Michel Rolland
Michel Rolland, el enólogo polémico
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Ensalzado por unos y denostado por otros, este emblemático enólogo atraviesa límites impensables para muchos en el mundo de la viticultura y aboga por la viabilidad económica de cada cosecha. Michel Rolland refuerza sus vínculos con España. Juan Manuel Ruiz Casado
Nadie como Michel Rolland representa el afán polémico que ha conducido la historia mundial del vino durante las últimas tres o cuatro décadas. Nadie ha suscitado tanto debate (muchas veces sin que él lo pretendiera) ni ha mantenido tantos frentes abiertos, guerras enológicas que han tenido como escenario cualquier rincón del planeta y en las que parecía estar todo permitido salvo abstenerse de participar. Uno podía ser favorable a las tesis de Rolland o posicionarse contra ellas. El resto no existía, no contaba. Aunque el asesor vinícola más famoso de todos los tiempos procura marcar distancias y hasta mostrarse indiferente con lo que ha ocurrido en las trincheras de la controversia, lo cierto es que una y otra vez su nombre y su obra se han visto obligados a someterse a una especie de prueba de esfuerzo que, de alguna manera, ha servido para que el sector del vino se pregunte de dónde viene y hacia dónde va. Sus detractores nos pintan a un personaje engreído y diabólico, responsable de una pandemia (llamémosla fiebre Rolland) que ha ido infectando los sagrados lugares del vino sin apenas resistencia. Para ellos el enólogo francés ya no supone ninguna amenaza porque después de cuarenta años, los mismos que lleva ejerciendo su profesión como consultor enológico y vitícola en bodegas de todo el mundo, ya no queda nada que amenazar. En pocas palabras: después de Rolland no hay futuro.
Quienes lo apoyan, en cambio, le demuestran fidelidad y devoción de una manera que no puede ser más práctica: pagándole los cuantiosos honorarios que pide a cambio de asesorar una bodega, y que oscilan según el grado de compromiso y colaboración al que haya llegado con sus dueños. Entre estos se encuentran algunos de los hombres más ricos del planeta. Desde la Patagonia argentina a la Toscana, pasando por el Valle de Napa, por Sudáfrica, España o India, el fabuloso mapa profesional de Michel Rolland coincide con el de algunas fortunas que no han resistido la tentación de invertir sus ahorros en el sector del vino. Él ha sido su lazarillo, su guía espiritual por el laberinto de las variedades, los taninos, los días de fermentación y la naturaleza de las añadas (sobre las grandes cosechas de Burdeos, por ejemplo, pocos saben tanto como él), todo ese mundo, en fin, tan sugerente, tan cautivador y entretenido que parece mentira que además pueda ser una actividad rentable. Y lo es (o lo ha sido hasta ahora). El mismo enólogo no ha dejado de repetirlo a lo largo de su carrera una y otra vez. Antes que nada el vino es un negocio. Uno aprecia una habilidad especial en la persona de Michel Rolland a la hora de conjugar negocio y poesía. Sin quitarle al vino la aureola de misterio que viene admirando a la humanidad desde hace miles de años, su deslumbrante éxito como cicerone por los mundos de Baco parece haber consistido en el cumplimiento de una ley muy sencilla: con el dinero ajeno no se juega. Otra cosa es lo que cada cliente quiera hacer con su bodega, porque sea aficionado a la arquitectura o a las aguas termales. Pero en el decálogo Rolland, en su manera de concebir la práctica de la enología, la viabilidad económica no se pierde de vista en ningún momento. Los vinos, dice el señor de las polémicas, se elaboran con la modesta y crucial finalidad de ser vendidos. Algo muy simple que, sin embargo, forma parte de un problema muy complejo.
Pero, ¿quién teme a Michel Rolland?
Todas las acusaciones que se han dirigido contra el hombre más influyente del vino (un poder que le atribuyen tanto amigos como enemigos) coinciden en que su gran pecado, aquél del que nunca podrá ser absuelto, ha consistido en favorecer e imponer una insoportable globalización del gusto. De similar manera a como se extienden las multinacionales de comida rápida por los lugares más insospechados del planeta, Rolland sería culpable, según sus detractores, de haber establecido un estilo de vinos muy determinado en cuya difusión ha participado el crítico estadounidense Robert Parker, conocido del enólogo, y como este, diana de todo tipo de rumores, sospechas y alusiones más o menos directas de supuestos acuerdos interesados. Que el juez mantenga amistad con una de las partes, ya se sabe, siempre genera dudas acerca de la justicia. En algún momento, además, y tal vez sacando las cosas de quicio, la relación Rolland-Parker se ha querido leer como una rendición (o una traición, ingrediente más jugoso para un drama con suspiros de tragedia) de Francia a Estados Unidos, de los grandes vinos bordeleses a los de Napa, de la vieja Europa a eso que la literatura vinícola bautizó como Nuevo Mundo, un concepto y una realidad que, es verdad, hoy cuesta creer que se hubiera desarrollado de una forma tan esplendorosa sin el empuje y la cualificación de Michel Rolland.
