Hasta la cocina

El carrito de los helados

Sábado, 30 de Enero de 2016

Cuando el firmante pertenecía a la elite de la gastronomía española, cuando servidor era un crítico reputado al que invitaban a todos los eventos, congresos, reuniones, simposios y presentaciones de las cosas del comer, conocí al mejor elaborador de helados del mundo... José Manuel Vilabella

..Hablé con él pero no recuerdo su cara ni lo que le dije y me dijo. Es posible que escribiese algo en esta revista, en la que llevo la friolera de 21 años; no lo sé, no me acuerdo, vaya usted a saber. Ahora que soy un nonagenario solitario y barbudo que vive en pleno campo puedo decir la verdad. No me gustan los helados de autor, prefiero los de cucurucho. Uno de los más asombrosos inventos del mundo occidental es el cornete, ese helado baratito, industrial, al alcance de todos los bolsillos que puedes tener en el congelador y consumirlo cuando te venga en gana. El hacerse un anacoreta no solamente consiste en renunciar al mundo y sus vanidades, vestir pobremente, comer cuando tienes hambre y dormir cuando te venga en gana. La anarquía del viejo gastrólogo descreído se parece mucho a la del místico; es un misticismo al que le añades un puro, un don José, hecho en Nicaragua, porque el presupuesto no da para más. Yo, como San Francisco, hablo con los animales, con las gallinas, con los cerdos, con las vacas y los animales me responden, me mandan a la mierda. En fin…

 

 

 

 

El carrito de los helados se ha convertido, en esta España trapalona y corrupta, en el símbolo de la culpabilidad.

 

 

 

Me gustan los helados pero sobre todo me gusta el carrito de los helados y sus liturgias. Pido siempre uno de tutti frutti, soy fiel a este sabor desde la infancia. Habré devorado miles a lo largo de toda mi vida. Un día me crucé, cuando yo era un viajante de ropa interior femenina que quería ser poeta, con Álvaro Cunqueiro en una de las rías de Mondoñedo. Don Álvaro, siempre pulcro y con corbata, era un escritor que parecía que acababa de salir de la peluquería y tenía esa elegancia de caballero aldeano de la que nunca logró desprenderse, le persiguió siempre el pelillo de la dehesa. Esto lo conté en varias ocasiones, lo habré cobrado siete u ocho veces. Ha sido una de las apariciones más rentables de mi carrera literaria. Don Álvaro caminaba deprisa, llovía y el escritor se protegía con un paraguas enorme y chupaba, muy finamente, un helado de tutti frutti.

 

El carrito de los helados se ha convertido, en esta España trapalona y corrupta, en el símbolo de la culpabilidad. Le quitó el puesto, en el lenguaje coloquial, a descubrirte con las manos en la masa. Al que trincan con el carrito de los helados puede darse por muerto políticamente y pasa de ser un señor respetable a un sinvergüenza a punto de ingresar en la cárcel. Es la prueba del 9, el in fraganti, el “parece mentira, Manolo, con lo que yo confiaba en ti”. En España me temo que hay miles y miles de carritos de los helados que todavía permanecen ocultos y a buen recaudo. ¿Que qué tiene dentro el carrito de los helados? puede preguntarme el lector ingenuo. Todo menos helado de tutti frutti. Es un carrito repleto de monedas de oro y billetes de banco, de empleos para esos sobrinos a los que tanto quieres y tanto te quieren, de felonías, pelotazos, favores. Es el cuerno de la abundancia. Sueño, en mi retiro de místico laico, que un día, al abrir la puerta de mi cabaña, en lugar de una gallina que me mira con inquina, alguien deja olvidado en pleno campo un flamante carrito de los helados que me permita retornar a los habanos que tanto añoro.

 

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