Viajes con alma
Gran Cañón del Colorado, descubre un grandioso espectáculo

Nada puede describir con fidelidad el escenario natural más famoso de Norteamérica. Gargantas, abismos y conmovedores accidentes geográficos en los que la danza de colores y pliegues muta con la luz del día. Francisco Po Egea
Mather Point es uno de la docena de miradores habilitados en el borde meridional del Parque Nacional del Gran Cañón y el primero con el que el viajero se topa a su llegada. No importa cuántos escenarios naturales haya contemplado, cuántas fotografías o documentales haya visto. Hasta el más escéptico queda atónito a la vista de su inmensidad, de la enorme extensión de crestas, gargantas, picos y variedad de formaciones rocosas. Más aún después del par de horas de monotonía por la carretera que atraviesa la llanura, se venga de las localidades de Williams o de Flagstaff. Desde dicho mirador, a 2.200 metros de altitud, se domina la parte central del cañón con una visión de 180º y también, justo enfrente, la vista se detiene sobre el borde norte, 400 metros más alto y a tan solo una distancia de 16 kilómetros a vuelo de pájaro, pero que se transforman en 340 si se quiere llegar a él por carretera.
Atardece. Decae el sol y mientras sus rayos intensos y despiadados de este comienzo de verano se suavizan, los colores de las rocas se avivan o se adormecen según como la luz los ilumine. Ésta resalta los sucesivos estratos geológicos de los paredones desplomados, tonos del rosa al ocre y al púrpura acentuados a medida que el sol se aproxima a su ocaso. Abraza picachos, pináculos, paredones y mesetas y los hace emerger de su contexto, aislados y orgullosos. Las sombras llegan despacio, como las olas de un mar en calma. En las profundidades, en el río, 1.600 metros más abajo, la noche lucha con el día para instalar sus oscuridades.
El Cañón, situado en el norte de Arizona, se estira sobre 440 kilómetros de longitud, mide entre 16 y 29 de ancho, y más de uno y medio de profundidad. Es ésta una tierra eterna, una recia cicatriz sobre la faz del planeta, una exclamación descomunal de la geología. Siete millones de años −algunos científicos dicen ahora 70 millones− de la estructura de nuestro planeta han quedado expuestos a nuestra mirada, los que el río Colorado y sus afluentes han empleado en cortar capa tras capa de sedimentos. Al mismo tiempo, la meseta se elevaba por la colisión de las placas tectónicas. Cinco millones de personas, la mayoría en verano, visitan el llamado Borde Sur y sus miradores. Menos de medio millón se aventuran por el Borde Norte, cerrado de noviembre a mayo por las nieves, y donde hay escasos servicios y las carreteras no están pavimentadas. Su visita completa necesita, pues, tiempo y esfuerzo, pero éste se ve ampliamente recompensado por el verdadero sentimiento de encontrarse inmerso y en comunión casi solitaria con este ecosistema grandioso. Aunque tiene menos miradores y no tan espectaculares como el Borde Sur, ello se subsana con el paisaje que le antecede hecho de praderas cubiertas de flores, y encuadradas por viejos álamos y altos abetos.
Volviendo al Borde Sur se puede recorrer, en coche o andando durante varias horas, el itinerario que une los diferentes miradores al este y oeste del llamado Grand Canyon Village. Éste es el centro que engloba los servicios: hoteles, restaurantes, campings, oficina de turismo, clínica, un banco, comercios y una estación de autobuses. Hacia el oeste, la carretera bordea la arista del cañón durante 13 kilómetros y ofrece siete miradores hasta terminar en Hermit Rest. En todos ellos hay carteles explicativos. Desde los de Mohave y Hopi se divisan tres rápidos del río y, con frecuencia, alguna de las lanchas de rafting con los esforzados viajeros que se aventuran entre sus espumas.
En la dirección opuesta hay 40 kilómetros hasta Desert View, donde se halla la entrada este del Cañón y donde encontraremos un camping, una cafetería, un par de tiendas y la oficina de información. Durante el recorrido se descubren nuevos miradores como Yaki, Grandview y Navajo, amén de las ruinas y museo de Tusayan, un pueblo de origen prehistórico.
A lomos de mula
Dos días de caminata, uno para bajar y otro de ardua subida, llevan desde el Borde Sur por el Bright Angel Trail o por el South Kailbab hasta el fondo del cañón y las aguas del río Colorado. Se puede hacer el recorrido en mula y, también, puede uno conformarse con una marcha de tres o cuatro horas para hacer solo parte de uno de estos dos senderos. O bien seguir durante varios días por la margen del río. En todos los casos se aprecian de cerca las capas sobre capas de rocas y estratos, hasta 2.000 millones de años de antigüedad en el fondo del cañón –la mitad de la edad de la Tierra−, de piedra caliza, arenisca o de esquistos, y se descubren los fósiles de corales, peces y esponjas incrustadas en ellos. Silencio y quietud acompañan al caminante. Un descenso o rafting de tres, siete o más días en lancha neumática por el río es una gran aventura, abre nuevas zonas de exploración y descubre al viajero intrépido cómo el Gran Cañón contiene innumerables cañones dentro de otros cañones.
Una característica todavía más evidente si se sobrevuela en un helicóptero de la empresa Papillon desde el aeropuerto a la entrada del parque. A los wagnerianos acordes de la muy apropiada para el caso Cabalgata de la Valkirias, el piloto se recrea siguiendo el filo del abismo, pica sobre las quebradas, rodea el bautizado como trono de Wotan, los templos de Zoroastro y Vishnú, se aproxima al paredón todavía nevado del Borde Norte, lo escala y supera, sobrevuela los vastos pinares y, continuando su bucle, se descuelga hacia el río.
Sea desde el helicóptero o desde uno de los miradores, la escala de las formaciones rocosas es engañosa. Pedro de Castañeda, miembro de la expedición de Coronado en 1540, los primeros europeos en ver el Gran Cañón, escribió en su relato que, cuando bajaron hacia el fondo, los pináculos que desde el borde del cañón les habían parecido tener la altura de un hombre eran más altos que la Giralda de Sevilla. En 2007, se inauguraba, a unos 150 kms al oeste del parque, en tierras de la tribu Hualapai y regentado por ellos, el polémico Skywalk, un arco acristalado que sobresale 21 metros sobre el borde del cañón a 1.200 metros de altura sobre su fondo. Una vista empaquetada para turistas apresurados. Un atentado contra esta naturaleza grandiosa y para el frágil equilibrio ecológico de la zona, que uno no conoce y no está dispuesto a recomendar.
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