, aun cuando hay restos claros del producto datados en el 3000 a.C. en Egipto. Sí sabemos que en el tratado romano De re coqvinaria aparecen recetas que contienen entre sus ingredientes el vinum acre: “machacar pimienta, comino, tomillo, hinojo en grano, menta, ruda, raíz de benjuí, rociar con vinagre, añadir dátiles y picar bien; amalgamar con miel, garum, vinagre y aceite. Presentar el pollo frío y secado con un paño: por encima se le echará la salsa antes de servirlo”, nos dice, por ejemplo, Marco Gavio Apicio en su parte VI, dedicada a las aves.

 

Los historiadores romanos, con cierto lirismo, dejaron constancia del nada humilde gesto de Cleopatra disolviendo perlas en él para demostrarle a Marco Antonio que un banquete para dos bien podía costar una fortuna, algo muy apropiado para quedar hoy como un mentecato con la pareja en este recesivo San Valentín. El Talmud y La Biblia suman numerosas referencias al vinagre; quizás la más conocida se encuentra en el Nuevo Testamento, cuando se le ofrece como bebida a Jesús antes y después de su crucifixión, algo cruel en apariencia, aunque probablemente se tratase de un mosto ácido –la posca– muy del gusto de la soldadesca romana desde tiempos de Julio César (y curiosamente replicado a su manera por los samuráis en el Japón feudal), convenientemente diluido y endulzado.

 

Está también documentado que muchos europeos de principios del primer milenio, desde Britannia a Tracia, lo emplearon como ¡desodorante!, lo cual hace conjeturar que los aromas de aquellos tiempos no podrían sernos más ajenos. Durante la Peste Negra, muchos se embadurnaban de vinagre para protegerse de los gérmenes, y cuenta la leyenda que de una partida de ladrones obligada a enterrar cuerpos afectados por la plaga en Francia, solo cuatro sobrevivieron usando vinagre y ajo como protección, dando lugar a  una marca –Vinagre de los cuatro ladrones– que puede comprarse actualmente en el país. Los pioneros de la navegación oceánica lo utilizaron para preservar alimentos y, ante la escasez de antisépticos, muchos médicos de campaña de la Gran Guerra aniquilaron sin piedad barricas de vino para poder disponer de vinagre con el que tratar las heridas.

 

El origen del vinagre fue estudiado y definido por primera vez, según el método científico, en 1864 por Louis Pasteur, centrándose este en el método Orléans de producción concebido en 1394 por vinateros franceses mancomunados (aunque la expresión no se definió como tal hasta 1580); más lento, eso sí, que el método rápido que en 1823 implantaría Schuetzenbach. Ambos sistemas, en realidad, ingeniosos modelos fundados en la observación, sin conocimiento real del porqué. A partir de ahí, procesos de cultivo superficial o sumergido, maduración en madera para mejorar su aroma, pasteurización... y el nacimiento de una industria con relevancia significativa.

 

Sabores y colores
La sencilla reacción química que propicia la generación de vinagre ha permitido que podamos crearlo a partir de casi cualquier cosa que antes contuviera azúcar y, luego, alcohol. En el Naschmarkt, el mercado callejero vienés, por ejemplo, podemos hallar una parada de vinagres artesanos (www.gegenbauer.at) la cual casi podría pasar por un puesto de helados a juzgar por los numerosos sabores, aromas y colores expuestos a nuestra disposición.

 

El vino, la sidra y la cerveza son las materias primas de base con más éxito en Occidente: desde los magníficos y aromáticos vinagres de Jerez (entre los que podemos disfrutar de envejecimientos de dos y tres décadas) con denominación de origen propia, a los vinagres de malta que se elaboran en Reino Unido a partir de ale de maltosa, tan presentes como aliño en su breve gastronomía (para muestra un botón: fish & chips) o los bávaros de cerveza, que, según la variedad empleada de la misma, aportan diferentes matices organolépticos.

 

Los vinagres de vino, de preferencia mediterránea, implican numerosas variedades del blanco al tinto, incluyendo espumosos (champanes, por ejemplo) y vinos dulces; siendo de una acidez más baja que los de sidra, éstos últimos vendidos con frecuencia sin pasteurizar o filtrar, requieren ser diluidos y, a veces, endulzados con azúcar o miel.

 

El notorio Aceto balsamico di Modena –el cual ha ganado cuota de mercado hasta convertirse en el favorito de los lineales españoles, merced a la proverbial mercadotecnia transalpina–, nacido en la región italiana de Emilia-Romagna, surge a partir de una reducción del mosto de las uvas trebbiano, su fermento alcohólico y posterior conversión a ácido acético, con un envejecimiento de 12 a 25 años, que en ocasiones excepcionales supera el siglo y un par de miles de euros por litro. En los supermercados, por desgracia, lo que habitualmente encontraremos será un blended de balsámico con algún vinagre de vino. Turquía y algunos países de Próximo Oriente emplean las pasas como materia prima del hall?inab, imprescindible en sus recetarios, de sabor suave y dulce. En Italia, Rumanía y España se elaboran los de miel, raros de ver, delicados y florales.

 

En Lejano Oriente son frecuentes los vinagres de fruta o verdura, empleando bases como la frambuesa, el arándano, el membrillo o el tomate. Es así en el vinagre coreano de caqui, el gam sikcho; los chinos de grosella o goji; el vinagre rojo cantonés, casi un tutti frutti; el neozelandés de kiwi o el jamun sirka indio de pomarrosa. Muchos de estos vinagres frutales se emplean como bebida de transición entre platos, a fin de potenciar algunos delicados sabores de estas gastronomías. Japón, China y buena parte de la cuenca del Pacífico emplean el vinagre de arroz, con sus variedades blanca, negra y roja. Su base es el vino de este cereal y su aroma es muy ligero. Se usan, por ejemplo, en la elaboración de los onigiris (bolas de arroz habituales en el sushi) como factor aglutinante.

 

En Sri Lanka y en regiones vecinas es común el de agua de coco fermentada, de nombre impronunciable, ácido, algo áspero; como sucede con el sukang paombong de palma, de elevado pH o el de caña, sukang iloko, el más extendido en Filipinas (incluso hasta el punto de ser exportado y producido en el extranjero, si bien una adaptación similar en Brasil se considera la gama más baja entre los vinagres), similar, aunque algo más sedoso, al de arroz, nada dulce en realidad a pesar de su ingrediente primordial.

 

El vinagre es agradecido e integra muy bien los añadidos. Su producción casera es sencilla y por tanto permite combinar adiciones e ingredientes hasta el infinito: sucede con los vinagres negros de China y Japón, considerados bebidas medicinales, los cuales acogen toda clase de hierbas, granos y aderezos en su factura; con el kombucha –bebida a base de hongo manchuriano– japonés o con el sinamak filipino, picante a causa de la cayena y la cebolla. En Occidente no dudamos en incorporar ajo, estragón, pimienta y otros muchos productos que rápidamente comulgan con la estructura del vinagre, enriqueciéndolo. Es particularmente habitual esta costumbre en los países nórdicos. Lugar aparte para los vinagres espiritosos con base de alcohol de caña que llegan a alcanzar concentraciones de ácido acético del 20%.

 

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