Hasta la cocina
La gula y la angula

La gula, además de una marca registrada, es un nombre genérico. José Manuel Vilabella
La gula es la angula podada, falsificada, rota. La tecnología le quitó los ojos, la dejó ciega; es un pececillo momificado que da el pego, un chirimbolo que, oiga, con su ajito y su guindilla sabe bien, tiene un pase. En la restauración hay clases. Donde sirven gulas es sitio de cocina popular y gente ruidosa y donde expenden angulas es restaurante finísimo solo al alcance de políticos corruptos y gentecita bien. Yo he sido un gran devorador de angulas y ahora me arrepiento por haber contribuido a la desaparición de las anguilas de nuestros ríos. Como soy un viejecito y un plasta les digo a mis nietos que recuerdo, con la nostalgia imprescindible pues no conviene exagerar, las empanadas de anguilas y las frituras de este resbaladizo animalillo que la infamia de los devoradores de angulas ha desubicado de nuestros ríos. Cada angula lleva una anguila dentro; allí, en sus entrañas, palpita ese proyecto de vida truncada en plena niñez, desbaratado en agraz. Si el lector tiene la oportunidad de coger una angula viva y mirarle los ojos con la ayuda de una lupa, leerá en sus pupilas el reproche de la naturaleza, el estupor de la víctima y se sentirá tan culpable como los que matan un ruiseñor o disparan a un elefante.
Al firmante más que la gula le interesa la otra gula, la pecaminosa. El hacerse octogenario es una lata y un caminar a paso lento hacia la virtud y el aburrimiento. Para un hedonista es la vida truncada; hay noches en que sueño que soy el obispo de Mondoñedo y qué quieren que les diga, me siento cómodo con la mitra, favorecido con mi anillo pastoral. Soy en mis pesadillas un obispo autoritario que zurra a los canónigos con su báculo. Cuando me despierto me digo que hay que aferrarse a los pecados capitales que son el último reducto de la juventud, los últimos jirones del placer. Mis pecados capitales favoritos son la gula y la lujuria, aunque la pereza siempre me ha producido muchas y honestas satisfacciones. De la lujuria me estoy quitando; es, mal comparado, como dejar de fumar. Cada fin de año me digo a mí mismo: “En enero me busco un gimnasio y abandono los malos pensamientos”, pero al final, porque la carne es débil, ni me machaco en la bicicleta estática ni dejo de mirar a Beyoncé con delectación y buenísimas intenciones.
A medida que la lujuria desaparece, crece la gula; los apetitos desordenados se ordenan por orden alfabético y el comer se convierte en una mezcla de goces resplandecientes en donde se concitan todas las cocinas y todas las vivencias. Cada sabor me lleva a un lugar, cada aroma me recuerda a una novia, cada trozo de queso me trae el gesto olvidado de una amante. El comer es rememorar y ahora, que cocino lo que me como, el placer del comensal se enriquece con las habilidades artesanas del cocinilla. Creo que ya les he dicho en algún artículo que mi abuelo don Dositeo Vilabella aprendió a escribir a máquina a los 80 años y yo empecé a cocinar a los 78. Y no es por presumir, pero en un par de años mi recetario no ha dejado de expandirse ante el asombro de propios y extraños. Soy tan bueno en la cocina que he pensado seriamente en pasarme al otro lado, montar un restaurante y hacerme inmensamente rico. Y, además, siempre tendré la certeza de que no me flagelará con una mala crítica el horror de los cocineros, el analista culinario más independiente y severo de la gastronomía española, ese tal Vilabella.
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