Frutas maduras y especias levemente dulces al fondo. Aromas y sabores reconocibles: tal vez un poco de vainilla y un ligero tueste. La fecha de vendimia se retrasa en busca de una mejor maduración de la uva y solo se contempla el uso de barricas nuevas. El estilo Rolland corre como la pólvora. La aplicación de su receta, palabra que por sí misma constituye una descalificación a su manera de trabajar y de entender el vino, no parece encontrar obstáculos allí donde él se encarga de elaborar, ya sea participando activamente en todas las fases del proceso o dictando pautas vitícolas y enológicas desde la distancia (el famoso teléfono que no dejaba de sonar en Mondovino y la no menos célebre microoxigenación) para luego definir los vinos en los coupages finales; una faceta, esta última de ensamblador, en la que es bien conocida la destreza y seriedad de Rolland para lograr los mejores resultados a partir de materiales de calidad heterogénea. Pero sus detractores se muestran implacables: Rolland hace siempre el mismo vino, da igual dónde, da igual cuándo, da igual qué variedades participen en él.
Debe de ser muy decepcionante comprobar cómo la buena estrella de tu enemigo, su consideración profesional y el respeto que sus logros provocan por todas partes, avanzan imparables en medio de descalificaciones y tramas diseñadas contra él. Lejos de acusar deterioro, la imagen de Michel Rolland no ha dejado de agigantarse. Da la impresión de que han sido las polémicas y las acusaciones las que han contribuido decisivamente a reforzar su posición. Cuanto más se ha ladrado contra él, más brillo despedía su figura y más se alargaba la lista de sus clientes y de sus proyectos, algunos de los cuales han sido de una ambición considerable como el argentino Clos de los Siete, por citar un ejemplo en el que concurre como asesor y propietario de una de las bodegas. Apenas una pequeña porción de agua que pertenece a un gran océano.
Hoy resulta difícil determinar los límites de este océano formado por asesorías basadas en diversos grados de compromiso, gestión vitícola o enológica (o ambas), servicio de definición de coupages finales, participaciones en la propiedad, bodegas de las que es el único dueño (en Argentina, Yacochuya; en Pomerol, Chateau Le Bon Pasteur, la bodega que compró su abuelo a principios del siglo XX y que está orgulloso de poseer). Es imposible dar un paso por el mundo del vino sin que aparezca la figura socarrona y seria a la vez de Rolland, algo así como la imagen de un noble que hace tiempo hubiera dejado de creer en las virtudes de la nobleza. Solo la lista de bodegas bordelesas recogidas por la Wikipedia (que, por cierto, se muestra decididamente rollandiana), y en las que el enólogo colabora de una o de otra forma, resulta abrumadora. Dos referencias tan prestigiosas como Château Angelus o Lascombes figuran en la extensa nómina. Tal vez sea la condición de profeta en su propia tierra, concretada en la actividad de su laboratorio de Libourne, la que ayude a comprender mejor la dimensión que ha alcanzado este profesional más allá del tópico de elaborador e ideólogo de vinos en países del Nuevo Mundo (EEUU y Canadá, Sudáfrica y Chile, Argentina, por supuesto). Centenares de muestras pasan por ese laboratorio cada año porque sus dueños quieren saber qué opinan Rolland y su equipo de lo que están haciendo y de cómo lo están haciendo. La prueba tiene una trascendencia enorme. La llave de los mercados se guarda en el resultado de esa valoración. Es la viabilidad de la bodega la que puede estar en juego.
Mercancías placenteras
Cada vez que oye alguno de los reproches en que se basan las diatribas de sus enemigos, Rolland esboza una ligera sonrisa y se lamenta del absurdo reduccionismo con el que pretenden menospreciar su trabajo. “He hecho vinos en veinte países” –explica– “con un abanico de precios que se abre desde los dos dólares a los mil, y todavía hay gente que cree que yo tengo la capacidad para aplicar la misma fórmula para todos ellos”. Para el enólogo francés, las críticas alcanzan tintes cómicos y dimensiones ridículas cuando se refieren a aspectos concretos de la elaboración. Es el caso de las maceraciones largas, dardo que se ha lanzado tantas veces que en la actualidad se ha convertido en un lugar común de la argumentación antirollandiana. “A menudo las malas ideas” –se defiende– “tienen mucha vida. Porque es demasiado obvio que cada año yo hago maceraciones largas y cortas, y que esta duración depende de cada caso particular. Hay veces que las uvas no me permiten pasar de los seis o siete días de maceración, y otras en cambio puedo llegar a los sesenta días. A ningún loco se le puede ocurrir alargar la maceración cuando no tiene uvas adecuadas para ello. Si la maceración me va a dar taninos de calidad, aterciopelados, como se dice en España, puedo permitirme el lujo de alargarla; nunca si lo que creo que voy a obtener va a ser dureza y rasgos vegetales. Pero insisto: no hay reglas fijas ni recetas. Lo único que hay es ensayo y trabajo, probar y comprobar el vino durante la maceración y detenerla cuando este alcance su plenitud durante el proceso, no antes”.
