Tragos sin complejos
Vinos de Nueva York
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Aunque la realidad vinícola de Estados Unidos pasa obligatoriamente por California, otros territorios del país también están apostando por el vino, tanto desde un punto de vista enoturístico como a través de blancos y tintos todavía en busca de identidad. Juan Manuel Ruiz Casado
“Todos los votos cuentan”, asegura el propietario de la bodega Fox Run Vineyards, Scott Osborne, emulando sin pretenderlo a periodistas y a contertulios de todas las cadenas que estos días no dejan de animar a los ciudadanos para que vayan a votar. Estamos a una semana escasa de la cita electoral que confirmará a Barack Obama en el trono de Estados Unidos, pero el señor Osborne, una persona tranquila y tenaz, de esas que cumplen a rajatabla el tópico del hombre hecho a sí mismo, se está refiriendo a una votación todavía más trascendental, al escrutinio que marcó un antes y un después en su vida y favoreció de manera decisiva el despegue vinícola de la región de los Finger Lakes, en el estado de Nueva York. “Este país es más complicado de lo que parece”, afirma. “Sus leyes, por ejemplo, son complejas. Cuando decidimos construir la bodega, nos enteramos de que en esta parte del estado todavía regían normas de la época de la prohibición alcohólica. Nos dijeron que nuestro propósito de vender botellas de vino tenía serias dificultades legales. Tras mucha discusión, llegamos a un acuerdo con nuestros opositores. Lo más sensato era que los ciudadanos afectados votaran si estaban a favor o en contra de la construcción de la bodega. Ganó el alcohol por un voto”.
Desde entonces Fox Run Vineyards no ha dejado de dar satisfacciones a su dueño. En algo más de dos décadas, Scott Osborne se ha ganado el respeto y la consideración de la crítica vinícola de su país, y sus vinos han logrado hacerse con un pequeño lugar en los reñidísimos anaqueles de algunas vinotecas de la Gran Manzana. Allí donde todos los vinos del mundo venderían su alma para poder figurar. Claro que, al margen de cuestiones enológicas y vitícolas, de vinos más o menos conseguidos, las bodegas de Finger Lakes disponen de cierta ventaja con respecto a la infinidad de competidoras que sueñan con entrar en las tiendas del Upper West Side, del East o del Midtown. No todas las bodegas pueden jactarse de estar a una hora en avión de Nueva York, y a cuatro horas en coche. Bien aprovechada, esta circunstancia geográfica resulta hoy clave para explicar el desarrollo de una región en la que tradicionalmente lo más parecido al vino era una bebida dulzona que se hacía con vidal (la variedad híbrida de los vinos de hielo canadienses) y que no distaba mucho de una especie de mermelada. La situación de los Finger Lakes ha cambiado tanto que algunos tenderos neoyorkinos no dudan en apretar sus botellas para abrir un nuevo espacio de venta bajo la etiqueta Vinos de Nueva York. Cuesta encontrar un anzuelo tan idóneo para una ciudad que no se cansa de amarse a sí misma, y cuyos ciudadanos (nos referimos a los habitantes de Manhattan, claro; el Bronx es otra historia) parecen vivir en un mundo aparte del mundo, enganchados al ritmo estupefaciente que el propio orgullo de la urbe suministra.
Aun así, nadie dijo que en la actualidad la venta de vinos fuera coser y cantar, ni siquiera en Nueva York. “Al consumidor no le resulta fácil asociar el nombre de Finger Lakes con elaboraciones de calidad”, razona Scott Osborne. “Todavía pesa la dudosa fama vinícola que la región ha arrastrado durante décadas. Yo les digo a mis distribuidores que no vayan a vender a tenderos con más de cuarenta años porque estos no les van a comprar. No pueden creerse que nuestros vinos hayan dado un giro tan radical”. Este sorprendente cambio de rumbo tiene, además, su propia vara de medir en el número de visitantes que cada día acuden a las bodegas. Es sábado y mientras catamos el amplio y desigual catálogo de vinos de Fox Run, la bodega no ha dejado de someterse a un constante y alegre tráfico de vehículos y personas. De vuelta a la recepción, que a primera hora de la mañana presentaba un ambiente sosegado, comprobamos, atónitos, que la bodega ha sido seriamente invadida.
