Comer de oficio
Cuestión de gusto
De vez en cuando, alguien retoma el asunto del umami para instalarlo en la quintaesencia del sabor o, más precisamente, en el quinto sabor que intenta sumarse a los convencionales dulces, salados, ácidos y amargos, cuya contingencia cabe revisar, por cierto, y luego atenderemos. Luis Cepeda
El sabor umami se identifica químicamente como el glutamato monosódico. No deja, por tanto, de tratarse de una sal sutil. A mediados del pasado siglo se extendió industrialmente como potenciadora eficaz de alimentos procesados; los cubitos compactos de caldo, por ejemplo, y otras aplicaciones en la ingeniería alimentaria, como la de remediar el sabor metálico de los alimentos enlatados o refrescar las carnes procesadas. Que revele sensaciones sápidas diferenciales en la cocina japonesa, sobre todo cuando en las preparaciones interviene el alga kombu seca –una fuente esencial del glutamato industrial que se sintetiza–, no debería confundirnos y contemplar su advenimiento como una revelación. El supuesto sabor umami ha facilitado, con cierto aroma esnob, la propagación gozosa, y también justificada por otras muchas causas, del sabor nipón en Occidente. Querer encontrar la virtud del umami en el jamón pata negra, el queso parmesano, los champiñones, el atún, algunas carnes rojas maduradas, anchoas en salazón, espinacas o las tortillas de maíz mexicanas me parece fuera de lugar, aunque en un análisis químico de esos productos aparezcan trazas de glutamato monosódico.
Resulta que argumentamos la cocina con un repertorio inmenso de consideraciones nuevas, de asombros recientes muy cuestionables. Se diría que la curiosidad que ha despertado entre nosotros el universo gastronómico durante los últimos 25 años, pide explicaciones y se emiten abundantes dislates. Generando la sensación interesada de que solo se empezó a comer bien desde hace poco, se habla de cocina divertida, emocional, canalla, casual, bistronómica, tecnológica, cañí, de autor, etcétera, lo que no deja de ser bastante ambiguo. Mientras, nos saltamos fundamentos fisiológicos que dan vigor y praxis al hecho culinario.
Hace más de 80 años, Julio Camba –a quien conviene revisar siempre tanto por el ímpetu periodístico que contiene, como por su sentido común– se permitió impugnar algo tan básico como la regla de los cuatro sabores a que nos referíamos antes, diciendo “el paladar propiamente dicho no percibe más que dos sabores: lo dulce y lo amargo. Percibe también, es cierto, lo ácido y lo salado, pero eso ya no pertenece al sentido del gusto y es más bien una sensación de quemadura. Los ácidos y las sales –prosigue el autor en su libro La Casa de Lúculo– atacan las mucosas de la boca químicamente, lo mismo que en una solución más concentrada nos atacarían la piel de las manos”. Tiene sentido, como lo tiene que el picante sea una sensación, en lugar de un sabor. Nada indica sin embargo que los fisiólogos se hayan emocionado con ello, ni concedido atención al tema desde los años 30, que es cuando Camba lo expresó. Tampoco se conforma uno del todo con la limitada nómina de cuatro sabores para el paladar; algo más complejo debe ser. Sin embargo, sí que interpreto que la dificultad que tiene salar con acierto y punto un guiso; la precisión que exige sazonar con ácidos y la delicada función de ajustar las dosis de picante al gusto de todos, revelan acaso esa asimilación al concepto de las sensaciones más que a las del gusto.
Además, para controvertir la actividad del paladar, Camba echa mano de Brillat-Savarin, quien escribe en La Fisiología del Gusto (1825) aquello de “estoy tentado a creer que el olfato y el gusto no forman más que un sentido del que la boca es el laboratorio y la nariz la chimenea”. Nuestro gallego universal llega más lejos y dice “el principal órgano del gusto es la nariz y las personas que no distinguen olores no distinguen tampoco de comidas ni bebidas”, lo que lleva a considerar la nariz la centinela de la calidad o de la corrupción alimenticia.
Volver a los clásicos en literatura culinaria no está de moda en tiempos tecnoemocionales, aunque se sigan evocando los guisos de la abuela para celebrar la sensibilidad de un manjar de hoy. Sí que conviene, porque obras como las mencionadas son fundamentales, analizan el hecho gastronómico desde la experiencia real, descartan a menudo confusiones nuevas y avalan certezas. Las tendencias y los sabores cósmicos, la inspiración culinaria, el rigor profesional y las contradicciones que conducen al progreso gastronómico, son de hoy y son de siempre, se quiera o no.
SOBREMESA no comparte necesariamente las opiniones vertidas o firmadas por sus colaboradores.