Como se apuntó anteriormente, la madurez de las uvas y el uso de barricas nuevas son pilares indiscutibles de la concepción vinícola de Rolland. El acuerdo entre viticultura y enología, la cada vez más estrecha comprensión de una y otra parcela de trabajo como dos caras inseparables de una misma moneda, definen las preocupaciones del enólogo del futuro. “Nosotros hemos tenido la oportunidad de mirar hacia la viña y trabajar en ella” –explica– “y esto se lo debemos en parte a la generación de Peynaud. Ellos hicieron un trabajo muy difícil y muy valioso, que consistió en concienciar a los propietarios de las bodegas de que estas debían mantenerse limpias, observando niveles de higiene escrupulosos. Por entonces la enología no estaba encauzada a obtener vinos de calidad sino que era preventiva. Se ceñía a evitar defectos, ya fueran provocados por la volátil o por brettanomyces. Gracias a esa labor de base, mi generación y las que vengan a partir de ahora podrán dedicarse al requisito indispensable para obtener vinos de calidad, es decir, preocuparse de que las uvas maduren de manera satisfactoria”.
A menudo el exceso de maduración ha sido otro punto de conflicto entre el enólogo y el ejército de sus oponentes. La homogeneidad del gusto y la pérdida de la diversidad, el sorprendente parecido que cabe encontrar entre tintos elaborados a miles de kilómetros y con un océano en medio, vendrían a ser el efecto lógico provocado por el retraso de la vendimia. El estilo Rolland: vinos basados en una madurez al borde de todos los riesgos. Vinos emparentados por el sello reconocible de cierto dulzor dominante que hace que se pierdan las diferencias, los matices de suelos, de variedades, de climas y tradiciones que nos servían para distinguir unas regiones de otras. Placenteras mercancías que, no lo olvidemos, han sido diseñadas para desplazarse sin complejos por el imprevisible suelo de los mercados.
Una naturaleza a la carta
Hay una frase que nos permite medir el impacto del fenómeno Rolland en la historia de la enología y la viticultura, en ese discurrir plácido y sereno que nos vende el batallón de los opositores con el fin de descargar sobre el asesor plenipotenciario la responsabilidad de la guerra. “Las viñas” –afirma el enólogo– “deben aceptar que un buen vino sea posible incluso en condiciones climáticas adversas”. La reflexión sobre las grandes añadas de Burdeos y la frustrante serie de malas cosechas durante las décadas de los setenta y los ochenta fueron las chispas que encendieron los planteamientos rupturistas. ¿Quién dijo que es la naturaleza la que manda? ¿Quién dijo que era obligatorio quedarse con los brazos cruzados a esperar la bondad del cielo? Lo que cambia con Rolland es la forma de comprender y tratar la naturaleza, las bases de un pacto que durante siglos había consistido en que el pobre vinicultor hacía su trabajo lo mejor posible aceptando que unos días de sequía o una lluvia inoportuna tenían derecho a arruinar su trabajo. En el ideario de Rolland son las viñas las que “deben aceptar” y el vinicultor quien debe provocar en ellas las circunstancias de una buena cosecha, incluso a costa de fronteras que antes no se habían cruzado. De ahí la obsesión por la madurez de las uvas.
El nexo común de las añadas excelentes, en Burdeos y en cualquier otra parte del mundo, reside en que la naturaleza trabaja por sí sola para que las uvas terminen de madurar en las mejores condiciones. El hombre que hacía los vinos era casi un mero espectador. Esta dependencia del cielo explica los vínculos que a duras penas el vino ha mantenido con lo misterioso, con todo aquello que escapa a la intervención y el manejo de los seres humanos. Pongamos una lluvia que puede salvar o hundir una cosecha: algo tan sencillo como una lluvia en medio de un día soleado. Con Rolland se acabó el misterio o, para no caer en exageraciones innecesarias, se acabó parte del misterio. La ciencia y el conocimiento pueden auxiliar al vinicultor en su lucha contra una naturaleza contraria. Casi tienen la obligación de hacerlo porque, hay que insistir, el vino es una industria de la que viven muchas familias del mundo, de la que dependen muchos seres humanos. Si antes no se han podido dar estos pasos es sencillamente porque ni los enólogos ni los avances técnicos, ni la teoría ni la práctica, estaban maduros para ello. El enólogo de Libourne y de medio universo dice que el gran reto del futuro pasa por afianzar la regularidad de las cosechas que viene observándose desde el año dos mil y que supone un avance con respecto a cualquier época previa de la historia de la vinicultura. Una conquista que no hubiera sido posible sin la intervención humana. Sin el empeño y el riesgo que exige decidirse a cambiar las reglas del juego.