¡Es la guerra!
La mezcla de orden y alboroto es digna de admiración. Dentro, los mostradores de la bodega son abordados por gente que, guardando rigurosa fila, espera su turno para beber y hablar de vinos con los encargados. Fuera, un guardia ordena el tráfico llevando a los coches a una parte, y a los autobuses y a las limusinas a otra. Limo & Buses only, reza un cartel en mitad de la explanada, donde ya hay aparcadas tres limusinas negras. De una de ellas, se acaba de bajar un grupo de orondas mujeres (contamos ocho pero abultan como si fueran cien) que no tienen aspecto de ser precisamente abstemias. Más tarde las volvemos a encontrar en Hunt Country Vineyards, esta vez escuchando las explicaciones sobre un blanco de riesling que les acaban de servir, y es muy probable que su ruta incluya Red Newt Cellars o la bodega del Dr. Konstantin Frank, una de las más premiadas de los alrededores. Fox Run, por ejemplo, tiene previsto recibir hoy a dos mil personas.
En otoño el paisaje de los Finger Lakes presenta una belleza abrumadora. Entre los once lagos que dan nombre a la región, y cuya forma se parece a los dedos de una mano, se extienden frondosos bosques que visten los colores propios de la estación: hay ocres, vainillas, tostados, amarillos luminosos y verdes apagados. Las barcazas en la orilla de los lagos y algunos hoteles y restaurantes cerca de la carretera confirman a la región como un territorio ganado para el ocio. Desde hace mucho tiempo, Finger Lakes es un destino habitual de neoyorquinos gustosos de abandonarse a esas actividades que permiten los espacios naturales, como el senderismo, la pesca y los recorridos en barco a través del Séneca o del Cayuga, dos de los lagos más largos y profundos del país (ambos superan los ciento setenta kilómetros cuadrados de superficie, tienen una longitud de sesenta y un kilómetros, y su profundidad –188 y 133 metros respectivamente– les impide helarse). La fiebre de Baco llegó después, y en su desarrollo han convergido diversos factores. Entre ellos, la consideración que el vino ha ido alcanzando como expresión de modernidad y buen gusto en los Estados Unidos; o el éxito que los valles californianos han tenido como rentables imanes capaces de atraer a aficionados de todo el planeta. A una escala más modesta, y con escasa repercusión fuera de las fronteras del estado de Nueva York, las bodegas de Finger Lakes vienen a saciar la sed que el vino y sus circunstancias suscitan en muchos ciudadanos estadounidenses, en parte gracias al impulso popular que críticos como Robert Parker le han dado a esta bebida con estrategias sin duda reduccionistas (lo excelso abreviado en una forma tan elemental como los famosos cien puntos), pero también muy efectivas y no tan efímeras como se ha criticado.
Los estadounidenses mantienen una morbosa relación con el alcohol. Las numerosas advertencias que se refieren a su consumo como algo perjudicial para la salud son compensadas por la alegre generosidad con que en los bares de vino y en los restaurantes se llenan las copas. Y esto cuando son copas más o menos convencionales. Cabe la posibilidad de que se trate de vasos altos de copa ancha, que también suelen colmarse hasta cerca del borde superior y de los que, al cabo de un rato de ser servidos, no queda una gota viva. Sin necesidad del esplendor de Napa y del Russian Valley, uno siente envidia del fervor saludable que en este sábado de octubre, gris y casi lluvioso, ha puesto de acuerdo a tantas personas para pasar unas cuantas horas, por qué no el fin de semana completo, de bodega en bodega. Las que van en limusina tienen la ventaja de poder llevarse su caja de vinos en el maletero sin necesidad de pagar costes adicionales por los portes. Porque no nos engañemos: aquí la gente además de a beber viene a comprar para la semana o para el mes. Por esta razón en los listados de los vinos que van a catar, junto a cada referencia, figura un recuadro donde una vez terminada la degustación se escribe el número de cajas (no de botellas, de cajas) que los visitantes quieren para su uso particular. Algo impensable en los muy sesudos centros de peregrinación vinícola de la Vieja Europa, donde el diálogo del vino y los consumidores parece consistir cada vez más en un triste ejercicio de mírame y no me toques.
Las uvas y el caos
Desde un punto de vista vitícola, las tierras de Finger Lakes no son precisamente un regalo para el agricultor. A pesar del efecto termorregulador que los lagos ejercen sobre las viñas, especialmente sobre los viñedos situados cerca de las orillas, son varias las amenazas y muchos los inconvenientes que dificultan la práctica normalizada de la viticultura. La falta de lluvias y el carácter rocoso del suelo, con poca capacidad de retención de agua, complican el adecuado crecimiento de las uvas. Además, por lo general estas tierras suelen concentrar importantes índices de humedad que favorecen el desarrollo de plagas y enfermedades. Estas condiciones tan poco alentadoras explican que entre las uvas tradicionalmente mejor aclimatadas encontremos, por ejemplo, a la blanca vidal, un híbrido capaz de ofrecer cierta resistencia a enfermedades que impiden un desarrollo vegetativo apto. Los paisajes más bellos a menudo esconden las más sofisticadas trampas para los hombres que pretenden hacer algo con ellos.
Durante los últimos años, al tiempo que se producía el auge enoturístico de la región, los viticultores han ido probando con todo tipo de variedades tintas y blancas, desde la petit verdot, la syrah o la lemberger, a la chardonnay o la riesling, y soñando con la posibilidad de que alguna de ellas se adaptara con vigor y calidad a un contexto edafológico y climático complicado. Descartada poco a poco la pinot noir como la gran esperanza tinta de la zona (algunos bodegueros ya no dudan en considerar que la película Entre copas es lo peor que le ha podido ocurrir a la variedad, y se arrepienten de haberla plantado), es la riesling la que parece despuntar con claridad entre las blancas. Como le ocurre a la gewürztraminer (cuya difícil pronunciación es responsable, según nos explican en Fox Run, de su poco desarrollo comercial en el país), la riesling suele tener un aceptable comportamiento en tierras de clima frío y suelos pedregosos. A la entrada del camino que conduce a la bodega Hunt Country, en plena carretera, encontramos una bandera color fucsia con el nombre de la variedad en letras negras, lo que nos habla de la ilusión que muchos enólogos tienen puesta en la noble vinífera del Rhin.
Sin embargo, por ahora los experimentos llevados a cabo solo seducen en nariz. Gustativamente están lejos de esa acidez vibrante y delicada que distingue a los grandes blancos elaborados con esta uva. Es justo reconocer, en cualquier caso, que el dulzor (y no la acidez) ordena las preferencias de los consumidores estadounidenses, y que es para estos para quienes se hacen los blancos y los tintos de Finger Lakes. Así se explica que la mayoría de los rieslings, salvo aquellos cuya etiqueta informa con claridad que se trata de un blanco seco (dry riesling), contenga obvios rasgos de dulzor que los ablanda y limita, a veces volviéndolos excesivamente breves.
Estas particularidades refuerzan la condición casi endémica de los vinos de esta parte del estado de Nueva York, por ahora poco interesados en viajes transoceánicos. En las bodegas que han hecho alguna incursión en Europa (alguna que otra vende en Inglaterra), se aprecia un esfuerzo por equilibrar la acidez y el alcohol de sus elaboraciones, y de dotar a estas de una redondez gustativa como resultado de una madurez frutal que las bajas temperaturas suelen empeñarse en dificultar. Para que nos hagamos una idea, en la zona de influencia del lago Keuka, la temperatura puede descender varios grados por debajo del cero, lo que de manera natural ha llevado a los enólogos a elaborar vinos de hielo como se hacen en la vecina Canadá, es decir, dejando que las uvas se hielen en el viñedo y provocando así una concentración de azúcares en las propias bayas que da como resultado vinos dulces fragantes y untuosos. Junto a los de vendimia tardía, como el riesling Bunch Select de la bodega Dr. Konstantin Frank, que es nuestro preferido, el catálogo de las bodegas de Finger Lakes funciona como una especie de radiografía de las múltiples direcciones que la región ha ido ensayando en busca de una identidad más reconocible. No parecen tener prisa para encontrarla. Al menos mientras los sábados de todas las semanas sigan recibiendo la tumultuosa visita de un público tan entregado.